Novela ⎸Sylvia Plath: “La campana de cristal”

“Con los pies descalzos, mido uno setenta y cinco, y cuando estoy con hombres pequeños me inclino ligeramente y hundo las caderas, una hacia arriba y la otra hacia abajo, para parecer menos alta, y me siento desgarbada y melancólica como si estuviese en una caseta de feria.”

| Escrituras | 18/11/2023
Sylvia Plath
Sylvia Plath (Boston, 1932-Londres, 1963).

Quedamos atascadas en el tránsito que se apiña a la hora de la salida de los teatros. Nuestro taxi estaba apretujado entre el taxi de Betsy, que estaba delante, y el de cuatro de las otras chicas, detrás. Nada se movía.

Doreen tenía un aspecto extraordinario. Llevaba un vestido blanco de encaje, sin tirantes, que se ajustaba con una cremallera sobre un estrecho corsé que la ceñía en el medio y destacaba espectacularmente su cuerpo arriba y abajo. Su piel tenía un reflejo de bronce bajo el pálido polvo de tocador. Olía fuertemente, como una tienda entera de perfumes.

Yo llevaba una túnica de chantung negro que me había costado cuarenta dólares. Era resultado de una excursión de compras que me había permitido con parte del dinero de mi beca, cuando supe que era una de las afortunadas que iban a ir a Nueva York. El vestido estaba cortado de manera tan rara que no podía usar ningún tipo de sostén debajo, pero eso no importaba mucho, puesto que yo era tan flaca como un muchacho y apenas ondulada, y me gustaba sentirme casi desnuda en las calurosas noches de verano.

Sin embargo, la ciudad había desvanecido mi bronceado. Estaba amarilla como un chino. En circunstancias corrientes hubiera estado nerviosa por mi vestido y mi extraño color, pero estar con Doreen me hacía olvidar mis preocupaciones. Me sentía sabia y cínica como el infierno.

Cuando el hombre de camisa azul de leñador, pantalones negros y botas repujadas de vaquero echó a andar hacia nosotras desde donde había estado mirando nuestro taxi, bajo el toldo rayado del bar, no me hice ilusiones.

Sabía perfectamente bien que venía por Doreen. Pasó por entre los coches parados y se recostó confiadamente en el borde de nuestra ventanilla abierta.

—¿Y qué hacen, si es que se me permite preguntarlo, dos chicas tan hermosas como vosotras, solas en un taxi y en una noche tan encantadora como ésta?

Tenía una sonrisa grande y ancha como de anuncio de pasta para los dientes.

—Vamos a una fiesta —me apresuré a decir, en vista de que Doreen se había quedado de pronto muda como un poste y jugueteaba, como hastiada, con la funda de encaje de su bolso.

—Eso suena aburrido —dijo el hombre—. ¿Por qué no me acompañan a tomar un par de copas en aquel bar? Tengo varios amigos esperando.

Señaló con la cabeza en dirección a unos cuantos hombres vestidos informalmente que ganduleaban bajo el toldo. Lo habían estado siguiendo con los ojos, y cuando él los miró hubo un estallido de risas.

La risa debió haberme advertido. Era una especie de risita en tono bajo, de sabelotodo, pero el tránsito mostraba signos de reanudar su movimiento y yo sabía que si me quedaba callada, en dos segundos estaría arrepentida

de no haber aprovechado esta oportunidad para conocer algo de Nueva York, aparte de lo que la gente de la revista había planeado tan cuidadosamente para nosotras.

—¿Qué te parece, Doreen? —dije.

—¿Qué te parece, Doreen? —dijo el hombre con su gran sonrisa. Hasta el día de hoy no puedo recordar cómo era cuando no sonreía. Creo que debió de haber estado sonriendo todo el tiempo. Seguramente, era natural para él sonreír así.

—Bueno, está bien —me dijo Doreen. Abrí la puerta y nos bajamos del taxi, en el preciso momento en que volvía a ponerse en marcha, y comenzamos a caminar hacia el bar.

Hubo un chirrido de frenos seguido por un pesado tomp-tomp.

—¡Eh, ustedes! —nuestro taxista se asomaba por su ventanilla, morado de rabia—. ¿Qué creen que están haciendo?

Había detenido el taxi tan bruscamente que el que lo seguía chocó contra él y vimos a las cuatro chicas que estaban dentro agitarse, esforzarse y arrastrarse para levantarse del suelo.

El hombre rió y nos dejó en la acera y se volvió y le alargó un billete al conductor en medio de un gran escándalo de bocinas y de algunos chillidos; entonces vimos a las muchachas de la revista que avanzaban en fila, un taxi tras otro, como en una boda en la que sólo hubiera madrinas.

—Ven, Frankie —le dijo el hombre a uno de sus amigos, y un individuo bajo y repulsivo se separó del grupo y entró al bar con nosotros.

Era del tipo de individuo que no puedo soportar. Con los pies descalzos, mido uno setenta y cinco, y cuando estoy con hombres pequeños me inclino ligeramente y hundo las caderas, una hacia arriba y la otra hacia abajo, para parecer menos alta, y me siento desgarbada y melancólica como si estuviese en una caseta de feria.

Por un minuto abrigué la descabellada esperanza de que formáramos las parejas de acuerdo con el tamaño, lo cual me hubiera colocado junto al hombre que nos había hablado al principio y que medía su buen metro ochenta, pero él siguió adelante con Doreen y no me volvió a mirar. Traté de aparentar que no veía a Frankie, que me seguía los pasos a la altura de mi codo, y me senté al lado de Doreen en la mesa.

Estaba tan oscuro en el bar que me resultaba casi imposible distinguir otra cosa que no fuera a Doreen. Con su pelo blanco y su vestido blanco, era tan blanca que parecía de plata. Creo que hasta reflejaba los tubos de neón que había sobre la barra, y yo sentí que me fundía en las sombras como el negativo de una persona a quien nunca en mi vida hubiese visto.

—Bueno, ¿qué vamos a tomar? —preguntó el hombre con una amplia sonrisa.

—Creo que tomaré un Old-Fashioned —me dijo Doreen.

Pedir bebidas siempre me deprimía. No diferenciaba el whisky de la ginebra y nunca logré que me sirvieran algo cuyo sabor realmente me gustara. Buddy Willard y los demás estudiantes que yo conocía solían ser demasiado pobres para comprar licor fuerte o despreciaban por completo la bebida. Es asombrosa la cantidad de estudiantes que no beben ni fuman. Al parecer yo los conocía a todos. Lo más que se permitió Buddy Willard una vez fue comprarnos una botella de Dubonnet, y lo hizo únicamente porque estaba tratando de demostrar que podía ser delicado, a pesar de ser estudiante de Medicina.

—Tomaré un vodka —dije.

El hombre me miró con más atención:

—¿Con qué?

—Solo —dije—. Siempre lo tomo solo.

Pensé que iba a hacer el ridículo si decía que lo tomaba con hielo o soda o ginebra o cualquier otra cosa. Había visto un anuncio de vodka una vez en el que sólo aparecía un vaso lleno en medio de un montón de nieve iluminada con una luz azul, y el vodka era claro y puro como agua, así que pensé que tomar vodka sola debía de estar bien. Soñaba con pedir algún día una bebida y encontrarla deliciosa.

El camarero se acercó entonces y el hombre pidió bebidas para los cuatro. Se le veía tan a sus anchas en ese bar de ciudad con su traje de ranchero, que pensé que muy bien podía ser alguien famoso.

Doreen no decía una palabra; no hacía otra cosa que jugar con el posavasos de corcho y de tanto en tanto encendía un cigarrillo, pero al hombre no parecía importarle. Continuaba mirándola, tal como la gente mira en el zoológico al gran guacamayo blanco, esperando que diga algo humano.

Llegaron las copas y la mía se veía clara y pura, igual que en el anuncio del vodka.

—¿De qué se ocupa usted? —le pregunté al hombre, para romper el silencio que se amontonaba a mi alrededor por todos lados, espeso como los matorrales selváticos—. Quiero decir, ¿qué hace aquí, en Nueva York?

Lentamente y con lo que parecía un gran esfuerzo, el hombre apartó sus ojos del hombro de Doreen.

—Soy disc-jockey —dijo—. Seguramente habréis oído hablar de mí. Mi nombre es Lenny Shepherd.

—Lo conozco —dijo Doreen de pronto.

—Me alegro, encanto —dijo el hombre, y estalló en risas—. Eso será una ventaja. Soy endiabladamente famoso.

Entonces Lenny Shepherd le lanzó a Frankie una larga mirada.

—Decidme, ¿de dónde venís? —preguntó Frankie, enderezándose de un salto—. ¿Cómo os llamáis?

—Esta es Doreen —Lenny deslizó su mano alrededor del brazo desnudo de Doreen y le dio un apretón.

Lo que más me sorprendió fue que nada en Doreen dejó traslucir que notara lo que él estaba haciendo. Permaneció allí sentada, morena como una negra teñida de rubio enfundada en su vestido blanco, y sorbiendo delicadamente su bebida.

—Me llamo Elly Higginbottom —dije—. Vengo de Chicago. —

Después de decir eso me sentí más segura. No quería que nada que yo dijera o hiciese esa noche se asociara conmigo y mi verdadero nombre ni con el hecho de proceder de Boston.

—Bueno, Elly, ¿y qué te parece si bailamos un poco?

La idea de bailar con ese enano que llevaba zapatos anaranjados de piel de ante, con alzaplantillas, camiseta deportiva y una chaqueta azul me hizo reír. Si hay algo que desprecio es un hombre vestido de azul. De negro, o gris, o marrón, todavía. Pero el azul sólo consigue hacerme reír.

—No estoy de humor —dije fríamente, dándole la espalda y acercando bruscamente mi silla a Doreen y Lenny.

Esos dos daban la impresión de conocerse desde hacía años.

Doreen recogía los trozos de fruta que había en el fondo del vaso con una delgada cuchara de plata, y Lenny gruñía cada vez que ella se llevaba la cuchara a la boca, y daba mordiscos y fingía ser un perro o algo por el estilo, y trataba de atrapar la fruta de la cuchara. Doreen reía y continuaba recogiendo la fruta.

Empecé a pensar que el vodka era, por fin, mi bebida. No sabía a nada, pero bajaba directamente hasta mi estómago como la espada de un tragasables y me hacía sentir poderosa y semejante a un dios.

—Mejor me voy —dijo Frankie, poniéndose de pie.

Yo no lo distinguía con claridad, tan oscuro estaba el lugar, pero por primera vez oí su voz chillona y tonta. Nadie le hizo el menor caso.

—Oye, Lenny, me debes algo. ¿Te acuerdas, Lenny? Me debes algo, ¿verdad, Lenny?

Me pareció extraño que Frankie tuviera que recordarle a Lenny delante de nosotras que le debía algo, siendo dos perfectas desconocidas, pero Frankie siguió allí, diciendo lo mismo una y otra vez, hasta que Lenny hurgó en su bolsillo y sacó un gran fajo de billetes verdes, separó uno y se lo tendió a Frankie. Creo que eran diez dólares.

—Calla y lárgate.

Por un momento pensé que Lenny se dirigía también a mí, pero entonces oí que Doreen decía:

—No iré, a menos que venga Elly.

Tuve que admirar la habilidad con que había recogido mi nombre falso.

—Oh, Elly vendrá, ¿no es verdad, Elly? —dijo Lenny, haciéndome un guiño.

—Claro que iré —dije. Frankie se había desvanecido en la noche, así que no pensaba separarme de Doreen. Quería ver todo lo que pudiera.

Me gustaba observar a otras personas en situaciones cruciales. Si había un accidente en la carretera o una pelea callejera o un bebé conservado en una probeta de laboratorio que yo pudiera ver, me detenía y miraba tan fijamente que nunca más lo olvidaba.

Por cierto, aprendí muchas cosas que nunca hubiera aprendido de otra manera, y aun cuando me sorprendieran o me dieran náuseas no lo dejaba traslucir; en cambio, fingía saber que ésa era la forma en que las cosas sucedían siempre.

La campana de cristal es la única novela escrita por la poeta estadounidense Sylvia Plath. Fue publicada por primera vez por la Editorial Heinemann, en Inglaterra, en 1963, con el seudónimo Victoria Lucas. En 1967 fue reeditada, de manera póstuma, con el nombre real de la escritora. ​Se cree que el personaje principal de La campana de cristal se basa en la propia Sylvia Plath, de quien se ha dicho que podía haber padecido trastorno bipolar.

La obra se considera una novela en clave que, a través del monólogo interior, deja ver la inestabilidad emocional y la lucha continua en su intento por adaptarse de la protagonista. Resulta curioso el uso de la campana de cristal en otra autora casi 20 años antes. En 1944 Anaïs Nin publicó su En una campana de cristal, un conjunto de relatos que también abordan la fragilidad.

El 11 de febrero de 1963, un mes después de que la novela se publicara en Inglaterra, enferma y con poco dinero, Sylvia Plath se suicidó asfixiándose con gas. En 1982, Sylvia Plath fue la primera poeta en ganar un premio Pulitzer póstumo, por Poemas completos.

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