Narrativa cubana | El fuego

Ana María Simo exhibe en este cuento de su primer libro, publicado en 1962, su aptitud como narradora y una inusual capacidad para construir imágenes de sentido alegórico.

| Escrituras | 04/05/2024
A Haze Descends (2022), collage de Jemima Wyman.
A Haze Descends (2022), de Jemima Wyman.

Al principio fue una chispa tratando de sobrevivir sobre un montón de hierba cortada. Creció rápidamente gracias al fuerte viento de cuaresma y a la sequía que cuarteaba la tierra. Convertido en llama, alzó su cabeza por encima de las piedras más altas. Desde allí vio el cañaveral que se extendía hasta el arroyo, la ceiba regando sus semillas en forma de pelusas blancas, y el mar de escobitas pardas barridas por el viento. De lejos parecían flotar. Su color nada tenía en común con el de las otras plantas. Quizás solo fueran pequeños animalitos alados. Deseó comprobarlo. Chisporroteando, el fuego se les acercó. Todas cayeron ennegrecidas, con sus tallos quebrados.

Sin saber por qué, una ligera inquietud lo hizo bajar su cresta rojiza a ras de tierra. Crepitaba confuso cuando unas manchas de color pasaron agitando el aire. Las manchas planearon un momento dejando ver dos alas traslúcidas con sus delicadas antenas. Se alejaban. Ansioso, el fuego se adelantó hacia ellas. Las alas se arrollaron chamuscadas; desaparecieron los colores; se desmoronaron las antenas. Asustado, retrocedió hasta una zarza, observando el montoncito negro de cenizas en que se había convertido la mariposa. También la zarza desaparecía bajo él. A su contacto, una abeja se retorció, sin poder levantar vuelo. Un caracol huyó al sentir su calor; las hojas caían; las moscas dejaban de zumbar; la yerbabuena moría calcinada.

Un vago presentimiento lo hizo detenerse. Alimentándose de sí mismo, vio como decaían sus fuerzas. Sus llamas frías fueron bajando. Con un destello agotado advirtió que necesitaba destruir para asegurarse la vida. Esta condena a perpetuo victimario le asustó hasta el punto de liquidar casi sus últimas llamas. Hubiera desaparecido allí mismo, entre las piedras, si unas últimas briznas de hierba no lo hubieran sostenido, mientras su primera reacción iba convirtiéndose en resentimiento y luego en ira.

Reanimado, saltó hasta el pie de un flamboyán azul, limpiando de hojas secas sus raíces. Intentó prenderse a ellas, pero la humedad casi lo absorbió. Desde entonces evitó cuidadosamente las cercanías del arroyo y algunas flores húmedas y pálidas que crecían en torno.

Poco tiempo le llevó acercarse al cañaveral. Aquellos tallos verde brillante, buscados por insectos y pájaros, atrajeron sus deseos de venganza. Atacó a una de ellas, que dejó escapar un zumo azucarado, de olor penetrante. Este hecho imprevisible se convirtió en un motivo de satisfacción para el fuego. Una a una, las cañas de la primera hilera fueron cayendo. Lejos, un niño corría agitando el sombrero. Ahora el fuego extendía su cuerpo gigantesco a lo ancho del cañaveral. De las barracas salieron hombres con sacos de yute y mujeres llevando cubos. Venían gesticulando.

Olvidado de su origen, el fuego se abalanzó contra ellos. Fue electrizante su primer contacto con la carne. De solo rozarla, caía en pedazos, resquebrajada, abriéndose en bolsas rojas. El agua que tiraban las mujeres se evaporó rechinando. Los sacos de yute desaparecieron entre las llamas. El fuego saltó a otra fila de cañas. Una mujer chillaba. Dos hombres cargaron a un viejo que se tapaba con los dedos el ojo izquierdo.

Los vio deliberando junto a las pesas. Sobre sus cabezas caían las cenizas negras. Preocupado en devorar unos tiernos tallos nacidos a destiempo, el fuego no meditó en el significado de las palas y guatacas que ahora traían cada uno en la mano. Lamentó que los hombres empezaran a cavar una zanja alargada bien lejos de su alcance. Prefería la lucha cercana, la oportunidad de prender el pelo color paja de alguno de los niños. Ahora las plantas eran víctimas humillantes para él. Arreció el paso, para alcanzar más pronto al grupo de hombres que cavaba sin cesar.

Ya algunos se cubrían las caras con pañuelos mojados. Un humo negro los envolvía. El fuego se acercaba a los límites del gran costurón semicircular. Un niño le arrojó una piedra polvorienta y luego escapó. Los hombres estaban parados. Uno de ellos se agachó sobre un montón de trapos y los roció. Pronto, la llama azul de la gasolina prendió en las cañas. El viento empujó el nuevo incendio en dirección contraria. Sin vacilaciones, consumió el estrecho margen de cañas junto a la zanja. Inmediatamente entró en la zona que ardía desde horas antes.

Impulsado por la avidez y la sorpresa, el fuego también se lanzó hacia adelante. Hubo una breve tregua durante la cual los dos incendios trataron de elevarse por encima del otro. Entonces chocaron. Desde el promontorio de tierra al borde de la zanja, los hombres presenciaron el fin.

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Este cuento de Ana María Simo pertenece a su primer libro, Las fábulas (1962), publicado en La Habana por Ediciones El Puente. Ana María exhibe en este relato una inusual aptitud como narradora y una capacidad para construir imágenes de sentido alegórico. La mayor parte de su obra se ha producido en el exilio y en lengua inglesa, pero la resonancia de aquellos textos iniciales, su labor en El Puente, y su talento, han hecho de ella un nombre imprescindible en la cultura cubana.

Ilustra este cuento un collage fotográfico de la artista australiana Jemima Wyman (Queensland, 1977), incluida en su exposición A Haze Descends (2022). Graduada en 2007 por el California Institute of the Arts, Wyman reside en Los Angeles y enfoca su obra en la idea de la resistencia visual, las protestas sociales y su relación con el arte.

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