Narrativa cubana | Dulce María Loynaz: “El enemigo”

Con maestría y sensibilidad, Dulce María Loynaz invita en esta historia a reflexionar sobre un dilema terrible y actual: cómo afrontar la injusticia sin ceder al odio.

Glenda León: "La Lección" (2020), detalle.
Glenda León: "La Lección" (2020), detalle.

Me sentaré a la puerta
de mi tienda para ver pasar
el cadáver de mi enemigo.

Proverbio árabe

Y él se sentó a la puerta de su tienda para ver pasar el cadáver de su Enemigo.

Había sufrido hasta el embrutecimiento del dolor: Huellas de garra —de garra dura y lenta— quedaron en su pecho ensangrentado. Había sufrido hasta lo que puede sufrirse en la tierra; la sombra de una sola noche la llevaría en el rostro para siempre.

Pero no había llorado: cuando jadeando se arrastraba hasta la puerta de su tienda, no lloraba lágrimas de cobardía. Sabía que por mucho tiempo su vida no sería más que una espera larga, la espera de una hora de justicia.

Allá abajo, en el valle, amanecía… Han pasado muchos días y muchas noches. Cayeron cataratas de lluvia, el viento desgajó los árboles y revolvió los ríos; el sol quemó las cosechas y ennegreció el grano dentro del surco, la niebla borró el paisaje, las rosas nacieron y murieron y el hombre quedó a la puerta de su tienda, esperando.

Este hombre había sufrido tanto que había aprendido a esperar.

Luego la primavera abrió sus remolinos de aire tibio; luego el verano soltó sus mariposas en el aire de cristal, mientras se acercaba el otoño despacio, poniendo tristes los brotes tardíos y oscureciendo el río bajo un revuelo de hojas secas.

Y fue largo el invierno aterciopelado que ahuyentó las últimas golondrinas…

Luego volvió la primavera a abrir sus remolinos de aire… Luego…

Una infinita languidez esfumaba el paisaje familiar: todo era un cambio de melancolías…

Por las mañanas los hombres, agitando en el viento gajos de sicomoro, llevaban a sus faenas los bueyes de ojos rojos.

Por la tarde las mujeres lavaban la ropa en el río, cantando…

Pasarían muchos años y otros hombres, con gajos de sicomoro, Ilevarían bueyes de ojos rojos a trillar los campos y otras mujeres, las hijas de estas mujeres, las nietas de estas hijas, lavarían la ropa en el río, de tarde, cantando la misma canción… Todo era un cambio de melancolías…

Una infinita languidez esfumaba el paisaje familiar.

Alguna vez, tras la sombra de crepúsculo sobre crepúsculo, parecía moverse algo, venir algo: acaso la pequeña ciudad de allá lejos que se ensanchaba, que bajaba de la colina poco a poco, que se regaba por el valle como leche derramada; tal vez el aburrimiento de la tierra entelerida que en su somnolencia de siglos, se volvía para mudar de posición…

Un día el valle amaneció cubierto de una débil cáscara de yeso y tejadillos grises; otro día el camino curvo y polvoriento se enderezó, cubrióse de adoquines relucientes y se colgó —como un dije falso— una bombilla eléctrica.

(Las mujeres cantaban en el río más bajito…)

Muchos días, muchos días: El sol redondo cae y sube otra vez semejante a la bola de oro con que juega un gigante malabarista que está debajo del Mundo.

Muchas noches… —¿Vamos a contar las estrellas?…—

Y de pronto viene el cadáver del Enemigo…

Solo cuando estuvo al lado de aquel cuerpo caído, el hombre que había esperado a través del infinito del tiempo y la distancia, comprendió lo que aquello era: a lo lejos, aquel gentío neblinoso le había parecido que eran hombres de todos los días que volvían del campo con sus bueyes, agitando en el aire las ramas de sicomoro.

Pero no; la hora tremenda de la justicia había al fin sonado. ¿Dónde sonaba?

¿Pero no la estaba él sintiendo sonar, resonar dentro de su cerebro, dentro de su corazón, dentro de cada dedo suyo?…

Lleno de turbación, el hombre herido se inclinó sobre el cadáver que pasaba.

Allí estaba el Enemigo; se inclinó más todavía sobre él, le buscó con los ojos turbios el pecho, el hueco del corazón odiado…

Aquel pecho estaba también ensangrentado; roto de la misma garra dura y lenta. Tenía su rostro la misma sombra, la misma sombra que él tenía sobre el suyo… ¿No era aquello la Justicia?

El hombre seguía extrañamente turbado, sus dedos temblaban en el aire. Comprendía de un modo vago que solo por él y para él, el Destino había levantado su mano y se sentía llenar lentamente de un oscuro terror que no llegaba a serlo sin embargo…

De súbito el hombre se llevó las manos al pecho y nervioso desgarró la ropa para mirar su propia herida… La carne morena empezaba a arrugarse un poco: Entonces se volvió para mirar de nuevo la herida de su Enemigo…

Era aquella una sajadura negra, honda, estrellada hacia los bordes… La sangre cuajada y espesa babeaba a lo largo del pecho.

—Igual, igual —balbuceó el hombre en alta voz y de pronto un imprevisto extraño rubor se le extendió por la frente…

Igual, igual… ¿Mayor acaso?… Y trató de recordar. Aquella noche, aquella noche… ¡Pero no! La sombra de tantas injusticias y de tanta infamia se le fundía, se le confundía en la sombra de todas las tardes que había visto morir desde la puerta de su tienda.

Buscó en vano con su angustia, con sus manos torpes aquel odio suyo, por el que había podido vivir la llama de aquel odio —calor único de su vida—, aquel odio sagrado; tan grande y tan triste como el Amor mismo…

Quería ver las tropas de demonios que lo habían atormentado y solo veía los hombres volviendo del campo claro con sus bueyes y sus gajos de sicomoro…

Y llegó a dudar de sí mismo y de su corazón, porque había dudado de su dolor.

Caía la tarde mansamente; el hombre azorado, decepcionado, infinitamente abatido seguía mirando el cadáver de su Enemigo…

Pasó una golondrina volando… La herida —su herida— ancha, negra, desolada, se iba llenando de la sombra de la noche…

Y entonces el hombre lloró.

Glenda León: "La Lección" (2020).
Glenda León: "La Lección" (2020).

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En este breve relato de tono poético, Dulce María Loynaz explora un sentimiento profundo y, por desgracia, común entre las personas: el odio. Desde el dolor que produce una injusticia hasta la sed de venganza hay apenas un paso. El personaje de esta historia lo ha dado y vive alimentándose del amargo deseo de ver morir a su enemigo. El odio crece en su pecho, se convierte en su fuerza, en su razón de existir, ahogando en él la capacidad de perdonar. Cuando el momento finalmente llega, el hombre descubre en sí mismo, y en su enemigo, los efectos de ese odio enraizado en su alma: la herida oscura que le impide ser feliz. Con la maestría y la sensibilidad que la caracterizan, la Loynaz invita en esta historia a reflexionar sobre un dilema terrible y actual: cómo lidiar con la injusticia sin que esta nos conduzca al odio.

Se ilustra este cuento de Dulce María Loynaz con una instalación de la artista visual cubana Glenda León. En esta obra, León nos coloca ante la paradoja de un arpa que, aunque fue hecha para ser tocada y escuchada, se transmuta en instrumento de tortura. La obra ―según advierte la propia artista― es “una suerte de alegoría a algunas personas que, teniendo la potencialidad de ser música, terminarán siendo presos de sus propios actos”.

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