Magali Alabau es Perséfone Pérez o cómo volver a Ilión
Se asiste al poema como quien asiste a una novela, a una película o, acaso, mejor, a la puesta en escena de una obra, de un monólogo dramático, monólogo con diversas escenas pero, a diferencia de otros poemarios de la autora, en un único acto. Sabemos que Alabau era (es) actriz y directora de teatro y que empezó a escribir poesía (¿o tal vez a publicarla?) a finales de los 80, cuando abandonó el escenario. Decidió, podríamos pensar, escribir ella misma sus propios guiones, crear sus propias tramas y personajes. Y, acaso, con Hemos llegado a Ilión consiguió la obra que buscaba, su obra maestra.
[...] Ilión es aquí lugar simbólico, mitológico, histórico, infierno, espacio del pasado, y es, además, La Habana de ahora mismo. Acaso, uno de los aspectos que más impresiona en este poemario es cómo conviven en él mito y cotidianidad, o, acudiendo de nuevo a Fina García Marruz, cómo convergen en él la Vía Láctea y el cacharro doméstico. Uno de los ejemplos más interesantes de esta combinatoria en el poema es el de la propia voz poética, el sujeto hablante de este texto, que se nombra a sí misma como Perséfone, el célebre personaje mitológico, hija de Zeus y Deméter raptada por Hades, que pasa parte de su vida en el inframundo, en el reino de los ínferos, y la otra en el mundo de los dioses; esa diosa a la vez tan humana y contemporánea, sujeto dividido y alienado; un personaje que encarna a la perfección cierta cualidad de la escritura de Alabau, escritura que —como ha señalado una de sus más dedicadas estudiosas, la poeta Carlota Caulfield- nos hace escuchar “una voz disidente que nunca se encuentra en el lugar adecuado”. Pero, en realidad, el nombre completo que se da esa voz poética a sí misma es el de Perséfone Pérez; es decir, no se trata del personaje mitológico tal como lo conocemos, sino que, como en una especie de oxímoron, se combinan lo divino y trascendente de ese personaje con lo común, lo corriente, lo de todos los días. Dice Cañas que este personaje es “heroína trágica, pero sin retórica grandilocuente”. Lo cierto es que la voz poética termina siendo, sí, diosa y habitante del reino mitológico, pero, es, también, una Pérez, es decir, una diosa cualquiera, una diosa más, una diosa como muchas otras. Han llamado la atención Ana María Hernández y Mabel Cuesta sobre la presencia del doble, la alteridad, la máscara, como marcas fundamentales en Alabau, marcas frecuentes, por cierto, en la escritura de aquellos que han vivido los procesos de migración y exilio; marca, sin duda, muy presente en este texto (dos cabezas; dos carteras para dividir la vida; la muerte y la vida, nombradas como dos mellizas; la vivencia de la otredad que se manifiesta en la superposiciones del pasado y el presente o en la alternancia y el uso de las personas en el texto: el yo y el nosotros, o el yo y el tú, o la primera persona mezclada con la tercera; o el significado del nombre de Perséfone, personaje dividido entre dos mundos opuestos); pero quizás una de las maneras más llamativas de esta duplicidad sea la de su manifestación en el nombre del personaje protagónico que, al mismo tiempo que contiene la idea de la división, dada por ese Perséfone, contiene también cierta idea de fusión, paradójica, en apariencia, con su opuesto, el Pérez. Personaje mitológico y trágico, entonces, y a la vez mujer común, corriente, y cubana. Perséfone Pérez, no Perséfone, es en realidad quien regresa a Ilión Cuba, una Perséfone más de las tantas que partieron de allí muchos años antes. [...] Más cerca de la mitología griega, de la fábula, de lo alucinatorio, parecen, por ejemplo, estos versos en los que se indaga por la identidad propia: “¿Quién soy? ¿De dónde vengo? Soy Ulises, Electra, / soy la luna, el triunvirato, soy Perséfone perdida, / seis meses allá en carne viva, seiscientos siglos acá / ya sin certeza”. Sin embargo, el registro realista, del realismo más elemental y cotidiano, se encuentra en estos otros, que describen, desde una mirada muy femenina, las carencias de los habitantes de Ilión Cuba: “Los rostros de los del otro mundo están ajados. / No tienen las cremas necesarias. / No tienen ese aprendiz de brujo de la vida. / Tienen esas límpidas tímidas sonrisas del suplicio”; o en esos que dicen: “La ciudad me recuerda los que faltan. / Falta el conocimiento de los nuevos, / el crecimiento de las contradicciones”. Pero, quizás, lo más frecuente, son esos momentos en los que ambos registros se mezclan, se amalgaman, dotando al poema de una dimensión sorprendente y extrañada, como ocurre en los siguientes versos, en los que el coro de la tragedia griega y el coro colectivo al que ha dado lugar el sistema sociopolítico cubano se funden y confunden, se convierten en uno y el mismo: “He llegado a Ilión. / Las cosas no han cambiado. / Hay muchos hospitales. / Todos repiten al unísono / HAY MUCHOS HOSPITALES. / Padre de Dios, ¿son tantos los enfermos?”. “Hay muchos hospitales”, repite este extraño coro griego cubano, y lo dice con mayúsculas, como para subrayar tanto la cantidad como la importancia de lo enunciado; los versos consiguen, con enorme penetración y agudeza, dejar en evidencia, en ridículo, uno de los dogmas esenciales del sistema sociopolítico de la isla, que ha otorgado un peso desmedido a la salud pública, hasta el punto de oscurecer cualquier otro derecho o demanda ciudadanos; inquietante, grotesca, es la imagen que queda de este dogma desde la perspectiva de una Perséfone Pérez. [...] Creo que este poemario de Magali Alabau demuestra que es factible no elegir entre estas dos posibilidades, o elegir, al contrario, ambas cosas. Es decir, se puede soñar y alucinar mientras el mundo fluye, oscuro, encima; sin dejar, por ello, de ver, de ver mucho, verlo todo, ver lo que ven los demás y lo que no ven, y seguir aún más allá: “Hay que ir al nacimiento de la pena, a la herida mayor hay / que curarla, hay que sobornar la sangre y entrar / en cuatro patas a las entrañas de tu propio monstruo”. Es cierto, quizás, lo han dicho los estudiosos del psicoanálisis, que a veces una mujer puede estar mejor dispuesta para asumir ese papel de, podríamos llamarlo como ellos lo llaman, atreverse a ir al encuentro con lo real, y de no retroceder ante lo que tiene delante, por duro o atroz que sea lo que ve. Magali Alabau / Perséfone Pérez sueña y alucina, pero también mira y hurga, mira y ve, con su “visión preclara y cáustica”, como muy bien la ha denominado Ana María Hernández (p. 222); y no se conforma con ver, sino que nombra, y nombra sin concesiones, allí donde otros se quedan sin palabras, o utilizan eufemismos o sucedáneos, o prefieren mirar hacia otra parte. A pesar de lo que ella diga en el poema, la máscara de Perséfone Pérez, su máscara es, en realidad, el instrumento que le permite decir su verdad, una verdad de visitante, una verdad personal y distanciada, que es, a menudo, muy cercana a la verdad. Y la dice y la asume, lo mismo al mirar hacia adentro e indagar en la identidad y en la historia subjetiva y personal (“...están tus camas, tus orgasmos / están en las paredes desplegados”; o “...está el cigarro, / las cucarachas saliendo a recibirte: / Bienvenida la artista”; o “Verían cómo la línea divisoria me ha dejado vencida. / Página en blanco, sin nombre hemos venido / a descubrirnos en los hechos diarios”; o “allí entretejida por calumnias / me fui desvaneciendo envilecida”, que cuando se acerca a la historia colectiva y política, y describe a Ilión Cuba [...]Junto a “Noche insular: jardines invisibles” (1941), de Lezama Lima; “Palabras escritas en la arena por un inocente” (1941), de Gastón Baquero; La isla en peso (1943), de Virgilio Piñera; Últimos días de una casa(1958), de Dulce María Loynaz; y a La marcha de los hurones (1960), de Isel Rivero, pienso que Hemos llegado a Ilión es uno de los grandes poemas extensos de la poesía cubana del siglo XX. Los de Rivero y Alabau son, además, me parece, dos de los grandes poemas extensos de la Revolución cubana; poemas, sin embargo, pertenecientes, como el de Piñera, a esa tradición del reverso, negativa, que muy bien ha examinado Antonio José Ponte; textos que paradójica, irónicamente, dan cuenta de ese acontecimiento histórico y de sus significaciones con mayor lucidez, eficacia y trascendencia que esos textos luminosos en su apariencia y en su mayoría perecederos que han pretendido enaltecerla y glorificarla, y que tanto se han ensayado en la Cuba de este larguísimo medio siglo. La marcha... estaría, así, al principio de todo, como anticipo, en los muy tempranos 60, de lo que iba a suceder, como bien ha visto Vicente Echerri; sería el aviso para caminantes incautos o extraviados de aquello en lo que podrían convertirse la isla y la Revolución; poema, entonces, de antes de Troya y de Ilión, pero que ya la presagia; poema, en que, a pesar de todo, todavía L y 23 podía llamarse L y 23. Hemos llegado a Ilión se colocaría, a su vez, al final de este largo ciclo, un final lógico y cronológico (da igual que se haya escrito en los 90 y no más tarde); y supondría la constatación, treinta años después, de aquello en lo que isla y Revolución se convirtieron, y mostrará y nombrará lo que el desterrado (¿ex-xiliado, regresante, visitante?) encontrará a su vuelta: no sólo las ruinas allí esperándolo, o que más bien han dejado de esperarlo, sino también el radical extrañamiento [...] Dos momentos, entonces, fundamentales, que marcan dos mujeres, representadas por dos figuras de la mitología, la Casandra que anuncia y profetiza en La marcha..., sin ser creída, y la Perséfone Pérez que vuelve, mira, constata, verifica, en Hemos llegado a Ilión. [...]
Si al intentar volver al paraíso, Fina García Marruz decía “siempre”, “como quien dice adiós”, al regresar al infierno, a su infierno, Magali Alabau o Perséfone Pérez, parece decir “nunca”, pero lo hace mientras escribe: “allí nos dirigimos, me dirijo”. Entremos, pues, con ellas, en Ilión y sigamos sus pasos, su recorrido. No saldremos indemnes de este viaje; tal vez, incluso, demoremos en salir, y nos quedemos, como Perséfone Pérez, una larga temporada en este infierno, repitiendo su espléndido monólogo; convertidos, también nosotros, en parte de un coro, un coro diferente, un coro de lectores o espectadores atrapados entre sus palabras, que viven, sueñan, alucinan, pesadillean con ella los episodios de su vida y los de Ilión, mientras su ojo nos obliga a ver, a ver, a ver.
(Del prólogo a la segunda edición de Hemos llegado a Ilión, Ed. Betania, Madrid, 2013)
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