Crónica | Sopa de lentejas

“Escribir es respirar como esos peces que vi de niño. Subo a la superficie, voy trazando palabras, historias, cojo aire para luego descender.”

| Escrituras | 10/07/2024
Dibujo a color con rostro de mujer y fondo de árbol y ave.
"Irse". Palao. Pastel graso sobre cartulina.

Hace frío. Son las ocho de la noche. Recojo lo poco que tengo para hacerme una sopa: fideos, lentejas sazonadas del día anterior, un plátano, una zanahoria. Vivo la cuarta semana de cuarentena, el dinero empieza a escasear. Nadie sabe cuánto pueda durar todo esto.

Encima de mi cabeza, un bombillo ilumina la improvisada mesa donde escribo y como. Siempre me he alimentado rodeado de libros; hubo una época en que viví con poco espacio y la cama la compartía con mis libros. Si alguien me viera a distancia, le recordaría a uno de los personajes del cuadro de Van Gogh Los comedores de papa. La sopa es de un tono tierra, aguas enlodadas, turbias. Su aspecto es igual al caldo que toman los actores en las películas de posguerra.

Me dispongo a cenar ese líquido, pero suena el teléfono insistentemente. Otro mensaje referente al virus, pensé.

Una vida a la intemperie

Mi error fue mirar las fotos. Me demoré una semana para escribir estas palabras. No pude ingerir el alimento que había preparado. Esa noche no pude dormir. Vi las fotos, oí los mensajes de audio.

La enfermedad es respiratoria, producida por un virus. Me falta el aire. Al subir las empinadas calles, siempre me falta el aire. Llevo mascarilla. Respiro a ráfagas, como si las fosas nasales quisieran capturar el poco oxígeno que hay en esta ciudad. Los cristales de mis lentes se empañan por el rebote del aire que choca contra el tejido (sintético) de la mascarilla.

Llegué a este país para el Festival Internacional de Poesía de Guayaquil. Llegué por el puerto principal, como una mercancía más. Lo había decidido: me quedaría a vivir en el Ecuador.

Llegar por vía terrestre a Guayaquil es bello, cruzar los dos puentes, ver la ciudad allí, después del inmenso río. Sentir el calor, la humedad del clima, ver las personas en ropas ligeras, como en La Habana, vivarachas. No les da pena mirarte a la cara, hablan alto, se gritan unos a otros. Parecería que fueran a pelear, pero no: terminan con un abrazo.

Los abrazos al igual que en La Habana, no se sostienen por mucho tiempo: los hombres se dan ligeros golpes por la espalda. El calor es tanto que la duración de ese encuentro entre los cuerpos es mínima: un instante.

Aquí se está casi todo el día fuera de las casas. El calor es fuerte. Es una vida a la intemperie. El exterior es importante en los barrios más populares, donde la gente no tiene aire acondicionado. Las construcciones son de bloques sin revestimiento, y las cubiertas de asbesto-cemento o zinc. Pregunté por qué los techos casi siempre son de esos materiales. Nadie me pudo responder. Incluso las grandes casas de tres pisos no tienen cubierta de mampostería. Pensé en la cuestión económica, después deduje que son personas muy prácticas. El zinc y el asbesto-cemento no necesitan mucha mano de obra, ni tiempo, para que fragüe la mezcla, el hormigón.

La presión de los ojos de los demás

Las prendas en la zanja se deshacen.

Dos detalles me atrapan cuando miro Guayaquil. El primero es el cementerio. Está a la entrada de la urbe, en un cerro, dando la bienvenida. La calle a un lado del muro, y al otro, dentro, esas grandes paredes como gaveteros: los nichos alineados como un ejército.

El otro detalle es el mural inspirado en la novela Las cruces sobre el agua, hecho de mosaicos, emplazado en la fachada de una de las casas que rodean al parque bicentenario. Los rostro de los trabajadores protestando, la gran matanza de esas personas, y en el último segmento del mural, las pequeñas embarcaciones con las cruces sobre el estero.

El parque está enrejado. Me sorprendió ese detalle, nunca antes había visto eso. De noche uno no puede sentarse con un amigo o con su novia a disfrutar de la tranquilidad de esas horas. El área pública tiene árboles viejos, de troncos gruesos, algunos se elevan por encima de los edificios cercanos.

El hotel, sede del festival de poesía, queda cerca de esa plaza. Fui una sola vez a sentarme allí. Sentí miedo, me miraban insistentemente. Sentí la presión de los ojos de los demás. Me senté solo. Un señor se sentó a mi lado, preguntó mi nombre, de que país era. Veló que el policía no estuviera cerca para brindarme ron de la pequeña botella que traía escondida en uno de los bolsillos de la chaqueta.

Los policías caminaban por el medio de la calle peatonal, haciendo que los que paseábamos por esas aceras tuviéramos que arrimarnos a la orilla, o bajar al césped.

No quise ser descortés y solo mojé mis labios en aquel ron. Él se percató de que no tomé. Me paré, mastiqué unas palabras breves para justificarme, ni yo entendí lo que dije, y me fui rápido al hotel.

Los cuerpos

No duermo, no tengo hambre. En la mesa, el plato de sopa es de color churre, sucio.

En las fotos vi las imágenes de los cadáveres, los cuerpos abandonados en las calles. Los familiares han tenido que sacar a sus muertos de los domicilios, donde han fallecido sin diagnóstico. Pero la falta de aire, la tos seca y la fiebre delatan la enfermedad. El hijo, o los nietos, han envuelto a la madre, al abuelo en sábanas o fundas de plástico, y depositan el bulto en medio de la acera. Algunos queman a sus familiares muertos por miedo a la propagación del virus.

Es duro reconocer que la madre, o la abuela tan querida, es una amenaza para la vida de toda la familia. La demora de las autoridades sanitarias provoca que la población queme en medio de las calles los cuerpos de los seres queridos.

El cuerpo es un obstáculo, un riesgo de transmisión de enfermedades. Antes fue cuerpo para dar o recibir caricias. Un cuerpo para golpear y ser golpeado. Cuerpo para cubrirlo, mientras se dice: soy muy sincero. Cuerpo humillado, violado, que se niega a sí mismo. Que tiene vergüenza de su condición primaria: la carnalidad.

Finalmente, es cuerpo que debe ser enterrado, escondido, porque ha llegado el día de su muerte.

Pasadas unas horas el cuerpo hiede, se descompone. En cambio, el espíritu no se pudre, pero no te abraza, el espíritu se percibe. El abrazo es como la unión de dos piezas de un rompecabezas. Los cuerpos abren los brazos, los individuos entran uno en el otro. En ocasiones se pueden sentir los latidos del corazón cuando uno de los dos cuerpos es más pequeño, y la cabeza, la oreja, queda justo en el pecho de la otra persona.

Están prohibidos los abrazos, los besos, hay que tomar distancia. El miedo crece entre nosotros. En las calles la gente anda con mascarillas, con guantes. Ya no solo es el sexo, esa delgada película de plástico, de látex; casi todas las relaciones humanas se conciben con preservativos.

Escribir es respirar

Dibujo: hombre mirando por la ventana.

Veo fotos de personas que no conozco, me felicitan. Les gusta lo que escribo, me envían comentarios, dicen ser mis amigos, pero no contesto. Sospecho de ellos, de las pantallas. Sé reconocer a un amigo. En los momentos de silencio, cómo se nos humedecen los ojos mirándonos sin decir nada.

Las hijas, el sobrino más allegado, miran el bulto desde dentro de su casa, por la ventana. En algunas fotos, los muertos están chamuscados sobre el asfalto caliente. Han pasado tres días y el muerto sigue ahí, delante de la casa, en la acera. La familia se levanta y ve el bulto, aun no vienen a recogerlo.

Las autoridades hablan de poner neveras en las calles para almacenar a las personas que a diario mueren.

Me falta el aire. Desde los siete años padezco de asma. El niño que fui tuvo una infancia con lentes gruesos, que eran la burla de los demás niños. Ya no recuerdo la cantidad de veces que me rompieron los lentes en el colegio. Llegaba a casa a tientas, mirando la vida por cristales de aumento rotos. Esta es una información que revela mi forma de contar, de ver el mundo.

En aquella época hablaba poco. El asma me ayudó a ver la vida casi en asfixia, con poco oxígeno, como los peces que tuve. Me quedaba horas observándolos. Cada cierto tiempo subían a la superficie a tomar aire, a boquear, para luego bajar, descender al fondo de la pecera.

Padecí de una bronconeumonía a los cinco años, desde entonces no he dejado de toser. La tos es un aire malo que se expulsa, es desterrado del cuerpo con violencia. En algunas crisis he terminado sangrando, se han reventado pequeñas venas en la garganta.

Un hombre que no dice todo lo que piensa, que aún no lo escribe, es una amenaza. La tos es el escape inconsciente de esas ideas que no sé articular. Me arde la garganta. Debí ser operado de las amígdalas, pero mis padres no pusieron empeño en ese tratamiento.

Escribir es respirar como esos peces que vi de niño. Subo a la superficie, voy trazando palabras, historias, cojo aire para luego descender, bajar al fondo, empaparme de mí, de los otros, para luego subir, seguir el curso lógico de la historia. Respirar, tomar aire, para de nuevo bajar, descender. Mi vida ha sido eso.

Sopa de lentejas

Miro la sopa de lentejas que no me tomaré, su color es de tierra. Me recuerda el río Guayas, sus aguas turbias. Hay poca vida en dicho río por la cantidad de minerales y nutrientes que permanecen en suspensión, creando una barrera que no permite que el oxígeno penetre en las aguas. El río se calienta y evita que se desarrollen los microorganismos.

Yo me acerqué a las márgenes del río, sentí su olor, algunos lirios florecidos flotando, arremolinándose en medio del gran caudal. Delante está la isla Puna, me quedé con deseos de ir hasta allí. Tuve miedo del Guayas, no mojé mis manos.

Vuelvo a la sopa de lentejas, tiene el mismo color del río. Nunca más volveré a cocinar esos granos.

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