Poesía Japonesa │ Tres poemas de Kaneko Misuzu
La poesía de Kaneko Misuzu nos muestra la sutil conexión afectiva que a une cada pequeña vida individual con el resto del mundo.
Estrellas y dientes de león
En la profundidad del cielo azul,
como guijarros en el mar,
sumergidas, hasta que llega la oscuridad,
están las estrellas, invisibles a la luz del día.
Aunque no puedas verlas, están ahí.
Incluso las cosas que no se ven, están ahí.
Dientes de león marchitos, ya sin pétalos,
escondidos en las grietas de los azulejos,
esperan en silencio la llegada de la primavera
y sus raíces fuertes no se ven.
Aunque no puedas verlas, están ahí.
Incluso las cosas que no se ven, están ahí.
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Nieve acumulada
La nieve que está encima
debe de sentir frío:
la luz de la luna, helada, la atraviesa.
La nieve que está debajo
debe de sentir el peso
de cientos de personas sobre ella.
La nieve que está en medio
debe de sentirse sola,
sin cielo, sin tierra que mirar.
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Yo, el pájaro y la campana
Por más que extienda mis brazos
nunca podré volar por el cielo.
Y el pájaro que vuela no podrá correr
rápido por la tierra como yo.
Por más que me balancee
no se producirá un bello sonido.
Y la campana que suena,
no podrá saber tantas canciones como yo.
La campana, el pájaro y yo,
todos diferentes, todos buenos.
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Huérfana de padre a los tres años, Kaneko Misuzu se crió al cuidado de su madre. Estudió hasta los 18 años, algo inusual para una mujer en aquella época, y a los 20 se convirtió en gerente y única empleada de una pequeña librería al sur de Honshu. Fue entonces que comenzó su breve vida de escritora, publicando en las revistas Dowa y Akai tori, e integrándose a un movimiento que buscaba llevar a los jóvenes lectores obras de alto valor artístico.
Casada con un hombre infiel que la obligó a renunciar a la escritura y le contagió una enfermedad venérea, Kaneko decidió divorciarse y criar sola a su hija. Pero su marido reclamó la custodia de la niña, y ella puso fin a su vida. Poco antes había escrito en respuesta a un editor que le pedía poemas: “Las alas de mi imaginación, que tan alto volaban, han sido cortadas. Todo lo que queda es una madre estúpida. [...] Mi única felicidad es jugar con mi hija y abrir libros”.
En 1982, tras años de investigación y búsqueda, el poeta Yazaki Setsuo localizó al hermano menor de Kaneko, quien guardaba celosamente tres cuadernos manuscritos con más de quinientos poemas suyos, la mayoría inéditos. Hoy, por la sensibilidad con que su autora muestra la sutil conexión afectiva que une a cada pequeña vida individual con el resto del mundo, esos poemas se han convertido en parte entrañable de la cultura japonesa. Su verso “Todos diferentes, todos buenos” es para muchos la síntesis del ideal de armonía en las relaciones humanas.
Acompaña estos textos de Kaneko Misuzu un grabado de Uemura Shoen. Nacida en 1875, en Kyoto, Shoen comenzó a estudiar pintura a los doce años y pronto desarrolló su propio estilo de grabado en madera. Con 15 años ya era conocida a nivel nacional no solo por la calidad de sus obras, sino por su ruptura con la norma que les imponía a las mujeres artistas dedicarse exclusivamente a pintar paisajes y motivos naturales. Pero su rebeldía fue mucho más allá: amante de su maestro y madre soltera de dos hijos que crió por sí misma, vio su carrera artística empañada por los prejuicios sociales. Aunque esto no impidió que siguiera adelante. En 1941 se convirtió en la primera mujer admitida a la Academia de Arte Imperial, y en 1948, un año antes de morir, fue también la primera en recibir la Orden de la Cultura.
En sus grabados, Uemura Shoen no solo representó la belleza de la mujer japonesa en el estilo clásico, sino que la dotó de una actitud de tenacidad y serena confianza en sí misma que ha sido inspiración para la mujer japonesa moderna.
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