Narrativa ⎸Lecturas para la niña descalza que crece en mi vientre 

"A estas mujeres hay que conocerlas a través de una gruta, de una visita guiada hasta sus almas, esas que no reposan para que las mujeres que como tú vienen en camino puedan, desde los vientres de sus madres, saber un poco de eso que a ellas les hizo mirar el abismo y desearlo con intensidad."

foto de zapato tirado sobre roca frente al mar
Foto: Yudarkis Veloz Sarduy

No debería empezar por Alfonsina, pero acaso, el zapatico de la Storni encontrado al borde del rompeolas se me antoja una imagen tierna, casi infantil. Alfonsina al borde del espigón, el corazón de Alfonsina latiendo mientras se precipita, el cuerpo-pez de Alfonsina impecablemente vestida, atravesando las aguas de La Perla.  

No debería empezar por Alfonsina y, sin embargo, acabo de hacerlo. Una mujer se prepara en mi vientre para nacer: ¿cómo amamantarla en este siglo, hacerla fuerte, independiente, sensible, intuitiva, decidida, compasiva? Es un tesoro y al mismo tiempo es el vértigo entre las manos: una mujer siempre es un abismo entre las manos.

Cuando mi padre me cargaba de niña recuerda que, frecuentemente, se me caía uno de los zapaticos, y curiosamente, era siempre uno solo. Siendo adulta, mi novio se ríe porque cuando amanece, conservo sólo una de las dos medias que me puse antes de dormir.  Y es que una mujer es un espíritu elevado que casi nunca tiene los pies en la tierra, puede perderlo todo con frecuencia, la cabeza y, sobretodo, extraviar un zapato de mil maneras.

Cuando huye de una fiesta porque su máscara de princesa desaparecerá para dar lugar a su verdadera condición de criada, en una carrera tras el ómnibus, en una noche de bar, mientras pasea con sus hijos en el parque, mientras prepara a ritmo trepidante el desayuno, mientras camina por un alero, mientras arrastran su cuerpo violado por el bosque. O puede perderlo como lo perdió Alfonsina, cuando se lanzaba del rompeolas un zapato se le enganchó en los hierros y ahí quedó. Las mujeres elevadas corren el riesgo de perder la cabeza y extraviar los zapatos ante un incidente común, intrascendente, provocado casi siempre por el suceso más accidentado de todos: la vida.   

No debería empezar por Alfonsina, pero ya lo hice. Ahora te leeré en voz alta los versos que hace un rato leyeron mis ojos. Para que tú también los oigas, Y luego leeré a Virginia Woolf, a Sor Juana Inés de la Cruz, a Alejandra Pizarnik, a Sarah Kane. Te mostraré el testimonio de las suicidas, de las desequilibradas, de las febriles, de las iluminadas, de las que se abrieron el pecho. Porque debes saber cuál es el umbral y cuál el fondo. Debes saber de matices, de contrastes. Debes saber de vacíos y de la nada. Debes saber de lo alto, porque ya lo chato, lo simple, lo vago, estará en cada minuto y en cada rincón.

Pero esto otro, esto de lo que habla Alfonsina, no se encuentra así como así. A estas mujeres hay que conocerlas a través de una gruta, de una visita guiada hasta sus almas, esas que no reposan para que las mujeres que como tú vienen en camino puedan, desde los vientres de sus madres, saber un poco de eso que a ellas les hizo mirar el abismo y desearlo con intensidad.

Es raro, lo sé. Pero hoy, en esta mañana de domingo, tu madre te leerá los versos de Alfonsina, para que nunca, hija, nunca, pierdas un zapato. 

Este texto pertenece al cuaderno inédito: «Estacionarias (Registro emocional de una mujer grávida)», de Ámbar Carralero Díaz. Fue escrito durante su embarazo.

 

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