Referentes │ Kate Millett: “La revolución sexual entre 1830 y 1930” (Segunda parte y final)

“La revolución sexual y el Movimiento Feminista desenmascararon la doctrina de la caballerosidad y la sutil manipulación que encerraban sus mitos.”

Kate Millett: "La silla del amor" (1965), escultura de la serie Muebles fantásticos.
Kate Millett: "La silla del amor" (1965), escultura de la serie Muebles fantásticos.

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Antes de emprender el estudio de cualquier período histórico, conviene confrontar las diversas huellas que ha dejado. Cuando se examinan así las distintas pruebas recogidas del siglo comprendido entre 1830 y 1930, se descubre una desconcertante disparidad (cabe incluso decir una contradicción) entre la teoría y los hechos. Resulta particularmente instructivo comparar las dos versiones oficiales de la política sexual que prevalecen en la cultura actual: la cortesía y la legislación.

La caballerosidad convencional (cuya afectación alcanzó un grado máximo durante el siglo XIX) afirmaba con autoridad que la mujer se hallaba maravillosamente atendida por su “protector natural”. Y, sin embargo, el sistema legal —que traducía la situación material de la mujer, sin ninguna idealización— facilitaba una información bastante más cruda. Las reformas aportadas a la abyecta posición legal de la mujer constituyen uno de los mayores triunfos logrados por el Movimiento Feminista durante la primera fase de la revolución sexual.

Sin embargo, la legislación patriarcal no se rindió de buena gana. En Estados Unidos hubo que modificarla por partes, lenta y laboriosamente, estado por estado, a lo largo de las cuatro últimas décadas del siglo XIX. En Inglaterra ocurrió algo muy parecido: La Ley sobre la Propiedad de las Mujeres Casadas, que concedía a estas una amplia serie de derechos civiles, fue presentada en 1856, promulgada en 1870, enmendada en 1874, ratificada mediante el decreto de 1882, y completada en varias ocasiones hasta el año 1908. Señalemos que ni en Estados Unidos ni en Inglaterra se elaboró hasta una fecha muy tardía una ley aceptable sobre el divorcio.1

El matrimonio y los derechos civiles de la mujer

De acuerdo con el derecho consuetudinario que imperaba en ambos países al comenzar el período estudiado, el matrimonio suponía para la mujer una “muerte civil” —es decir, una pérdida de todos sus derechos— similar a la que padecen actualmente los reos al ser encarcelados. La mujer casada no estaba autorizada a controlar sus ingresos, ni a elegir su domicilio, ni a administrar los bienes que le pertenecían legalmente,2 ni a firmar documentos, ni a prestar testimonio. Su esposo poseía tanto su persona como sus servicios, y podía —y, de hecho, lo hacía— arrendarla al patrono que se le antojase y embolsarse las ganancias. Le estaba permitido perseguir legalmente a quien pagara algún salario a su mujer sin su consentimiento y confiscarlo. Todo cuanto una mujer casada ganaba se convertía en propiedad legal del marido.

Salvo en lo que concernía a la posesión de bienes, la mujer soltera gozaba casi de tan pocos derechos civiles como la casada. Ahora bien, la condición de la mujer casada —o femme couverte, es decir, literalmente, “mujer cubierta”— implicaba, según la jurisprudencia de todo el mundo occidental, una total dependencia material y una minoría de edad permanentes. El matrimonio hacía del esposo una especie de guardián legal de la mujer, quien, en lo sucesivo, quedaba relegada a un estado humillante similar al de los idiotas y los locos, a quienes la sociedad también consideraba “muertos ante la ley”.

Con independencia de su irresponsabilidad o de su incompetencia para asegurar el bienestar de sus hijos, el marido se hallaba legalmente autorizado a reclamar y recibir en cualquier momento los ingresos de su esposa, aun cuando ello supusiese un grave peligro para el sustento de la familia. En su calidad de cabeza de familia, el marido era “dueño” absoluto de la mujer y de los hijos, y podía incluso llevarse a toda la prole, si tal era su capricho, en caso de que abandonase a su esposa o se divorciase de ella.

Al padre, al igual que a un traficante de esclavos, le estaba permitido reclamar a cualquier miembro de la familia y retener a su esposa en contra de su voluntad. En Inglaterra, la mujer casada que se negaba a regresar al domicilio conyugal era castigada con el encarcelamiento.

Si el marido fallecía sin dejar testamento válido, el Estado podía adueñarse de todos sus haberes (ya que, según la ley, los bienes del matrimonio pertenecían únicamente al esposo), dejando a la viuda en completa penuria o, a lo sumo, legándole una parte ínfima de aquellos. La legislación del estado de Nueva York era sumamente minuciosa y edificante a este respecto; sin tener en cuenta el número de hijos, concedía a la viuda el siguiente patrimonio:

La Biblia de la familia, los grabados, los libros escolares y otros libros hasta un valor de 50 dólares; los tornos de hilar, los telares y las estufas; diez corderos y sus vellones, dos cerdos y toda su carne [...]; toda la ropa necesaria, las camas, los colchones y la ropa de cama; el vestuario de la viuda y los atavíos propios de su rango; tina mesa, seis sillas, seis tenedores y cuchillos, seis tazas con sus platos, un azucarero, un jarro para la leche, una tetera y seis cucharas.3

El matrimonio solo podía compararse con el feudalismo. Señalemos que, para evitar que la mujer abrigase alguna duda acerca de su condición de sierva, la ceremonia nupcial contenía claras exhortaciones a la sumisión y a la obediencia. Según la prescripción de san Pablo, la esposa debía mostrar ante su cónyuge la misma docilidad que ante el Señor, mandato que revestía más autoridad para la mujer piadosa (y se velaba por que la mujer recibiese buenas dosis de piedad) que cualquier precepto seglar.

La protesta de Lucy Stone y Henry Blackwell

Foto familiar de Lucy Stone y Henry Blackwell en su vejez.
Foto familiar de Lucy Stone y Henry Blackwell en su vejez.

La legislación secular era igualmente explícita sobre este punto y ordenaba la fusión del hombre y de la mujer en “un solo ser”, que, por supuesto, era el hombre. La descripción que ofrece Blackstone en sus Commentaries de la situación legal de la mujer constituye una perfecta definición de la dependencia femenina:

En virtud del matrimonio, marido y mujer son, ante la ley, una sola persona: ello quiere decir que el matrimonio anula la existencia legal de la mujer o, cuando menos, la vincula y supedita a la del marido [...]. Pero aunque nuestra legislación suele considerar al hombre y a su esposa una única persona, no obstante establece en ciertos casos una separación, siendo entonces la esposa inferior al marido y viéndose obligada a obedecerle.4

Cuando en 1855 se casó Henry Blackwell con Lucy Stone, su liberalismo y su simpatía por la causa feminista le indujeron a renunciar a un amplio conjunto de prerrogativas legales que le correspondían según el contrato matrimonial. El texto que expresa su abdicación tiene un encanto algo obsoleto:

Aunque reconocemos nuestro mutuo afecto abrazando públicamente la relación de marido y mujer [...] creemos que es nuestro deber declarar que semejante acto no implica en nosotros ninguna señal de adherencia y ninguna promesa de sumisión voluntaria a las leyes actuales que se niegan a considerar a la mujer un ser racional e independiente, y confiere, por el contrario, al marido una superioridad nociva y contranatural [...]. Protestamos en particular contra aquellas leyes que otorgan al esposo:
1. La custodia de la mujer.
2. El control exclusivo y la tutela de los hijos.
3. La posesión absoluta de los bienes muebles de la esposa, así como el usufructo de sus bienes raíces, a menos que estos le hayan sido previamente asignados a aquella o hayan quedado depositados en manos de algún fiduciario, como ocurre en los casos de minoría de edad, locura o idiotez.
4. El derecho incondicional a disponer de los frutos producidos por el trabajo de la mujer.
5. Protestamos asimismo contra aquellas leyes que conceden al viudo una participación más amplia y duradera que a la viuda en la herencia del cónyuge fallecido.
6. Por último, nos oponemos a todo ese conjunto de normas en virtud de las cuales “la existencia legal de la mujer queda anulada durante el matrimonio”, despojándola, en la mayoría de los Estados, de la potestad legal necesaria para tomar parte en la elección de su propio domicilio, redactar testamento, entablar pleito o ser sometida ajuicio y heredar cualquier patrimonio.5

Situación laboral de la mujer en el siglo XIX

Rose Schneiderman (1882-1972), feminista estadounidense.
Rose Schneiderman (1882-1972), feminista estadounidense.

Resulta interesante contrastar la actitud que solían mantener en sus declaraciones quienes la sociedad consideraba sus varones más “responsables” con algunos de sus prosaicos reflejos en la vida real. La mezcla confusa de fervor y recelo que constituía lo que entonces se entendía por caballerosidad queda claramente expresada en el siguiente discurso de un legislador:

Se ha dicho que “la mano que mece la cima gobierna al mundo”, y yo creo que esta afirmación no solo encierra belleza, sino también verdad. En nuestro país, la elevada posición social de que gozan las mujeres les permite ejercer sobre los asuntos públicos una influencia mucho mayor que la que les facilitaría el derecho al voto. Cuando Dios casó a nuestros primeros padres en el paraíso terrenal, hizo de ellos “hueso de un solo hueso y carne de una sola carne”; y nuestra teoría del gobierno y la sociedad se apoya sobre la suposición de que sus intereses son inseparables, y sus relaciones tan íntimas y afectuosas que todo cuanto beneficia a uno de los cónyuges beneficia igualmente al otro [...]. La mujer que se propone enemistar a su propio sexo con el hombre y luchar contra éste en virtud de algún poder político independiente, demuestra un estado de ánimo que, si ello fuera posible, llevaría al estado de guerra a todos los elementos de la sociedad que hoy se hallan en perfecta armonía, y haría un infierno de cada uno de nuestros hogares.6

Rose Schneiderman describe una realidad completamente distinta en su respuesta a la objeción planteada por un senador neoyorquino, según el cual las mujeres perderían su “feminidad” en caso de que se les otorgasen los mismos derechos humanos y civiles de que goza el hombre:

Muchas mujeres trabajan en las fundiciones, desnudas de cintura para arriba —si se me permite dar detalles— por causa del calor. Pero el senador no se opone a que estas mujeres pierdan así sus encantos... Por supuesto, todos sabemos que las fundiciones las contratan porque trabajan por menos dinero y durante más horas que los hombres. Son capaces, por ejemplo, de aguantar trece o catorce horas de pie, en medio de un vapor asfixiante, con las manos sumergidas en almidón caliente. A ciencia cierta, estas mujeres no perderán su belleza y encanto por dejar una vez al año su voto en la urna electoral más de lo que puedan perderlos en las fundiciones o lavanderías durante todo el año. No hay lucha más dura que la lucha por el pan, se lo aseguro.7

El amplio y documentado estudio de Wanda Neff acerca de la situación laboral que hubo de afrontar la mujer en la Inglaterra victoriana pone de manifiesto la escasa protección de que era objeto. Como en América, tenía que soportar en todos los ramos jornadas más largas, tareas más pesadas y condiciones de trabajo más nocivas que el varón, a cambio de una retribución inferior a la de este. Los Libros Azules del Parlamento, los informes de Kay-Shuttleworth y la obra de Engels titulada La situación de la clase obrera en Inglaterra ofrecen una visión aterradora de las atrocidades sufridas por las obreras inglesas durante la revolución industrial, mientras se proclamaba solemnemente la doctrina de la protección de la mujer en manos del hombre. Neff cita el testimonio personal de una “vagonetera” empleada en las minas de carbón de Little Bolton. En él llaman la atención tanto el sometimiento de la mujer a su marido como la explotación llevada a cabo por los patronos.8

Llevo una correa alrededor de la cintura y una cadena entre las piernas, y tengo que andar a gatas. La cuesta es muy empinada, y nos agarramos a una cuerda o a lo que podemos, cuando no hay cuerda [...]. El pozo está empapado y el agua nos cubre los chanclos. A veces, nos llega hasta los muslos. Mi ropa está mojada durante casi todo el día. Yo no he estado nunca enferma, más que en los partos. Mi prima cuida de mis hijos mientras trabajo. Estoy cansada cuando vuelvo a casa por la noche; a veces me quedo dormida antes de lavarme. Ya no me siento tan fuerte como antes y voy perdiendo resistencia en el trabajo. He sacado carbón hasta desollarme; la correa y la cuerda se aguantan peor cuando se está embarazada. Mi marido me ha pegado más de una vez por no estar dinámica. Al principio no conseguía acostumbrarme, y él tenía poca paciencia. He visto a más de un hombre pegar a su vagonetera.9

Una condición similar a la de los parias y esclavos

Incendio de Triangle Shirtwaist, 25 de marzo de 1911.
Incendio de Triangle Shirtwaist, 25 de marzo de 1911.

Otras contradicciones saltan a la vista del investigador. La época victoriana se caracterizó por su culto a la “pureza” y a la “castidad”. Y, sin embargo, entre 1860 y 1870, el Parlamento aprobó una serie de medidas, englobadas bajo el pomposo título de The Contagious Diseases Acts (Leyes sobre las Enfermedades Contagiosas), en virtud de las cuales el gobierno legalizaba y regulaba la prostitución.10 Esta se autorizaba desde la edad de doce años, y las citadas leyes precisaban que cualquier mujer podía ser tachada de prostituta por el testimonio de la policía y verse sometida a reconocimiento médico o, en caso de negarse, a encarcelamiento, quedando, en ambas alternativas, relegada a una indigna condición similar a la de los parias y esclavos.

Todos los sistemas de opresión han inventado —y cabe incluso pensar que han creído— un sinfín de fábulas relativas al beneficioso efecto producido por su despotismo sobre sus subordinados, vagamente percibidos bajo el tierno aspecto de respetados subalternos cuya servidumbre ennoblece la vida de sus superiores. He aquí otra visión del sometimiento y encierro de que era objeto la mujer:

Tengo la impresión de que el Dios de nuestra raza ha querido marcar a la mujer con una naturaleza más frágil y apacible que la inhabilita para los alborotos y contiendas de la vida pública. La mujer posee una misión más elevada y más santa: formar, apartada del mundo, el carácter de los hombres del mañana. Debe cumplir esta misión en el hogar, aplacando con halagos y cariño las pasiones del hombre que regresa de la lucha por la vida, en lugar de participar en el combate y avivar sus llamas [...]. El día en que se apaguen esos fuegos vestales del amor y la piedad, será un día de luto para esta nación.11

El tristemente famoso incendio de Triangle constituye una prueba más del abismo que existía entre la ilusión y la realidad. El 25 de marzo de 1911 se incendió el edificio ocupado por la compañía Triangle Shirtwaist, en el mismo lugar en que hoy se alza la Universidad de Nueva York. Las setecientas empleadas de la empresa trabajaban apiñadas entre apretadas hileras de máquinas.

El pánico estalló al propagarse rápidamente el fuego hasta las plantas novena y décima de la fábrica. Los ascensores resultaron inadecuados. Las escaleras se hallaban protegidas por verjas. Las salidas de urgencia estaban en su mayoría cerradas con llave. El edificio no contaba con escaleras de incendios exteriores. Tan solo tenía una interior, que terminaba a casi ocho metros del suelo y que no tardó en desplomarse bajo el peso de los cientos de personas que se agolparon sobre ella. Las escaleras más altas del servicio de bomberos solo alcanzaban el sexto piso. Las redes a las que se recurrió se rompían al recibir los cuerpos.

Al caer la tarde, se comprobó que habían muerto ciento cuarenta y seis operarias, jóvenes en su mayoría. Algunas habían perecido abrasadas; otras, al dar contra el suelo; otras más, empaladas en las rejas de hierro. Los dos propietarios de la gran compañía fueron sometidos a juicio y absueltos. La única sanción consistió en una multa de 20 dólares que se impuso posteriormente a uno de los socios.12

Sojourner Truth, la igualdad de las mujeres

Sojourner Truth (1797-1883), abolicionista y activista por los derechos de la mujer en Estados Unidos.
Sojourner Truth (1797-1883), abolicionista y activista por los derechos de la mujer en Estados Unidos.

Quienes llevaban la voz cantante en la ostentación de caballerosidad, demostraban un fatuo y desenfrenado sentimentalismo en todas sus alocuciones. Cito a continuación unas declaraciones del más puro antisufragismo, dedicadas a uno de sus temas favoritos, la maternidad:

Cuando el corazón del hijo late bajo el de la madre o junto al pecho de esta, la maternidad requiere ante todo tranquilidad y recogimiento, lejos de los debates, los acaloramientos y las contiendas. El bienestar, tanto físico como mental, de la raza humana descansa, en mayor o menor grado, sobre esa tranquilidad.13

A esta edificante prosa cabría oponer las palabras de Sojourner Truth, esa gran feminista y abolicionista que conoció en Nueva York las asperezas de la esclavitud, hasta que su abolición por dicho estado en 1827 le permitió graduarse en el servicio doméstico. En el transcurso de una convención celebrada en Akron (Ohio), en 1851, sobre los derechos de la mujer, Sojourner Truth dio la siguiente réplica a un clérigo que acababa de afirmar con elegante aplomo que esas débiles criaturas físicamente desvalidas que eran las mujeres no podían aspirar a gozar de derechos civiles:

Ese hombre dice que las mujeres necesitan ayuda para subir a los carruajes o salvar obstáculos, y que en todas partes se les ceden los mejores sitios. A mí nadie me ayuda a subir a los coches ni a saltar los charcos, ni me ofrece su asiento... y ¿acaso no soy una mujer?
¡Miren este brazo! Con él he arado, sembrado y recogido cosechas, sin ayuda de ningún hombre... Y ¿no soy acaso una mujer?
He sido capaz de trabajar y —cuando podía— de comer tanto como un hombre, ¡y también de aguantar el látigo! Y ¿no soy acaso una mujer?
He traído al mundo trece hijos, y he visto cómo los compraban otros hombres, pero solo Jesús ha oído mis llantos... Y ¿no soy acaso una mujer?14

La doctrina de la caballerosidad

Es imprescindible comprender que el dogma más sacrosanto de la política sexual del período Victoriano, a saber, la doctrina de la protección caballerosa y del respeto, descansaba sobre el supuesto tácito, producto de una hábil superchería, de que todas las mujeres eran “señoras”; es decir, miembros de esa fracción de las clases superiores y de la burguesía que demostraba una primorosa deferencia ante la mujer, si bien le negaba toda libertad legal o personal. Así, en virtud de esta táctica psico-política, se pretendía creer que todas las mujeres gozaban de la opulencia y ociosidad de las de clase alta, que tan importante papel representan en lo que Veblen denominó “consumo conspicuo”.15

Para que semejante maniobra resultase eficaz, había que mantener la división de las mujeres en función de la categoría social y convencer a las más privilegiadas de que disfrutaban de un bienestar inmerecido. La intimidación de la clase alta y la envidia azuzada en la clase baja coartaban con gran efectividad la solidaridad femenina. El conformismo social y sexual de la joven burguesa quedaba reforzado mediante el temor que le inspiraban los espectros de la carrera de institutriz, del trabajo en las fábricas o de la prostitución. Y la mujer menos favorecida no podía sino soñar que se convertía en una “señora”, ya que su única esperanza de vivir mejor radicaba en poder adquirir algún día cierta posición económica y social gracias a la atracción sexual ejercida sobre algún protector masculino.

Pese a que la conciencia de clase impedía que este hecho se produjese con frecuencia, dio lugar a una fantasía muy reiterativa en la literatura de aquella época. Cuando la “libertad” se confunde con una dorada voluptuosidad que solo puede conseguirse gracias a la generosidad de un hombre dotado, al parecer, de un poder y control ilimitados, apenas existen incentivos para luchar por la realización o la liberación personal.

Para triunfar tanto la revolución sexual como el Movimiento Feminista que la encabezó, tenían que desenmascarar la doctrina de la caballerosidad y descubrir la sutil manipulación que encerraban sus mitos. También debían de salvar las fronteras que separaban a las clases entre sí, uniendo a la dama con la obrera y a la mujer ligera con la respetable en tomo a una causa común. Dentro de ciertos límites, cabe afirmar que tales objetivos se consiguieron.

Marcha por los derechos de la mujer en México, 8 de marzo de 2016.
Marcha por los derechos de la mujer en México, 8 de marzo de 2016.

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1 En Inglaterra, la primera ley relativa al divorcio que supuso una reforma se aprobó en 1858. Se basaba en la duplicidad moral prevaleciente y no concedía el divorcio sino a costa de grandes dificultades y de una suma de dinero elevada. Las reformas posteriores no se promulgaron hasta después de la Primera Guerra Mundial. En América, algunos estados iniciaron algún cambio progresista a últimos del siglo XIX, y otros en pleno siglo XX.

2 El marido ejercía un derecho absoluto sobre los bienes mueble y los ingresos de su esposa. También disponía de grandes prerrogativas sobre sus bienes raíces, si bien algunas familias de terratenientes adinerados habían elaborado algunos artificios legales, en forma de “dotes” basándose en la jurisprudencia, puesto que ni la ley inglesa ni la americana reconocían la posesión femenina de bienes. Pero tales excepciones solo concernían a las clases acomodadas (en Inglaterra, se aplicaban a patrimonios superiores a 200 libras esterlinas). Se toleraban en beneficio de los intereses de dichas clases, y no de los de la mujer, quien, de todos modos, no podía disfrutar libremente de lo que la jurisprudencia le concedía.

3 Susan B. Anthony, Elizabeth Cady Stanton y Mathilda Gage: The History of Women Suffrage, Rochester, Nueva York, 1881, vol. 1, pp. 175-176.

4 Blackstone: Commentaries, vol. I, “Rights of Persons”, 3.a ed., 1768, cap. 14, p. 442. “Y, en consecuencia, se consideran inválidos todos los actos realizados por ésta en el matrimonio.” Resulta irónico que, tras semejante proclamación de la nulidad legal de la mujer, Blackstone afirme que ello está “principalmente encaminado al beneficio de las mujeres” y haga hincapié sobre “el marcado favoritismo de que goza el sexo femenino ante las leyes inglesas”. Estas dos últimas citas están tomadas de Blackstone, Laws of England (1765), Libro I, cap. 15, p. 433.

5 Anthony, Stanton y Gage: The History of Woman Suffrage, vol. I, pp. 260 y 261.

6 El orador es el senador Williams de Oregon. Tomado de Congressional Globe, congreso núm. 39 (1867), 2.a sesión, parte I, pág. 56.

7 Tomado de la alocución “Senators versus Working Women” pronunciada en el Cooper Union (sindicato de barrileros) ante la Wage Eamers Suffrage League of New York, el 29 de marzo de 1912, p. 5.

8 Otro historiador inglés afirma acerca de la posición laboral de la mujer: “Si bien los investigadores más eminentes de los movimientos laborales y sindicalistas prefieren cruzar con paso presuroso este peligroso campo, es preciso reconocer que, en los sindicatos, la mujer hubo de luchar contra el hombre, y no tanto contra el empresario; tuvo que afrontar a su patrón doméstico, y no a su patrón económico.” Roger Fulford: Votes for Women, Londres, Faber, 1957, pág. 101.

9 Wanda Neff: Victorian Working Women, Columbia University Press, Nueva York, 1929, p. 72. Habla una mujer de treinta y siete años, llamada Betty Harris. Neff describe así su tarea: “Las vagoneteras arrastraban la vagoneta por aquellas partes de la mina que eran demasiado angostas para utilizar caballos, o bien transportaban sobre sus hombros cargas de veinticinco a setenta y cinco kilos durante doce, catorce o dieciséis horas, e incluso, en ciertos casos excepcionales, durante treinta y seis horas seguidas”.

10 Semejante oposición no es sino aparente, ya que, como observa Halévy, “La moralidad sexual europea descansa sobre los pilares complementarios del matrimonio y la prostitución”. Elie Halévy: History of the English People in the Nineteenth Century, vol. VI, The Rule of Democracy, 1905-1914, p. 498.

11 Habla el senador Frelinghuysen, de Nueva Jersey. Tomado de Congressional Globe, congreso núm. 39 (1867), 2.a sesión, parte 1, p. 5.

12 Esta versión del incendio se apoya sobre la información aportada por Aileen Kraditor en The Ideas of the Woman Suffrage Movement, Nueva York, Columbia University, 1965, p. 155, y por Mildred Adams en The Right to Be People, Nueva York, Lippincott, 1966, pp. 123 y 124. Flexner recoge el grotesco detalle de que, según se descubrió en el juicio, las puertas exteriores de las escaleras estaban cerradas con llave con el fin de evitar el robo de mercancías o una huelga repentina. Adams subraya que este siniestro fue el punto de partida de una serie de excelentes leyes industriales que el movimiento sufragista apoyó con firmeza. Dos años antes del incendio, la huelga de Triangle facilitó una de las primeras pruebas de la capacidad femenina de organización laboral y constituyó un triunfo, tanto para el Movimiento Feminista —que prestó una ayuda sumamente valiosa— como para el Movimiento Sindicalista.

13 Estas declaraciones forman parte del discurso que el senador McCumber, de Dakota del Norte, pronunció contra el sufragio femenino en uno de los debates finales del Senado. La reforma núm. 19 se rechazó al día siguiente. Tomado de las actas de las sesiones, congreso núm. 65, 2.a sesión, vol. 56, parte II, p. 10774 (1919).

14 Anthony, Stanton y Gage: History of Woman Suffrage, vol. I, p. 116. En el original, este pasaje figura en dialecto, y se halla completado por comentarios de Gage harto descriptivos. He normalizado la ortografía, y extractado las palabras de Sojourner Truth.

15 En The Theory of the Leisure Class, Thorstein Veblen mantiene que la clase burguesa exhibe su opulencia mediante sus mujeres, cuya ociosidad y cuyos gastos superfluos constituyen una ostentación de la laboriosidad y el prestigio de sus propietarios, es decir, de sus maridos o de sus padres.

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