Narrativa cubana │ Mariela Varona: “Teoría del cuarto oscuro”
Combinando el realismo más descarnado con el humor y lo fantástico, los cuentos de Mariela Varona se distinguen por su aguda mirada a la marginalidad en Cuba.

I
Dura, inquietante y casi niña. Es mi primera impresión de Jelena la tarde-noche que entró en nuestras vidas. Atendí la puerta pensando quién mierda vendrá a molestar ahora y me encontré con ella parada ahí bajo la lluvia. Jelena levantó la cabeza para preguntarme: ¿usted es Verónica? La puerta abierta lanzaba sobre ella el chorro de luz que la situaba en el centro de un escenario improvisado sobre la penumbra de la acera. Luz de teatro para la aparición de un protagónico en ropa oscura y apretada, con remaches y cuentas metálicas, crucifijos, anillos, piercings, argollas, y el gesto altivo al levantar la cabeza, echando el pelo hacia el costado, que no tuvo la gracia de las muchachas comunes.
Era un gesto viril o demasiado torpe. Qué mezcla extraña de virgen cazadora, aprendiz de tuerca o rockera en ciernes. No podía distinguir los matices a causa del agua que empapaba sus ropas y corría por la cara y el pelo. Los ojos, de un verde harto conocido, anticiparon lo que sonaba en mi mente antes de que ella explicara: soy la hija de Liliana.
Una declaración lanzada como ofensa; o más bien como test, para medir el impacto que me hizo vacilar, demorar la respuesta de sorpresa convencional, la invitación a pasar, trémula como quien manda entrar a un asesino. Estoy segura de que algún tic del rostro me delató ante ella. Me hizo perder el aplomo, esa compostura que conservo ante los desconocidos. Soy tan japonesa para los detalles de la intimidad: cada expresión de sentimiento que ofrezco a los demás está cuidadosamente calculada.
La hice sacudirse las botas en la alfombra argelina y me apresuré a buscar una toalla, mientras gritaba con la alegría más falsa de mi vida: Reinaldo, ven a ver quién está aquí. Le di la espalda con terror. La conciencia de ser observada, medida, evaluada por ella, me hizo sentir fea e infeliz. Oí a Reinaldo levantarse de la tumbona del segundo cuarto y salir arrastrando las chancletas. Su voz muerta de aburrimiento: ¿quién está aquí?
Una muchacha nueva. Una muchacha hermosa y mojada como un ídolo exótico en ropas de combate, en el centro de nuestra sala. Reinaldo parpadeó, lo vi sonreír pero supe que se avergonzaba de su sombra de barba y de aquel short que descubría la pequeña gordura del vientre.
Lo miré con los ojos de Jelena y vi a un viejo (para una chica de diecisiete un tipo de cuarenta y dos lo es), alto y lampiño, con el pelo canoso atado en una cola de caballo, un lápiz en la oreja y short manchado con rastros de pintura (mi pintura). Lo volví a mirar con los ojos de Liliana, y recordé en él a un muchacho alto y rapado con una increíble sonrisa, un mochilón cargado de libros a la espalda y esa pelvis lanzada hacia delante que siempre sugería el sexo inminente.
De cualquier manera lo encontré adorable, pero eran dos miradas con veinte años de diferencia y toda una historia que se diluía en mis manos mientras hacía tímidos intentos de ayudar a Jelena a secarse un poco los cabellos, la acomodaba en el sofá (la maldita ropa mojada me iba a arruinar la limpieza), le ofrecía té o café, vigilaba los ojos de Reinaldo que se asombraba del encuentro, caramba la hija de Liliana, supimos lo de ella y no lo podíamos creer, cómo está tu hermano, ah se llama Pavel, claro la obsesión de Liliana por los nombres rusos, todavía viven allá o se mudaron para acá, ah, con tu abuela, claro para cuidarla, y cuéntanos cómo diste con nosotros… Tan correcto y casi tan japonés como yo, pero a los hombres siempre se les nota ese brillo distinto cuando miran a una muchacha nueva y hermosa, la sonrisa todavía increíble de Reinaldo acariciaba cada trozo de piel de la virgen rockera que no parecía muy locuaz.
—Encontré las cartas de ustedes entre los papeles de mi madre.
Las cartas. Martillo en mi cerebro. Imposible. ¿Liliana no destruyó las cartas? Ese tipo de cartas no se guarda. ¿Cuántas cartas? Sobre todo, ¿cuáles cartas? ¿Las primeras, cuando no podíamos resignarnos a su pérdida, cuando creíamos que valía la pena convencerla de volver? ¿O las últimas, cuando ya sabíamos que vivía con un tipo, que había parido mellizos, que había echado a la mierda el título de licenciatura y trabajaba de mesera en una cafetería?
Por la actitud de Jelena era imposible descubrir cuánto sabía. Se comportaba con el pudor de quien no está muy seguro del terreno que pisa, pero esa altivez, esa seriedad, no eran propias de una adolescente que viene a conocer a dos antiguos amigos de su madre. Reinaldo había vuelto a parpadear cuando ella mencionó las cartas, pero se rehizo rápidamente y la abrumó con preguntas corteses y explicaciones sobre los óleos míos que cuelgan en la sala. Sé que en aquel momento Reinaldo lamentaba no tener nada para ofrecer a Jelena que no fuese su auténtico savoir faire, lloraba de verse un cuarentón pobre, sin auto, sin DVD, sin aire acondicionado. Por más intelectual que sea no es invulnerable a códigos comunes a todos los cuarentones cuando se extasían con una muchacha.
Yo estaba asombrosamente fría. Me puse a preparar la cafetera mientras oía la conversación de la sala. Informaciones útiles: Jelena estudia Teatro en Instructores de Arte y sueña con actuar en la televisión; Pavel entró en los cursos nocturnos que abrieron para los desocupados y está tratando de armar un grupo de rock alternativo. Queda explicada la vestimenta de Jelena, aunque no del todo: lo de ella parece un estilo más duro y radical, tengo entendido que el rock alternativo es el retorno a la onda suave de los 70. A fin de cuentas, qué importaba. Era mejor escuchar las inflexiones de la voz de Jelena.
Cómo oírla hablar con aquella ronquera crónica de Liliana y no acordarme de la Verónica de veinte que yo era en esos tiempos de perestroika y botellas de aguardiente toda la madrugada, y danzas y cantaletas en los parques, y despertares con olor a Liliana y a Reinaldo, los tres revueltos, inmensamente sabios y felices, convencidos de que era el resto del mundo el que estaba equivocado.
Sirvo el café y yo también empiezo a parlotear. Jelena sentada (displicente, suspicaz, desdeñosa) contemplando el show de los dos cuarentones simpáticos, avant-garde, los que usan el conocimiento para convencer a los jóvenes de que están contentos de no ser ya tan jóvenes, pura mierda, mentira que termina cuando los jóvenes se van y se tiene la conciencia del ridículo. Son ellos los dueños de todo pero tú sigues fingiendo no darte cuenta: ya ninguna de tus gracias cae en gracia.
Jelena impenetrable. Una medio sonrisa y sus muslos restallantes sobre el damasco raído del mueble. Ni rastro de aquel desparpajo de Liliana que se sentaba con las piernas abiertas aunque vistiera faldas y su interlocutor estuviera de frente, o la risa ronca y procaz que mantenía en erección a Reinaldo todo el tiempo. Pero demasiado encanto en su actitud, los ojos claros sombreados por cejas y pestañas oscuras iguales a las de Liliana, el color rosado claro de sus encías.
Tuve mucho miedo. Comprendí que su presencia en esta casa estaba removiendo todas las corrientes y las cartas astrales, los agüeros, las profecías, los planes a corto y largo plazo; todo un sistema que habíamos logrado construir Reinaldo y yo para defendernos del mundo de afuera.
Comprendí que no importaba cuáles cartas había leído: Jelena sabía que en nuestra relación con su madre había algo inaprensible para los demás, algo raro y confuso. Y por eso estaba ahí, fingiéndose virgen, tuerca o roquera, o las tres cosas a la vez, dispuesta a bailarnos el agua, a darnos la vuelta, a desafiarnos incluso. Supe que no se iría a vivir su vida hasta que no lo descubriera todo.
II
Aquella teoría del cuarto oscuro, donde se podía demostrar que el cuerpo reaccionaba a las caricias de cualquiera, hombre o mujer, porque todo dependía del rostro que imagina el cerebro detrás de esas manos o esa lengua. Reinaldo explicando la teoría a dos muchachas que reían y gritaban y tomaban un trago y otro de la botella de aguardiente, y se enteraban de que el cuerpo no tenía ninguna conciencia de su sexo (de su género), pues cuando el cerebro no podía hacerse un schedule del partenaire, asumía automáticamente el género que más deseaba, el de la urgencia más íntima, y se iban al diablo las clasificaciones: tú homosexual, aquel bisexual, yo heterosexual, pues nada estaba escrito ni etiquetado en la historia sensual de nuestros cuerpos, y ya lo decía el viejo Freud y etcétera, etcétera.
Casi nadie imagina lo incómodo que es tener en la cama a una muchacha hermosa cuando una tiene tanto orgullo. Además de las malditas comparaciones: Jelena es preciosa pero de una manera demasiado diferente a su madre, y las pocas semejanzas me hacen sentir peor. Finjo orgasmos para complacerla, dejo que se imagine enamorada de nosotros y sonrío como un ángel cuando la acaricio, pero mi pose maternal es una falacia; a veces siento por ella un odio total y vengativo, quisiera que fuese su madre y no ella la que se revuelca conmigo y con Reinaldo. Maldita sea, ¿quiero que vuelva Liliana o volver a tener veinte años? Ni siquiera tengo muy claro ese asunto.
A falta de cuarto oscuro, aquella vez acudimos a lo más simple, un pañuelo atado sobre los ojos, de forma que no penetrara nada de luz. Dejarse desnudar e inmovilizar en una silla fue cuestión de juego para Liliana. No paraba de reírse debajo del pañuelo, y su pretexto eran las cosquillas, aunque sé que era el aguardiente y la certeza de que después, todo cambiaría entre nosotros. Saber determinados secretos trastorna cualquier relación. Al menos yo sentía terror. En mi universo erótico lleno de hombres irrumpía el cuerpo desnudo de Liliana como una bofetada. Nos alternamos para acariciarla tratando de no emitir ningún sonido, con la pretensión de que no supiera quién era quién con cada contacto. Pero Reinaldo se había excitado enseguida, y no pudo evitar cierto jadeo. Mi dedo rozó la punta de su seno y lo sentí temblar y levantarse como animal asustado. Reinaldo me hizo señas de que le tocara la entrepierna, y el instante en que descubrí la humedad que habíamos desatado (¿cuál de los dos?) en Liliana fue un choque casi eléctrico. Nunca llegó mi turno de probar la teoría del cuarto oscuro. Después de esa primera parte ninguno pudo contenerse.
Me gustan los pechos puntiagudos y de areolas sobresalientes como chupetes de niño, pero donde el pezón no se destaque hasta que sea frotado, lamido o chupado. Los pechos de Jelena son pequeños y redondos como almohaditas, y sus pezones rojísimos permanecen levantados todo el tiempo. Aunque el vello púbico sea cobrizo como el de Liliana, ella se rasura y deja un mechón solitario en la parte alta, que solo sirve para jugar. Pero es abajo donde está la mayor diferencia. Yo adoré la vulva generosa de Liliana, con su frondosidad y sus recovecos, pero la de esta adolescente es tan aséptica y perfecta que ni huele a algas marinas.
Como siempre, fue Reinaldo quien maniobró como zorro viejo que es hasta meterla en nuestra cama. La teoría del cuarto oscuro nos mantuvo conversando una tarde entera. El recuerdo de Liliana en mi cabeza, aunque nos cuidamos mucho de mencionar su nombre. Dos noches después Jelena apareció con una botella de ron “que le habían regalado”. Cuando acabamos esa hubo dos botellas más, así que fue natural que Reinaldo empezara a tocarla y que ella riera cuando él la besó para buscar mi mirada de cómplice. Sin embargo fue Jelena la que se abalanzó sobre mí cuando Reinaldo me empujó hacia la cama. ¿Quería demostrar que estaba de vuelta, que se las sabía todas, que era una tipa dura?
Reinaldo la dejó desvestirme y yo observaba la aplicación con que se puso a lamer mis senos. Como las muñecas de las sex-shops, había compuesto una expresión de placer estática y parecía darle igual que eyacularan en su boca o que le hicieran cunnilingus. Demostró avidez, y una necesidad de afecto tan desmedida, que inmediatamente la taché de falsa. Yo no podía evitar mirarme de reojo: mi cuerpo ahora me avergüenza. Ya Reinaldo no se revolcaba con dos muchachas, Verónica y Liliana, sino con una muchacha y una señora madura. Qué diferencia cuando le toca a una hacer de señora madura. Él solo tenía que cuidar, tanto ahora como veinte años atrás, que su erección alcanzara para dos.
Y yo harta de todo. Cansada de sentirme vieja sin serlo aún, harta de mí misma y avergonzada de mis carnes casi flácidas y enrojecimientos y rugosidades que solo tomo en cuenta hoy que tengo el cuerpo de la otra al lado para comparar.
III
Me he levantado muy despacio de la cama y estoy sentada en la banqueta de la cómoda, mirándolos dormir. El reloj tiene las tres y veinte de la madrugada. La luz de la lámpara de noche sigue encendida y por eso veo los cuerpos teñidos de rosa. Él duerme de costado en la parte izquierda de la cama y ella, en el centro, se ha volteado para abrazarle la espalda, mientras su pierna cabalga el muslo de él en un gesto que me parece increíblemente posesivo.
La cama se me ha vuelto tan estrecha en estas últimas semanas. Igual que la casa, este caserón inmenso del que he sido echada poco a poco, pues la presencia de Jelena lo ha invadido todo, contaminado todo. Hasta en mi estudio —así llamamos pomposamente al cuarto del fondo que recibe toda la luz del patio interior— ha dejado ella sus manillas, collares y botas alguna que otra vez. Se ha ido mudando subrepticiamente, pero no se trata en realidad de objetos, ropas o libros. Ella no “posee” aparentemente nada. No ha traído siquiera una toalla o un cepillo de dientes. Un par de chancletas. Un pulóver para dormir. No. La mudanza de ella a nuestra casa pertenece a una categoría muchísimo peor. Es el espacio en nuestra cama, ese abrazo posesivo después del sexo, frases suyas en boca de Reinaldo. Su plato favorito, el spaghetti, sustituyendo nuestras comidas habituales. Entrar al baño y ver su blúmer secándose en el toallero. Esa música disonante y veloz sonando en el equipo. Es saber que cada flatulencia mía puede ser percibida ahora por ella, que de pronto también conoce los pormenores de mi ciclo menstrual y puede, cuando no tengo almohadillas, encontrar la mascarilla de mi vulva con todos sus pliegues en algún trapo del latón de la basura. Ella no ha traído nada excepto su propio yo insípido, virgen, brillante y hueco, pero lleno de la frescura que Reinaldo adora y hace tanto perdí.
Los miro dormir y voy dejando que el odio nazca, sádico como un cuchillo, hasta llenar la habitación y envolverlos en un halo que no tiene nada que ver con el rosa pálido de la lámpara. El odio parte de la cabeza de ella, de su pelo regado en la almohada y su carita de Barbie drogada, Caperucita yonky. Luego baja despacio por el cuello liso, las teticas redondas, sigue hasta la curva de las caderas y se detiene un momento en la humedad que brilla en su entrepierna. El sexo es solo un intercambio de fluidos, dice siempre Reinaldo, el amor por el contrario… es lo que tenemos tú y yo. Pero cada noche es más duro su esfuerzo por recordar que yo también estoy aquí. Jelena me ha echado olímpicamente no solo de la cama, sino de la memoria sensorial de Reinaldo. Ya no somos tres, son ellos dos y una intrusa. Al principio éramos Reinaldo y yo haciendo un ménage à trois con Jelena. Ahora son ellos que ejecutan rápidamente una coreografía destinada a que yo tenga un orgasmo y los deje en paz. Entonces se convierten en una pareja que se olvida del resto del mundo. Como la pareja que fuimos cuando Liliana se enamoró de nosotros.
El odio continúa su recorrido desde la mancha de semen de la entrepierna de Jelena y desciende por sus piernas. Una de ellas exhibe la belleza de su escorzo sobre el muslo de Reinaldo, y hace que el odio salte hacia él y lo vaya cubriendo, ocultando ese cuerpo amado por mí desde hace veinte años. El lunar rosado del pie derecho, esos pies hermosos de empeine alto como el de los bailarines, las nalgas estrechas y firmes, los muslos largos y macizos. La barriga incipiente que no importa porque es tan alto, la piel de niño aún en los brazos, el pecho, la espalda, su boca fuente de toda mi alegría, sus ojos, “luz de mis ojos”. Su pelo regado también en la almohada y sobre todo su cerebro, lleno de deseo por Jelena, olvidado de mi amor porque no le hace falta.
Todo el tiempo me pregunto cómo lograr que ella desaparezca para siempre de mi vida. ¿Dejar a Reinaldo? ¿Matarla? Cuántas mujeres se han hecho esa misma pregunta y cuán urgente me resulta ahora. Mi caso es distinto. Al menos ellas podían, pueden, dar escándalos, divorciarse, arañar la cara del marido adúltero, tirar sus cosas a la calle, discutirle el derecho de ver a los hijos… yo no soy ni siquiera una esposa, acepté este arreglo y no tengo ni la opción del desahogo histérico, que calma tanto. Con Liliana rompimos la primera regla de oro de las parejas heterosexuales, y Reinaldo la romperá una y otra vez, imperturbable.
Justo ahora me doy cuenta de que realmente amé a Liliana. Nuestro matrimonio con ella fue una danza de primavera, una explosión de asombros y descubrimientos. Sobre todo cuando alquilamos el cuarto para vivir los tres juntos, y antes de que estallara la guerra con nuestras familias y los vecinos, que casi nos llevan a la hoguera. Sin embargo creo recordar que a veces también sentí celos, a veces quise tener a Reinaldo para mí sola y a Liliana para mí sola… La generosidad sexual niega toda la herencia posesiva que arrastro. Mi subconciente es una piedra donde alguien esculpió: solo te parecerá estable la relación con una sola persona. Y luego: no compartirás al ser amado ni siquiera con tu mejor amiga(o).
Contemplo dormir a mi marido con la hija de mi ex amante. Me imagino prendiéndole fuego a la casa y dejándolos dentro. Me imagino ofreciéndoles (sobre todo a ella) un té harto de veneno en la mañana. Me imagino poniendo marihuana (mucha) debajo del colchón y llamando a la policía. Me imagino secuestrando a Pavel (el hijo de Liliana que aún no conozco) y pidiendo como rescate que todo vuelva a ser como antes, que Jelena vuelva al infierno o al limbo de donde salió. Limbo-útero de mi única amada entre los seres femeninos. De ahí derivo hacia la mejor posibilidad: hacerme amante de Pavel y traerlo a vivir con nosotros.
Qué placer cuando imagino a Reinaldo obligado a compararse día a día con un muchacho de piel tersa, vientre liso y la audacia descarada que lo harán morir de rabia, celos y complejos. Reinaldo y yo asumiendo ambos hijos de nuestra amante, en el papel de los perfectos padres incestuosos.
Miro el reloj y me sobresalto: son las cinco de la madrugada. Dentro de una hora el barrio empezará a despertar, sonarán las latas y la escoba del barrendero, cantará el gallo en un patio cercano, empezarán a traquetear las bicicletas en la calle, la vecina de atrás soltará la retahíla de palabrotas con que levanta a sus hijos. He mirado la escena de los durmientes tantas horas que me duelen los ojos. No les perdono ese sueño del sexo satisfecho, y mucho menos que hayan involucrado sentimientos.
Ahora tomaré mis pastillas y me acostaré a dormir. Nada de sogas, cuchillos, candela. Nada de cartas de despedida ni de rendición de cuentas. Yo no nací para la lucha. No soy como Liliana, capaz de dar un portazo y alejarse, primero de nosotros y luego de sus hijos. Cuando la maledicencia aparecía para acabar con sus ansias de pureza, ella simplemente escapaba. Ojalá tuviera su valor: casarse con un extranjero y no dar jamás una señal de que está viva, no mandar a sus hijos ni una mesada de consolación. Romper con todo sin mirar atrás.
Es curioso que todo el mundo hable de las escritoras suicidas y olvide a las pintoras suicidas. ¿Quiénes serán las Virginia Woolf, las Alfonsina Storni, las Marina Tsvetáeva de la plástica? De todas formas ya no importa, mi pintura nunca trascendió. Cuando Reinaldo y Jelena se despierten, estaré dormida. Les dejo el campo libre, no tengo fuerzas para nada. Demasiado conocerme a mí misma y a los demás. Asco de tanta conciencia. Cuando empiece a dormirme tal vez entienda la gracia (la tremenda tentación) que nos arrastra a probar lo no probado. A hundirnos en la oscuridad de ese ser desconocido que tenemos dentro y que me arrepiento de haber querido despertar.

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Desde que en 2021 ganó el premio de cuento de La Gaceta de Cuba, Mariela Varona ha desarrollado una obra narrativa que se distingue por la aguda exploración de los espacios marginales de la sociedad cubana contemporánea. La subcultura del rock, los conflictos de la juventud con los estilos de vida de las generaciones anteriores, el entorno opresivo de la pobreza, los prejuicios sociales, la diversidad sexual y el afán por construir una identidad propia entre la incertidumbre del futuro, el desarraigo y la rebeldía, son temas recurrentes en los cuentos de Varona. Su peculiar estilo combina el realismo más descarnado y brutal con la exploración en clave fantástica de las subjetividades de sus personajes, con un sentido del humor, una agilidad narrativa y una limpieza en la escritura que la distinguen en el panorama de la literatura cubana actual.
Acompañan este cuento de Mariela Varona dos obras de la artista visual cubana Connie Lloveras. Nacida en La Habana, en 1958, Lloveras creció y se formó como artista en Estados Unidos, graduándose en la Universidad Internacional de La Florida, en 1981. Su trabajo se mueve con soltura entre diversos medios, motivado por la exploración de formas, materiales y texturas: pintura, dibujo, grabado, diseño gráfico, cerámica e instalaciones con las que busca provocar en el espectador una experiencia espacial inmersiva. Con un sistema de símbolos personal y dinámico, son temas centrales en su trabajo el sentido cíclico de la existencia, el contraste entre lo natural y lo construido, la eternidad, los espacios habitables y lo femenino como identidad y energía esencial.
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