Referentes│Betty Friedan: “El viaje apasionado” (primera parte)

“Antes de que pudieran luchar por sus derechos, las mujeres tenían que empezar por convertirse en seres humanos iguales a los hombres.”

Convención por los Derechos de la Mujer, Séneca Falls, 1848.
Convención por los Derechos de la Mujer, Séneca Falls, 1848.

Fue la necesidad de una nueva personalidad lo que hizo que las mujeres, hace un siglo, iniciaran aquel viaje apasionado, aquel difamado e incomprendido viaje fuera de las fronteras del hogar.

Ha sido corriente, en los últimos años, burlarse del feminismo considerándolo como una de las bromas más tontas de la historia, y compadecer, con una sonrisa burlona, a esas feministas pasadas de moda que combatieron por el derecho de la mujer a la educación superior, a seguir una carrera, a votar. Hoy se dice que eran unas víctimas neuróticas de la ansiedad fálica, que deseaban ser hombres. Se dice que en su lucha por el derecho de la mujer a participar en los trabajos principales y en las decisiones de la sociedad como iguales a los hombres, negaban su verdadera naturaleza de mujeres, que solo llega a realizarse en la pasividad sexual, en la aceptación del dominio del varón y en la maternidad.

Pero, si no me equivoco, es esta primera etapa la que encierra la clave de lo que ha sucedido a la mujer desde entonces. Es uno de los curiosos fallos de la psicología contemporánea el no reconocer la autenticidad del entusiasmo que hizo a esas mujeres dejar su hogar en busca de una nueva personalidad, o a quedarse en el hogar suspirando amargamente por algo más. Fue el suyo un acto de rebelión, una negativa violenta a aceptar la personalidad que entonces se daba a la mujer. Fue la necesidad de una nueva personalidad lo que llevó a estas apasionadas feministas a trazar nuevas rutas para la mujer. Algunos de estos caminos eran inesperadamente ásperos; otros, callejones sin salida; y otros quizá fueran falsos. Pero era real la necesidad de las mujeres de encontrar nuevas rutas.

El derecho a la humanidad total

Sello conmemorativo de las luchas por la emancipación de la mujer en Estados Unidos.
Sello conmemorativo de las luchas por la emancipación de la mujer en Estados Unidos.

El problema de la personalidad era entonces nuevo para las mujeres, verdaderamente nuevo. Las feministas eran pioneras en la línea de fuego de la batalla para la evolución de la mujer. Tenían que demostrar que las mujeres eran seres humanos. Tenían que borrar, violentamente si era necesario, el ideal representativo de la mujer en el siglo pasado; una delicada y decorativa figurilla de porcelana de Sajonia. Tenían que demostrar que la mujer no es un espejo pasivo, vacío, ni una decoración frívola e inútil, un animal sin intelecto, una cosa de la que los demás podían disponer, incapaz de alzar la voz durante toda su existencia. Antes de que pudieran luchar por sus derechos, las mujeres tenían que empezar por convertirse en seres humanos iguales a los hombres.

La mujer no cambia, la mujer es infantil, el sitio de una mujer está en el hogar ―se les dijo. Pero el hombre cambiaba, su puesto estaba en el mundo y el mundo se agrandaba. La mujer iba quedándose atrás. Su destino estaba marcado por su anatomía. Podía morir dando a luz al primer hijo o vivir para tener treinta y cinco años y dar a luz doce hijos, mientras el hombre controlaba su destino con esa parte de anatomía que no tiene ningún otro animal: la mente.

Las mujeres también tenían mente. También tenían la necesidad humana de desarrollarse. Pero el trabajo que alimentaba la vida y la hacía avanzar ya no se hacía en el hogar, y las mujeres no estaban preparadas para comprender el mundo y trabajar en él. Encerrada en el hogar, como un niño más entre sus propios niños, pasiva, sin ninguna parte de su existencia bajo su propio control, la mujer solo podía existir agradando al hombre. Dependía enteramente de su protección, en un mundo en el que ella no tenía arte ni parte: un mundo masculino. Nunca podría crecer para formularse la sencilla pregunta humana: “¿Quién soy yo? ¿Qué quiero?”

Incluso si el hombre la amaba como a una criatura, como a una decoración, como a una muñeca, si le regalaba rubíes, sedas y terciopelos, si estaba a gusto en su casa, segura, con sus hijos, ¿no suspiraría por algo más? En aquellos tiempos estaba tan perfectamente definida como objeto, no como sujeto, por el hombre, que ni siquiera se esperaba de ella que gozara o participara del acto sexual. “Gozó de ella”, “hizo lo que quiso con ella”, se decía entonces.

¿Es tan difícil comprender que la emancipación, el derecho a la humanidad total, era lo suficientemente importante para generaciones de mujeres ―algunas vivas todavía hoy, otras muertas recientemente―, que algunas de ellas lucharon con sus puños, fueron a prisión e incluso murieron por ello? Y por el derecho a participar en la humana evolución, algunas mujeres renegaron de su propio sexo, del deseo de amar y de ser amadas por un hombre, de tener hijos.

Es una deformación de la historia, sobre la que nadie se ha preguntado, el que se diga que la pasión y el fuego del movimiento feminista procediera de solteronas, hambrientas sexuales, amargadas, llenas de odio hacia los hombres, de mujeres castradas o asexuales consumidas por una tal ansia del miembro viril que se lo querían arrancar a todos los hombres, o destruirlos; y que reclamaban sus derechos solo porque carecían del don de amar como mujeres.

Mary Wollstonecraft, Angelina Grimké, Ernestine Rose, Margaret Fuller, Elizabeth Cady Stanton, Julia Ward Howe, Margaret Sanger, todas amaron, fueron amadas y se casaron. Muchas de ellas parecen haber sido tan apasionadas en sus relaciones con sus esposos y amantes ―en una época en que el apasionamiento erótico en la mujer estaba tan prohibido como la inteligencia―, como lo fueron en su lucha para dar a la mujer la oportunidad de desarrollarse hasta alcanzar la estatura humana total.

Pero si ellas y otras, como Susan Anthony, a quienes la suerte o amargos desengaños alejaron del matrimonio, lucharon por dar una oportunidad a la mujer de realizarse a sí misma, no en relación con el hombre, sino como individuo, fue a causa de una necesidad tan real y ardiente como la necesidad de amar. (“Lo que la mujer necesita ―dijo Margaret Fuller― no es actuar o gobernar como mujer, sino como un ser que debe desarrollarse; como intelecto que debe discernir; como un alma que debe vivir libremente, y sin que se pongan trabas para que despliegue todas las facultades de que está dotada.”)

Reflexionar por mí misma

Elizabeth Cady Stanton lee la Declaración de Sentimientos y Resoluciones en la Convención de Séneca Falls, 1848.
Elizabeth Cady Stanton lee la Declaración de Sentimientos y Resoluciones en la Convención de Séneca Falls, 1848.

Las feministas solo tenían un modelo, una imagen, una visión de un ser humano libre y completo: el hombre. Pues hasta hace muy poco, solo los hombres (aunque no todos) disponían de la libertad y la formación necesarias para ejercitar todas sus facultades, para explorar, crear, descubrir, para trazar nuevos senderos para las generaciones futuras. Solo los hombres tenían derecho al voto: la libertad de tomar las importantes decisiones de la sociedad. Solo los hombres tenían la libertad de amar y gozar del amor y de decidir por sí mismos, ante los ojos de su Dios, los problemas del bien y del mal.

¿Es que las mujeres querían esas libertades porque querían ser hombres? ¿O las querían porque también eran seres humanos?... Que eso era lo que pretendía el feminismo, fue simbólicamente explicado por Henrik Ibsen. Cuando en su obra Casa de Muñecas, en 1879, dijo que una mujer era sencillamente un ser humano, hizo sonar una nueva nota en la literatura. Miles de mujeres de la clase media europea y norteamericana, en aquellos tiempos victorianos, se reconocieron a sí mismas en Nora. Y en 1960 ―casi un siglo más tarde― millones de amas de casa norteamericanas, viendo la obra en la televisión, se reconocieron también en Nora mientras le oían decir:

Siempre has sido muy bueno conmigo. Pero nuestra casa no ha sido más que un cuarto de jugar. Yo he sido tu esposa-muñeca, como en mi casa, antes, fui la niña-muñeca de papá. Y aquí los niños, a su vez, han sido mis muñecos. Me parecía muy divertido que jugaras conmigo, como a ellos les parecía muy divertido que yo jugara con ellos. Eso es lo que ha sido nuestro matrimonio, Torvald.
¿Sirvo yo para educar a nuestros hijos? Hay otra tarea que debo realizar primero: tengo que intentar educarme a mí misma y tú no puedes ayudarme a hacerlo, tengo que hacerlo yo sola. Y por eso voy a dejarte. Tengo que quedarme completamente sola si quiero entenderme a mí misma y todo lo que me concierne. Esta es la razón por la que no puedo seguir más contigo...

Su sorprendido esposo recuerda a Nora que “los más sagrados deberes” de la mujer son sus deberes para con su esposo y sus hijos. “Antes que nada, eres esposa y madre”, dice. Y Nora responde:

Yo creo que antes que nada soy un ser humano que razona igual que tú; o que, por lo menos, debo intentar convertirme en uno de ellos. Sé perfectamente, Torvald, que la mayoría de la gente te daría la razón, e ideas de esa clase se encuentran en los libros. Pero yo no puedo continuar contentándome con lo que la mayoría de la gente dice, o con lo que dicen los libros. Tengo que reflexionar por mí misma sobre las cosas y llegar a entenderlas...

Es un tópico de nuestro tiempo el que las mujeres se pasen medio siglo luchando por unos “derechos” y otro medio preguntándose si después de todo los querían realmente. Los “derechos” suenan como algo raro en los oídos de aquellos que han crecido cuando ya han sido obtenidos. Pero como Nora, las feministas tenían que conquistar esos derechos antes de comenzar a vivir y a amar como seres humanos.

No muchas mujeres de entonces, ni siquiera de ahora, se atreverían a abandonar la única seguridad que les era conocida, a volver la espalda a sus hogares y a sus maridos para lanzarse a la búsqueda, como Nora. Pero muchas, entonces como ahora, han debido encontrar su existencia como amas de casa tan vacías, que no podrían continuar disfrutando del amor de su esposo y de los hijos.

La esclavitud de la mujer

Judith Sargent Stevens Murray (1751-1820), escritora, filósofa e historiadora estadounidense.
Judith Sargent Stevens Murray (1751-1820), escritora, filósofa e historiadora estadounidense.

Algunas de ellas e incluso algunos hombres, que se apercibieron de que a la mitad de la raza humana se le negaba el derecho a ser totalmente humana, se dispusieron a cambiar las condiciones que retenían cautivas a las mujeres.

Esas condiciones fueron resumidas por la primera Asamblea para los Derechos de la Mujer reunida en Séneca Falls, Nueva York, en 1848, así como las quejas de la mujer contra el hombre:

La ha obligado a someterse a unas leyes en cuya redacción ella no tuvo parte... La ha hecho inexistente civilmente ante los ojos de la ley por medio del matrimonio. La ha despojado de todo derecho de propiedad, aun del sueldo que gana... En el contrato matrimonial está obligada a jurar obediencia a su marido, convirtiéndose él para todos los fines en su dueño y señor, investido por la ley del derecho a privarla de la libertad y administrarle castigo... Cierra para ella todos los caminos que pueden llevar a la riqueza o a la fama, que considera dignos para él. Se la ignora como profesora de Teología, Medicina o Derecho. Él le ha negado la oportunidad para conseguir una educación profunda cerrándole las universidades... Ha creado un falso sentimiento público dando al mundo un código moral diferente para el hombre y para la mujer, por el cual aquellos delitos morales que excluyen a la mujer de la sociedad, no solo son tolerados, sino que son considerados como poco importantes para el hombre. Ha usurpado las prerrogativas del mismo Jehovah reclamando para sí el derecho de asignar a la mujer una esfera de acción, cuando este pertenece a su propia conciencia y a su dios. Ha tratado por todos los medios a su alcance de destruir la confianza de la mujer en sus propias fuerzas, de atrofiar su dignidad para hacerla aceptar una vida de dependencia y abyección.

Fueron estas las condiciones que las feministas trataron de abolir hace un siglo, las que convertían a las mujeres en lo que entonces eran ―femeninas―, tal como entonces, y aún ahora, se entiende por esta palabra.

No es pura coincidencia que la lucha por la emancipación de la mujer comenzara en los Estados Unidos poco después de la Guerra de la Independencia y se hiciera más intensa cuando estalló el movimiento para la liberación de los esclavos.1 Thomas Paine, el portavoz de la Revolución, fue de los primeros en condenar en 1775 la situación de las mujeres “incluso en los países donde puede considerarse que son más felices, privadas de su libertad y voluntad por la ley, imposibilitadas de disponer de sus bienes, esclavas de la opinión...”.

Durante la Revolución, unos diez años antes de que Mary se pusiese al frente del movimiento feminista en Inglaterra, una mujer norteamericana, Judith Sargent Murray, dijo que la mujer necesitaba instrucción para poder considerar sus nuevos objetivos y que crecería al intentar alcanzarlos. En 1837, año en que la Universidad femenina de Mount Holyoke fue inaugurada para dar a la mujer su primera posibilidad de recibir una educación análoga a la del hombre, las mujeres norteamericanas estaban celebrando en Nueva York su primera Convención Nacional contra la Esclavitud.

Las mujeres que materialmente lanzaron el movimiento a favor de la mujer en Séneca Falls, se reconocieron cuando se les negó asiento en una convención antiesclavista en Londres. Aisladas tras una cortina, en el pasillo, Elizabeth Stanton, en su luna miel, y Lucretia Mott, recatada madre de cinco criaturas, pensaron que no solo eran los esclavos los que debían ser liberados.

La igualdad para liberar a ambos

Representación irónica de un debate por los derechos de las mujeres en la prensa estadounidense, 1859.
Representación irónica de un debate por los derechos de las mujeres en la prensa estadounidense, 1859.

Cuando y dondequiera que haya habido en el mundo un resurgimiento de libertad humana, las mujeres han reclamado su participación. No fue el sexo el que luchó en la Revolución francesa, liberó los esclavos en América, destronó al zar de Rusia y expulsó a los ingleses de la India. Pero cuando la idea de libertad humana excita el cerebro del hombre, excita también el de la mujer. Los ecos de la Declaración de Séneca Falls proceden directamente de la Declaración de Independencia:

Cuando, en el curso de la historia, se hace necesario para una porción de la familia humana asumir entre la gente de la tierra una posición diferente de la que hasta entonces había ocupado... Creemos que estas verdades son evidentes por sí mismas: que todo hombre y toda mujer han sido creados iguales.

El feminismo no era un chiste de mal gusto. La Revolución feminista tenía que luchar, simplemente, porque las mujeres habían sido detenidas en un nivel de evolución inferior al de su capacidad humana. “La función doméstica de la mujer no agota sus energías”, predicó en Boston el reverendo Theodore Parker en 1853.

“Pretender que la mitad de la raza humana consuma sus energías desempeñando las funciones de ama de casa, esposa y madre, es un desperdicio monstruoso del material más precioso jamás creado por Dios.” Y a través de la historia del movimiento feminista, como una línea brillante y a veces peligrosa, corría también la idea de que la igualdad era necesaria para la mujer a fin de liberar a ambos, hombre y mujer, para una verdadera realización sexual.2

Porque la degradación de la mujer también degradaba el matrimonio, el amor y todas las cosas relativas al hombre y la mujer.

Tras la revolución sexual, dijo Robert Dale Owen, “el monopolio del sexo desaparecía, como muchos otros monopolios injustos; y las mujeres no se verían limitadas a una sola virtud, a una pasión y a una ocupación”.3

Las mujeres y los hombres que empezaron esta revolución dieron por descontado una buena dosis de malas interpretaciones, falseamientos y ridiculización, y de todo ello hubo para las primeras en defender en público los derechos de la mujer en América.

Fanny Wright, hija de un noble escocés, y Ernestine Rose, hija de un rabino, fueron llamadas, respectivamente, “ramera roja de infidelidad” y “mujer mil veces más baja que una prostituta”. La Declaración de Séneca Falls hizo lanzar gritos de “revolución”, “insurrección entre las mujeres”, “el reino de las enaguas”, “blasfemia”, a los periódicos pastores protestantes, hasta el punto que las más apocadas retiraron sus firmas.

Espeluznantes informes sobre el “amor libre” y el “adulterio legalizado” competían con fantásticos relatos de sesiones en los tribunales, sermones en la iglesia y operaciones quirúrgicas interrumpidas, porque a una mujer abogado, pastor o médico, se le antojaba de pronto obsequiar a su marido con un bebé.

La naturaleza y la misión de la mujer

Alfonse Mucha: "Francia abraza a Bohemia" (1918-1919), fragmento.
Alfonse Mucha: "Francia abraza a Bohemia" (1918-1919), fragmento.

A cada paso, en su ruta, las feministas tenían que luchar contra la idea de que estaban violando la naturaleza que Dios había dado a las mujeres. Los predicadores interrumpían las reuniones sobre los derechos de la mujer, enarbolando biblias y citando párrafos de las Escrituras: “San Pablo dijo... y la cabeza de cada mujer es el hombre”... “Que vuestras mujeres guarden silencio en la Iglesia, pues a ellas no les está permitido hablar”... “Y si quieren aprender algo, que se lo pregunten en casa a su marido; porque es vergonzoso que las mujeres hablen en el templo.” “Pero yo no aguanto que una mujer enseñe, ni usurpe autoridad al hombre, sino que esté en silencio; pues Adán fue el primero creado y luego fue Eva”... “San Pedro dijo: por lo tanto, vosotras, esposas, estaréis sujetas a vuestros maridos”...

Dar a las mujeres la igualdad de derechos destruiría aquella “suave y agradable naturaleza que no solo las hace retroceder ante la vida, sino que también la incapacita para entrar en ese torbellino y esa lucha que es la vida pública”, entonó prudentemente un senador de Nueva Jersey en 1866. “Ellas tienen una misión más elevada y santa. La de formar en el recogimiento del hogar el carácter de los hombres del mañana. Su misión está en el hogar, para suavizar las pasiones de los hombres con sus caricias y su amor, cuando éstos regresan tras la batalla por la vida, y no la de acudir a la batalla añadiendo más leña al fuego.”

“No parecen contentarse con haberse castrado ellas mismas, sino que además pretenden castrar a todas las mujeres del país”, dijo un asambleísta de Nueva York que se oponía a una de las primeras peticiones al derecho de la mujer casada a la propiedad y al sueldo. Puesto que “Dios creó al hombre como representación de la raza”, y entonces “tomó de su costado la materia para crear a la mujer” y se la entregó en matrimonio como “una carne, un ser”, la Asamblea denegó la petición: “Un Poder más alto que Aquel del cual emana la legislación ha dado la orden de que el hombre y la mujer no sean iguales”.4

El mito de que estas mujeres eran “monstruos antinaturales” se fundaba en la creencia de que al destruir la dependencia de la mujer, dada por Dios, se destruiría el hogar y se convertiría a los hombres en esclavos. Tales mitos surgen en cualquier clase de revolución que haga avanzar alguna parte de la familia humana hacia la igualdad.

La imagen de las feministas como inhumanas, feroces devoradoras de hombres, bien sea expresada como una ofensa contra Dios o en los términos modernos de perversión sexual, no es distinta de la imagen del negro como un animal primitivo, o del sindicalista como un anarquista. Lo que la terminología sexual oculta es el hecho de que el movimiento feminista fue una revolución.

Hubo excesos, naturalmente, como en toda revolución. Pero los excesos en las feministas fueron en sí mismos una demostración de la necesidad de la revolución. Fueron provocados por una repulsa apasionada de las degradantes realidades de la vida de una mujer ―una irrevocable esclavitud disimulada tras un suave respeto, que hacía a las mujeres objeto de un desprecio, tan ligeramente velado de los hombres que incluso ellas mismas se despreciaban. Evidentemente, el desprecio y el antidesprecio fueron más difíciles de borrar que las causas.

¡Claro que envidiaban a los hombres! Algunas de las primeras feministas se cortaban el cabello muy corto, usaban bloomers (pantalones cortos y muy anchos) y trataban de imitar a los hombres. Por la vida que vieron llevar a sus madres, por su propia experiencia, esas apasionadas mujeres tenían buenas razones para rechazar la imagen convencional de la mujer. Algunas incluso renunciaron al matrimonio y a la maternidad.

Pero al volver la espalda a la vieja imagen femenina, al luchar para liberarse a sí mismas y a todas las demás mujeres, algunas de ellas se convirtieron en una clase diferente de mujer: en seres humanos completos.

___________________________

1 Véase Eleanor Flexner: Century of Struggle: The Woman’s Rights Movement in the United States, Cambridge, Mass., 1959. Esta historia del movimiento en favor de los derechos de la mujer en los Estados Unidos, publicada en 1959 en el momento culminante de la era de la mística de la feminidad, no obtuvo la atención que merecía, ni del público inteligente ni los intelectuales. En mi opinión, todas las chicas que ingresan en una Universidad de los Estados Unidos deberían leerlo. Una de las razones de que prevalezca la mística es la de que poquísimas mujeres menores de cuarenta años conocen los detalles del movimiento feminista. Tengo una gran deuda con Miss Flexner por las muchas pistas concretas, que de otra forma podría no haber advertido en mi intento de llegar a la verdad que se oculta tras la mística de la feminidad y su monstruosa descripción de las feministas.

2 Véase Sidney Ditzion: Marriage, Morals and Sex in America —A History of Ideas, Nueva York, 1953. Este extenso ensayo bibliográfico escrito por el bibliotecario de la Universidad de Nueva York relata de manera documentada la continua interrelación entre los movimientos en favor de la reforma social y sexual en Norteamérica y, especialmente, entre el movimiento del hombre para una mayor autorrealización y plenitud sexual y el movimiento de la mujer para el logro de sus derechos. Los discursos y panfletos reunidos demuestran que el movimiento para la emancipación de la mujer fue considerado a menudo por los hombres, así como por las mujeres que lo dirigieron, como “la creación de un equilibrio equitativo de poder entre los dos sexos” para “una más satisfactoria expresión de la sexualidad en ambos sexos”.

3 Íbid., p. 107.

4 Yuri Suhl: Ernestine L. Rose and the Battle for Human Rights, Nueva York, 1959, p. 158. Una brillante narración de la lucha en favor de los derechos de la mujer casada para la posesión de sus propios bienes y de sus ganancias.

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