Narrativa cubana│Lucía  

“¿Qué más te dijo la muerte ese día?”, quiero que recuerde y estoy segura que prefiere meter la cabeza en la espuma que sale de tanto frotar, ahogarse en el detergente o ahogar mi curiosidad, con tal de no seguir recordando. 

| Escrituras | 19/09/2024
detalle de fotografía de Yuri Obregón.
Detalle de fotografía de Yuri Obregón.

“Me lo llevo”, me cuenta mi madre que le dijo la muerte. Me contó esa tarde y aún estaba segura que no se trataba de ninguno de sus hermanos si no de su padre, mi abuelo.  

“Quise suplicarle, pero se me secó la garganta. Quería discutírselo. Enfrentármele”, mi madre se reprocha su miedo como si a la muerte fuera posible arrancarle algo. 

“Al día siguiente lo internaron en el hospital. Entró por el pasillo de emergencia” y mi madre recuerda los gritos de “No me dejes morir”. Después le llegó la noticia. 

“A lo mejor si le hubieses llenado los bolsillos de monedas lo hubieses salvado” y mi madre me mira con extrañeza. “¿Qué sabes tú de eso? ¿Quién te dijo eso?”, me pregunta y no tengo respuesta porque nadie me lo enseñó, nadie me dijo qué se debía hacer en caso de muerte. Simplemente lo sé. 

“Nosotros no volábamos porque las monedas le pesaban en los bolsillos”, le digo a mi madre, y ella niega que yo pueda tener ese recuerdo. 

“Que sí, que sí. Corríamos de un lugar a otro. No sé a dónde íbamos, pero yo sé que era él, mi abuelo” y aun puedo olerlo, sentir el calor de su cuello. Si cierro los ojos puedo verle un tejido de venas azules y rosadas en el cachete. El bigote pelirrojo me pincha. Me río. No sé de qué. Y miro abajo y me veo en los pies unas sandalias rosas, unos calcetines con encajes balanceándose en el aire. Ahora dudo. Puede que voláramos. 

Mi madre echa una carcajada y me regresa a la cocina de su casa donde llevamos hablando par de horas. Ella ha olvidado muchas cosas, permitió que la muerte también se llevara los recuerdos. 

“Heredaste algo de su locura. Cuando naciste se obsesionó contigo” y comienza a fregar platos y vasos como si en ello le fuera la vida. 

“¿Qué más te dijo la muerte ese día?”, quiero que recuerde y estoy segura que prefiere meter la cabeza en la espuma que sale de tanto frotar, ahogarse en el detergente o ahogar mi curiosidad con tal de no seguir recordando. 

Entonces, a un pestañeo ya no estamos en el mismo lugar. Cruzamos un puente. Bajo nuestros pies corre un río. Escucho el agua y mi madre entra en pánico. 

“Está aquí. Lo siento. Mi papá está aquí con nosotras. Me está agarrando la mano” y yo aprovecho, le agarro la otra y no dejo que mire atrás. La obligo a que sigamos nuestro camino los tres: mi madre, mi abuelo y yo. 

Llegamos a una puerta y nos abre una mujer blanca, alta, muy alta. Se inclina sobre mi mamá. La besa. La eleva a la altura de sus pechos: “Lucía ¿qué haces aquí sola?” y mira a un lado y a otro. No me ve. Mi madre ahora es una niña con flequillo y pelo largo, negro y lacio. Y siento su rostro caliente como si fuera el mío. 

En la sala de esa casa el estruendo de los tambores me atraviesa. Lo veo todo desde los brazos de esa mujer blanca que no reconozco, pero la siento recorrer mis venas. Por momentos aprieto mi cara contra su cuello. Huele a dulce de guayaba. Temo mirar. Hay un hombre blanco con bigotes pelirrojos en medio de la sala, delante de los tambores, bailando con cuchillos. Se me acerca. Me mira a los ojos. Parece que me reconoce y grita. 

“Ay carajo”, oigo a mi madre. Se aguanta la mano y voy a socorrerla. Sangra mucho. 

“¿Pero cómo te hiciste eso?”, le pregunto y ella maldice los cuchillos.

“Mierda. Con tanta espuma no vi la punta del cuchillo y me la clavé sin querer”. Empezamos a manchar los trapos de la cocina porque no hay manera de contener tanta sangre. 

“Levanta la mano”, le ordeno y milagrosamente me obedece. Me saco una moneda del bolsillo y la aprieto contra la herida. Se contiene la sangre. Mi madre me mira a los ojos seguro preguntándose por qué llevo tantas monedas en el bolsillo, pero no aparta la mirada, se hiela. Me busca en la niña de mis ojos y encuentra la muerte.

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