Narrativa ⎸ Cleotilde o el gesto de la literatura

"Cleotilde o el gesto de la literatura", pertenece a "El constante aleteo", primera novela de Yudarkis Veloz. Este relato marca el ritmo atmosférico, erótico y de distintos niveles de la realidad que caracteriza su escritura.

cold room, cooling house, the morgue
"...las paredes, todas llenas hasta el techo de sus cuadros, todas llenas también de humedad." Imagen: Pixabay.

El día que fui a su casa descubrí, definitivamente, por qué sus obras son tan desgarradoras. Cuando abrió la puerta no pude evitar dar una ojeada por todo cuanto podía. Una vez dentro vi ese librero enorme y las paredes, todas llenas hasta el techo de sus cuadros, todas llenas también de humedad. Las ventanas de la sala dejaban entrar mucha luz, pero la casa estaba lúgubre, como apagada.

Después sentí en su cuarto ese olor nauseabundo que provoca la mezcla de la nicotina y el sudor cuando se pegan a las ropas y las sábanas. Tubos de óleo y acrílico, pinceles, lienzo, desbordaban su mesa de noche y otra mesa más grande. Frente al espejo, uno de esos de tres hojas que te dejan ver de cuerpo entero por tres costados, estaba el caballete. Más allá, pegada a la pared, una cama a medio tender con sábanas muy gastadas, anunciaba el mucho sexo acontecido entre ellas.

Ya yo lo había observado todo, pero no fue hasta que desde el techo se dejó caer una arenilla, que miré hacia arriba y descubrí la madera hundida; Debe ser un gato, dijo, y siguió contándome de la operación, de cómo le habían puesto un parabán para impedirle ver, de cómo enseguida se quedó dormido, de cómo salió hablando cosas raras por la anestesia. A esa hora quien sentía cierta pesantez era yo. Desde su cama a la banqueta bajita donde me había sentado había cuatro pasos. Porque casi no podía estar de pie después de que le extirparan una hernia inguinal, debería de haberse apoyado en el caballete, pero con solo un esfuerzo ya me la habría metido en la boca delante del espejo. Tales ideas me hicieron sacudir la cabeza y volver a prestarle atención. 

La barba de tres días y el pelo saliéndole medio apenado de la cabeza rasurada acentuaron su condición de enfermo, entonces volví a mirar al techo y descubrí esa sombra rara, como si la mismísima Cleotilde, la del texto oculto de Juan Rulfo, estuviera allí. Él miró también y nos estremecimos los dos; ¿Qué coño fue eso?, gritó aguantándose la herida; Es Cleotilde, le dije, la del cuento de Rulfo, ¿a qué mujer mataste aquí? Se echó a reír y yo me reí también.

¿Tienes miedo?, preguntó; Un poco, bueno, no es miedo, es una sensación extraña, tu casa es una novela de Faulkner, un cuento de Lovecraft; A mí se me parece más a un relato de Poe, dijo; No, no, en cualquier momento va a entrar tu hermana con una merienda y al verte en ese estado te va a tirar una manzana y va a clavártela en el caparazón. Reímos y yo miré al techo nuevamente, para impedirle descubrir mi rubor.

En ese punto ya yo necesitaba acercarme más, sentir ese olor a vicio que me repele y atrae tanto a la vez. Despacio, fui a sentarme a la esquina de la cama, cogí uno de sus pies y masajeé sus dedos. Estás loca, mujer, la literatura te está enfermando. Entonces no sé cómo, pero ya saboreaba su animalejo blanco y él que no, que lo acababan de operar, que esperara por lo menos a que le quitaran los puntos, y paladeando la frase con dolor, aspiró saliva con los dientes apretados para dejar salir un puuuuuta que me haría trepidar intensamente.

Por eso levanté mi saya hasta la cintura y dando una vuelta en ciento ochenta lo dejé respirar el olor más fuerte de mi cuerpo; Tranquilo, le dije, esto es un segundo. Y entendió, porque apartó mi blúmer y, aunque con una timidez rara en él, fue probando mi ofrenda a lengüetazos cortos. Después, tras un fuerte gemido que sonó a haberse quitado un gran peso de encima, pude tragarme su alegría siniestra: cálida y corrosiva, como siempre.

Porque su nariz y su lengua acrecentaban la convulsión entre mis piernas no me levanté enseguida, pero casi a punto de estremecerme entró su novia con los antibióticos que le tocaban. Entonces alcancé el tubo con que atrancaban la puerta y se lo sorrajé en la cabeza a puro golpe. Después recogí las pastillas del suelo y las puse entre sus manos.

Ya tienes a tu Cleotilde, le susurré al oído; ¿Qué me dijiste?; y yo bajé la vista del techo y lo miré sonriendo un poco mordido el labio por la derecha; Ya sé por qué pintas esos personajes inquietantes: si vivieras en una casa con cristales serías impresionista, es como el mar, que te influye hasta hacerte saladas las palabras; Qué bien está eso, ¿lo acabas de inventar?; No, no es mío, es de Alberti; La verdad la literatura te está volviendo loca, mujer, dijo con los ojos bien abiertos. Entonces miré el reloj, debía irme antes de que su casa me convirtiera en uno de sus seres atribulados. Eran las tres. En eso entró su novia con un vaso de agua en una mano y en la otra unas pastillas.

Tomado de El constante aleteo, primera novela de la escritora cubana residente en España, Yudarkis Veloz. Disponible en Amazon.

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