Mudanzas

"Cada traslado es un desarraigo. Soy el apátrida. Escribo tirado en el colchón sin sábanas, todas están en los bultos".

| Escrituras | 26/05/2022
Dibujo de Yanier H. Palao (detalle)

Me estoy mudando, ya no es como al principio, me acostumbro a estar de paso. No me quedaré por mucho tiempo. Recojo lo necesario. Me gusta acumular cosas para, llegado el momento de la partida, lanzarlas a la basura. Me gusta botar en ese instante de desplazamiento. Me es fácil desprenderme de objetos que pensé quería mucho: libros, adornos, camisas. Con el tiempo me percato que puedo desprenderme de muchas cosas. Igual bloqueo, borro contactos, puedo no volver a escribirle nunca más a esa persona querida. A veces ni siquiera digo adiós. No soy rápido para recoger, me tomo mi tiempo, me demoro, como cuando trato de alargar la llegada del orgasmo, quiero seguir, no quiero llegar, no quiero que se concluya. Unos minutos más serían la victoria. Sé que después del semen llegará la normalidad. Recojo mis pertenencias con solemnidad, no es dolor, disfruto irme. Pero es eso, irme. No me están botando, vivo el proceso.

Por las calles se escuchan los compradores: “se compran electrodomésticos usados, cacharros, ropas viejas, libros, computadoras rotas, refrigeradoras en desuso”. Por los barrios en los que he vivido siempre se escuchan estos pregones. Ellos nos demuestran que se puede alargar la llegada del fin.

Al estar mis pertenencias empacadas y firme el contrato en el otro arriendo, escucho por última vez la música súper dulzona de los vecinos de al lado. Escribo como si la escritura fuera testigo de algo. Leo los textos que he escrito antes de salir de Cuba, los que he escrito fuera de Cuba, no ha cambiado mucho la historia. Solo es mi cuerpo el que ha emigrado, el lenguaje sigue siendo el mismo.

Imagen: Yanier H. Palao.

Hoy es un día luminoso, el sol de Quito es sinuoso, el azul del cielo es intenso. Al caminar bajo ese sol no sientes que te quema, en realidad no hay calor, tampoco sudas. Pero transcurridas tres horas, cuando miras la piel, la zona que estuvo al descubierto está totalmente roja, con ampollas. Te percatas que aunque el sol parezca tibio, inofensivo, es fuerte. Es la misma relación que veo en algunas personas; por ejemplo la señora de la esquina, vende papas, al llegar a su puesto me dice “mihijitooo”, me saluda súper cariñosa, me habla sin mirarme a la cara, está ocupada en sus quehaceres, o esconde algo. Parece súper amigable como el sol tibio de los Andes. Este sol es el vivo ejemplo de los sinuosos que pueden ser todos aquí. La señora vendedora me dice “mihiji”, pero estoy seguro no le gustaría tener un hijo como yo, y ella sabe por la forma en que la miro que tampoco me agradaría una madre como ella. Las relaciones aquí son como las cortinas de encajes, dejan pasar la luz, el calor, pero moderado, el tono bajo, el volumen, la intensidad.

Me estoy mudando del lugar donde llegué con emoción. Los comienzos siempre están cargados de emociones, no es alegría exactamente. Me voy de la habitación donde podía sentir las palomas caminar por arriba del techo, me voy del cuarto donde tengo dos ventas, por donde podía mirar las torres de la basílica en donde le prohibieron tomarse fotos a dos travestis. Me voy a pesar de tener por un lado la vista del barrio de la Forestal y la Ferroviaria.

Separo la ropa adecuada para el cambio, para cargar con mis cosas. Si fuera tan fácil hacerlo como decirlo: cargar con mis cosas. Si tuviera suficiente dinero contratara a unas de esas agencias de mudanzas, de esas que te llevan y te acomodan el espacio y tú solo tienes que ir a habitarlo cuando ya todo está acomodado. Al recoger las pertenencias te percatas de todo lo que atesoras. Ya es de día, retiro los focos. Cada traslado es un desarraigo. Soy el apátrida. Escribo tirado en el colchón sin sábanas, todas están en los bultos. Espero la camioneta que me llevará al nuevo sitio. No conozco al señor que contraté para que me hiciera el traslado. Por lo que leo en sus mensajes es un hombre de pocas palabras, contesta con monosílabos. Ningún amigo me ha ayudado en todo este tiempo de mudanzas, tampoco pido ayuda: tengo que poder con mis pertenencias. Veo cargar con mis libros y mi ropa al hombre extraño, es una sensación rara. Escribo cada instante, la escritura es más de fiar que el sentimiento, la escritura es el rastro, la huella; mientras lo que siento es demasiado vivencial, tiende a mezclarse con múltiples situaciones. Tengo muchas bolsas con materiales para hacer mi trabajo, telas, alambres, tintes, basura para muchos. Esas bolsas ocupan más del 50 por ciento de la mudanza. Cargo con cosas que deberían estar en desuso. Pero algo me dice que siga con ellas. Debo aferrarme, sujetarme a lo que se puede tocar, a lo palpable. Afuera hay demasiada gente hipócrita que dice aferrarse a las ideas, a lo espiritual. Cada vez que dejo un espacio en el que he vivido sucede un desplome, son heridas internas, tengo hemorragias que puedo controlar.

El cuenco con motivos árabes que me regaló la muchacha que usaba corbatas se me rompió en una de mis primeras mudanzas. La estatuilla de José Martí que me obsequió Rubén la vendí por falta de dinero para comer. Las cosas y las personas entran y salen. La permanencia de ellas, su fijeza, es lo menos importante. Aún está la mancha de esa sustancia tóxica en la camisa, no se atenúa el color naranja chillón. La química me dice algo: lo tóxico perdura. Si sigo lavando esa área es muy probable que se le haga un hueco al tejido.

Las gavetas de mi nueva casa no abren bien. Los cajones se traban como a veces me trabo yo al hablar, no fluyen las palabras, la fricción entre las maderas no es cómoda. Tengo un espejo grande en una de las puertas del escaparate. Me veo desnudo, mi cuerpo engorda, no me agrada lo que observo de mí.

Me gusta el silencio de este barrio, escribo y solo escucho mis dedos apretar el teclado del ordenador. Me burlo de mi barriga, de mis tetillas caídas, de mi cuerpo deforme. No voy a gimnasio, no tengo un cuerpo femenino, pero tampoco masculino. Solo soy un cuerpo.

La primera noche del traslado a la nueva casa no duermo bien. Miro por donde entra la luz, el aire. El espacio se acostumbra a ti, y tú también te acostumbras a él. En todo este tiempo he podido comprarme una mesa plegable, ya no escribo en la cama encima de una tabla. Las mudanzas tienen algo del juego de poder, el espacio arquitectónico te obliga a acomodarte en él. No hay diálogo posible con una pared, o una columna, o un desnivel, te tienes que adaptar, no hay opción a no ser que quieras modificar el espacio, cosa que ocurre en raras ocasiones. Me gusta cómo puedo ser tan diferente en otra habitación siendo el mismo individuo.

En mi nueva casa tengo dos ambientes que están divididos por una pared con puerta y ventas internas de cristales. Mientras escribo en lo que vendría a ser la sala, veo la cama, donde podré dormir por unas pocas horas. Siempre quise esta división, sentir que si estoy aquí es porque se está trabajando, en la cama solo descansar y tener sexo.

Qué te define ser de un lugar, si esa casa en la que vives te pertenece. La ley en algunos países nos brindan una pista: si habitas un inmueble abandonado por un tiempo la casa puede pasar a tu propiedad aun no siendo tú el propietario legítimo. La convivencia y el tiempo de permanencia en el sitio son las credenciales. Hacer que un espacio interno sea habitable tiene algo de cámara, de útero, de refugio. En esta ciudad paso mucho tiempo dentro de casa, por esta etapa del año llueve mucho, y hace frío. Empiezo a encontrarle encanto a lo que nunca tuvo importancia en mi vida.

Dibujo de Yanier H. Palao.

Toda mudanza es contrabando, cruce de fronteras, flujo, reflujo, pliegue que se desliza alisándose, adaptación más que transformación. Salgo por el barrio por primera vez. Los vecinos saben que soy nuevo por aquí, que soy extranjero, que vivo en el apartamento que tiene las ventanas hacia la calle. Pagar por un lugar donde tienes baño propio, una pequeña área de cocina, y llaves para entrar y salir. Vivir solo aquí suena perverso. Porque este sujeto no tiene pareja, o amigos para compartir piso. La decisión de la independencia no se ve como sinónimo de libertad, se toma como de resignación: este sujeto debe tener malas energías, nadie quiere compartir vida con él.

Ningún arriendo será el ideal, ya siento la música de mis nuevos vecinos, el llanto de los niños, el grito de los albañiles, el ruido de los buses subiendo la cuesta. Me he acostumbrado a los susurros más que a las voces. Contrario a lo que todos piensan no creo en las voces, y mucho menos si suenan muy seguras, enérgicas, si no titubean. Ninguna voz nos muestra; más bien esconde, la voz es disfraz. En cambio el susurro es sincero, ese tono tímido, bajo, que no quiere que nadie más se entere, a no ser el que tienes de frente, ese tono a veces indescifrable, sin proyección. Palabras pronunciadas entre dientes, es en ese aspecto que me centro. Cuando algo trata de explicarse deja de ser genuino, se convierte, en pedagógico. La voz por muy clara que se escuche no deja de ser un elemento más del vestuario.

Cambiarse de casa es como cambiar de amante, es otro cuerpo, y aunque el actual está mucho mejor estructurado, que el anterior, tú te habías acostumbrado al cuerpo deforme, gordo, con várices y celulitis. Te habías acostumbrado a sus manías, a los temas recurrentes de conversación. Una casa es lo mismo, he tenido tantas casas, me he acostumbrado, para luego desacostumbrarme. Siempre ocupo los laterales con los bultos que se mantienen en grandes fundas negras de basura. Soy de dejar un pasillo libre en el que pueda pasar rápido, que nada me estorbe.

Con los cambios de casas me encuentro nuevas personas, nuevas rutas de buses, debo aprender nuevos puntos de referencias para dar la dirección a algún amigo.

En la antigua casa el inodoro no funcionaba el descargue y tenía que utilizar un jarro de metal para echar agua. Me gustaba esa operación, ver como mis heces se iban de a poco produciendo un sonido hueco. La casa era vieja, su sistema hidráulico estaba conformado por tubos de hierro, las paredes se humedecían al pasar el agua por dentro de ellos.

Te pasas dos o tres días acomodando las cosas pero el diario vivir es el que te impone el lugar de los objetos, la distribución de ellos. El interior de una casa es como la distribución urbana de una ciudad, los parques serían las salas, con bancas para el descanso. Los bosques y áreas verdes serían los jardines domésticos, lugares para caminar por debajo de los árboles y sentir de cerca la naturaleza. Hay casas que su distribución interna es cuadriculada, como el mismo trazado de algunas ciudades. También las hay que su interior es caótico, llenas de mesas, jarrones, cortinas con vuelos, cojines rematados con flecos, flores en cualquier esquina, paredes completas rellenas de cuadros, lámparas, aparadores, revistas, libros, estantes y anaqueles. Estas casas me recuerdan el trazado urbano de las antiguas ciudades medievales con aquellas calles azarosas terminando en curvas sin salidas, estrechas. Caminar por el interior de esas casas es toda una maniobra.

Las personas que han vivido mucho tiempo en una sola casa atesoran mucho. Algunas de ellas son estables, quizás por eso de no haber vivido adaptándose continuamente a un espacio. Estas casas se convierten en museos, templos en que la distribución interna es casi invariable.

Existen personas igual a mi padre; al hacer un repaso de sus casas, de su vida, el viaje parece ir hacia la tumba aún cuando falta mucho para su muerte. Desde el divorcio, sus viviendas han sido cada vez más reducidas, él ha ido achicando el espacio de su existencia. Parece que no necesita el desplazamiento interno, una mínima ventana en el área del baño le es suficiente para poder ver el exterior cuando esté lavando su cuerpo. Ha vendido muchas de sus pertenencias: el taller para el arreglo de equipos electrodomésticos, sus herramientas, las piezas. Ese lugar me fascinaba de niño, no porque me interesara la electricidad, ni su uso doméstico, sino para desbaratar los transistores, bobinas y descubrir el alambre que las conformaban. Yo desde pequeño destruía las piezas de los televisores que mi padre adquiría para el arreglo de otros equipos. Yo destruía las piezas que le daban de comer a la familia solo por el placer de ver el hilo de alambre brillante entre mis manos. Debilitaba la rudeza viril de mi padre al robarme de su taller aquellas piezas y convertirlas en collares, aretes, adornos para una pared.

No he cambiado nada. He tenido muchas casas, muchos lugares en los que he vivido, pero aún sigo siendo el que destruye, para con esos pedazos rotos poder armar algo que se parezca a mí y pueda vender en unas monedas.

▶ Vuela con nosotras

Nuestro proyecto, incluyendo el Observatorio de Género de Alas Tensas (OGAT), y contenidos como este, son el resultado del esfuerzo de muchas personas. Trabajamos de manera independiente en la búsqueda de la verdad, por la igualdad y la justicia social, por la denuncia y la prevención contra toda forma de violencia de género y otras opresiones. Todos nuestros contenidos son de acceso libre y gratuito en Internet. Necesitamos apoyo para poder continuar. Ayúdanos a mantener el vuelo, colabora con una pequeña donación haciendo clic aquí.

(Para cualquier propuesta, sugerencia u otro tipo de colaboración, escríbenos a: contacto@alastensas.com)