Narrativa mexicana │ Amparo Dávila: “Alta cocina”
Los escalofriantes relatos de Amparo Dávila arrojan luz sobre los conflictos íntimos de la mujer en un mundo que la somete y despoja de su humanidad.
Cuando oigo la lluvia golpear en las ventanas vuelvo a escuchar sus gritos. Aquellos gritos que se me pegaban a la piel como si fueran ventosas. Subían de tono a medida que la olla se calentaba y el agua empezaba a hervir. También veo sus ojos, unas pequeñas cuentas negras que se les salían de las órbitas cuando se estaban cociendo.
Nacían en tiempo de lluvia, en las huertas. Escondidos entre las hojas, adheridos a los tallos, o entre la hierba húmeda. De allí los arrancaban para venderlos, y los vendían bien caros. A tres por cinco centavos regularmente y, cuando había muchos, a quince centavos la docena.
En mi casa se compraban dos pesos cada semana, por ser el platillo obligado de los domingos, y con más frecuencia si había invitados a comer. Con este guiso mi familia agasajaba a las visitas distinguidas o a las muy apreciadas. “No se pueden comer mejor preparados en ningún otro sitio”, solía decir mi madre, llena de orgullo, cuando elogiaban el platillo.
Recuerdo la sombría cocina y la olla donde los cocinaban, preparada y curtida por un viejo cocinero francés; la cuchara de madera muy oscurecida por el uso y a la cocinera, gorda, despiadada, implacable ante el dolor. Aquellos gritos desgarradores no la conmovían, seguía atizando el fogón, soplando las brasas como si nada pasara. Desde mi cuarto del desván los oía chillar. Siempre llovía. Sus gritos llegaban mezclados con el ruido de la lluvia. No morían pronto. Su agonía se prolongaba interminablemente. Yo pasaba todo ese tiempo encerrado en mi cuarto con la almohada sobre la cabeza, pero aun así los oía. Cuando despertaba, a medianoche, volvía a escucharlos. Nunca supe si aún estaban vivos, o si sus gritos se habían quedado dentro de mí, en mi cabeza, en mis oídos, fuera y dentro, martillando, desgarrando todo mi ser.
A veces veía cientos de pequeños ojos pegados al cristal goteante de las ventanas. Cientos de ojos redondos y negros. Ojos brillantes, húmedos de llanto, que imploraban misericordia. Pero no había misericordia en aquella casa. Nadie se conmovía ante aquella crueldad. Sus ojos y sus gritos me seguían, y me siguen aún, a todas partes.
Algunas veces me mandaron a comprarlos; yo siempre regresaba sin ellos asegurando que no había encontrado nada. Un día sospecharon de mí y nunca más fui enviado. Iba entonces la cocinera. Ella volvía con la cubeta llena, yo la miraba con el desprecio con que se puede mirar al más cruel verdugo, ella fruncía la chata nariz y soplaba desdeñosa.
Su preparación resultaba ser una cosa muy complicada y tomaba tiempo. Primero los colocaba en un cajón con pasto y les daba una hierba rara que ellos comían, al parecer con mucho agrado, y que les servía de purgante. Allí pasaban un día. Al siguiente los bañaban cuidadosamente para no lastimarlos, los secaban y los metían en la olla llena de agua fría, hierbas de olor y especias, vinagre y sal.
Cuando el agua se iba calentando empezaban a chillar, a chillar, a chillar… Chillaban a veces como niños recién nacidos, como ratones aplastados, como murciélagos, como gatos estrangulados, como mujeres histéricas…
Aquella vez, la última que estuve en mi casa, el banquete fue largo y paladeado.

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Maestra del relato corto, Amparo Dávila se distinguió en el panorama de la literatura mexicana tanto por la creación de personajes con una carga estremecedora de tensiones psicológicas, como por su habilidad para crear ambientes donde esas tensiones impregnan la realidad cotidiana, llevando al lector en un escalofriante viaje a través de la locura y el dolor. Más allá de las etiquetas convencionales de la literatura de terror, Dávila fue sobre todo una hábil observadora de los conflictos íntimos de la mujer en un mundo que la somete e intenta despojarla de su humanidad. La muda rebeldía, la agresividad latente, la siniestra calma ante el horror que exhiben algunos de sus personajes, son un llamado de atención sobre las formas de la violencia y sus efectos.
Se ilustra este cuento de Amparo Dávila con dos pinturas de la artista española Remedios Varo (1908-1963). Nacida en Cataluña y exiliada en México durante la Segunda Guerra Mundial, Varo desarrolló su personal estilo dentro del surrealismo fundiendo elementos alegóricos de la ciencia, la alquimia y los paisajes oníricos para construir un universo propio, lleno de simbolismo y evocaciones, donde la magia y lo femenino se funden de manera extraordinaria.
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