Los trabajos y los días, testimonio de una cubana en Madrid
“He estado a punto de desmayarme dentro de los calurosos trajes acolchados de muñecos ―confiesa la teatróloga Ámbar Carralero―. Mirar el mundo desde dentro de esos trajes me provocó un fuerte golpe de realidad.”
Hesíodo no hubiera imaginado este título para un texto que, esencialmente, es una crónica sobre los trabajos realizados por una mujer y madre migrante en España. En Los trabajos y los días (c. 700 a.n.e), Hesíodo se explica el origen del mundo y relata cómo la primera mujer, Pandora, esparció los males y los bienes de la Humanidad, al tiempo que destaca la importancia del trabajo honesto, siempre enmarcado, por supuesto, en un mundo de hombres.
Pues, como a estas alturas el conservador y misógino Hesíodo no puede reclamar, me apropio de su título, porque me parece excelente para describir esa conjunción entre los oficios (los trabajos) y el tiempo que pasa (los días).
Vida de estudiante
Como la “eterna estudiante” (referenciando a un personaje masculino de la obra El jardín de los cerezos de Chéjov), luego de llegar a España para realizar estudios de maestría, he tenido el atrevimiento y la idea, no demasiado cuerda, de continuar con un doctorado, a mis 36 años y con una hija de tres. Nuestra pequeña familia de migrantes, mamá + papá + niña, de la que hablaba en Desprendimientos enfrenta, además del reinicio de la vida en otro país, la crianza, y una serie de desafíos como la difícil conciliación entre horarios laborales, horarios escolares y mi carrera de doctoranda.
Cuando terminé la tesis de maestría, la universidad se me antojaba como una suerte de cubo en estado líquido, a punto de disolverse, mientras yo quería atraparla, aferrarme a ella como si fuera una parte de mí, de lo poco que podía conservar luego de haber emigrado y dejar atrás una vida profesional asentada y un grupo de colegas afines. Era la posibilidad de conservar algo de mi identidad intelectual, por decirlo de alguna manera.
En cambio, ahora que estoy matriculada en el doctorado que soñaba, la universidad aparece ante mí como una especie de bloque sólido que tiene la consistencia dura de la realidad concreta, y, por tanto, resulta impactante. Contemplo las monumentales edificaciones del Campus de Cantoblanco, sus árboles hermosos, y me parece tan “sólida”, tan posible, que me asusta. Me adentro en la majestuosa Biblioteca de Humanidades y me pregunto: ¿podré terminar el doctorado?, ¿podré asistir a los congresos y cumplir con el rigor de estos estudios en mis circunstancias?, ¿cuánto me costará esto a nivel emocional, físico, mental, económico?, ¿cuánto le costará a mi familia?
Son esas las preguntas que nos hacemos ante cada nueva etapa, pero sobre las que no se escribe tanto, porque, en general, relatamos la realidad con sus impactos definitivos y los sucesos que la definen en un acontecer fluido. Pero detrás de esa apariencia material y tangible de casi todo, se mueven estas aguas densas, turbias, pantanosas, de todas las inseguridades y miedos que atravesamos, hasta lograr sacar la cabeza por un rato, para luego volvernos a sumergir.
Conserje uniformada
Desde que llegué a España hasta la fecha, he trabajado en algunos empleos a tiempo parcial. Primero limpié unas lujosas oficinas, luego fui conserje de un edificio, impartí una asignatura extraescolar en un colegio público con grupos de infantes entre los 4 y 5 años. Actualmente soy animadora de eventos para niños y niñas.
Mientras hacía de conserje en el edificio, me imaginaba que estaba interpretando un personaje. Sabía que como migrante recién llegada me tocaba cualquier cosa, así que me dispuse a disfrutarlo. A los pocos días ya conocía los horarios de los vecinos, lo que preguntaban, a qué hora bajaban de sus apartamentos y cuándo retornaban. Cada crujido del ascensor era la expectativa de un “buen día”, “hasta luego”, “hasta ahora”.
Cuando limpiaba los ascensores venía a mi cabeza toda la filmografía de terror, suspenso y acción donde estos han sido motivo de las más disímiles situaciones. Recordaba la película El Resplandor de Stanley Kubrick, cuando miraba las lámparas y el brillo resplandeciente del suelo. Repasaba en mi mente los nombres de autores que habían escrito sus más reconocidas obras haciendo oficios similares o, trabajando en cafeterías. Para hacerlo todo más entretenido pensaba que a lo mejor se ocultaban secretos en ese lugar, un cofre con joyas, una criatura deforme en algún apartamento vacío, algún incidente trágico en el pasado, un minotauro en el sótano.
Pero la verdad es que no sucedió nada. Creo que probablemente lo más trágico de la vida ocurre sin darnos cuenta. Y en su paso, la vida que acontece y punto, es silencioso ese tiempo que va junto a nosotros y perdemos de vista ocupados en todo lo demás. Durante esos días pude sentir los minutos y el peso aburrido de la vida “real”. En lugar de cartas de amor, de confesiones inesperadas en los pasillos, de herencias, sólo llegaban facturas de luz, gas, agua, notificaciones de hacienda, publicidad no deseada y paquetes de compras online. En el sótano sólo logré ver polvo y dos cestos enormes de basura. Nunca salió un aliento feroz a través de la rendija de alguna puerta, ni se produjo sorpresa alguna. Pensé nuevamente en la cultura, en el mundo de la ficción y el arte, en lo imprescindibles que son para salvarnos del tedio.
A los pocos días contaba los minutos para irme, y hasta los vecinos más misteriosos se volvieron predecibles, el ruido de los carros afuera sustituyó cualquier murmullo raro que pudiera llegar desde los apartamentos. La vida es muy aburrida cuando llegas a la adultez. Aunque quieras jugar, el juego se vuelve serio y, en el partido, te juegas algunas cosas, importantes o no. Y comprobé todo lo que perdemos al crecer.
Sin embargo, dos semanas después, llegué a sentir que me gustaba ese trabajo. Los vecinos saludaban incluso repetidas veces en un mismo día, atravesaban con vergüenza y en puntillas el piso cuando estaba mojado. Cuidaban mucho la limpieza y el orden. Me gustaba la impresión de “inhabitado” que trasmitía a ratos el lugar, así podía leer una novela en la que sí se relataban acontecimientos y buscar empleos en internet. Limpiaba con el afán de quien limpia su propia casa, esparcía aromatizantes y regaba las plantas dos veces por semana, extrañamente logré mantenerlas vivas, cosa que jamás pude hacer en mi propia casa, excepto con los cactus.
Le tomé cariño a los viejitos y viejitas que vivían solos y siempre comentaban al pasar por el lobby algo sobre el clima, ya fuera el calor o la brisa fresca. Me gustaba sentarme en la silla de oficina luego de dejarlo todo reluciente, y sentirme a las puertas, a la entrada de algo. Tuve entonces la sensación de que rendirse es fácil, mucho más fácil de lo que imaginamos.
Al infinito y más allá
He estado a punto de desmayarme dentro de los calurosos trajes acolchados de muñecos. Recuerdo que el primero que me puse fue el de Buzz Lightyear, mirar el mundo desde dentro de ese traje me provocó un fuerte golpe de realidad. Estaba más cerca de ir directo “al más allá” que “al infinito”. Sabía que, si seguíamos demorándonos, tendría que cruzar los brazos en señal de alerta por falta de aire.
Aun así, soporté unos minutos más, vi por la rendija de la boca del Buzz cómo se abalanzaban sobre mí una turba de niños y niñas deseosos de descubrir quién estaba debajo de esa armadura esponjosa. Luego de que nos tomaran una foto con el cumpleañero y sus amigos, uno de ellos metió los dedos por la boca del muñeco directo a mis ojos. Si no me aparto con rapidez me hubiera arrancado algo más que un par de pestañas. Fue entonces que mi compañera tomó mi brazo y me sacó de allí.
Otra experiencia “inolvidable” fue durante un espectáculo en el que estaba disfrazada de Minnie Mouse. La cabeza me quedaba grande y perdía un poco la perspectiva de dónde estaban el suelo y las manos del montón de infantes que me gritaban para que les saludara. Había una escena en la que Minnie y Mickey caían al piso. El público reía un montón. Debíamos estar tendidos durante varios segundos que me parecían eternos, porque apenas podía respirar luego de una extensa secuencia de acciones físicas. Cuando me tumbaba en el suelo sentía que si no me levantaba rápido ahí quedaría. Mi compañero de escena, con más experiencia que yo, me alentaba: “no te preocupes, al principio tienes la sensación de que te vas a morir, pero no te mueres”.
Esos muñecos son toda una experiencia. Llevarlos puestos deviene en metáfora curiosa. Manifiesta externamente el esperpento que eres y cómo te sientes por dentro. Mientras el mundo de afuera parece feroz y un poco absurdo, a ratos tú misma puedes ser una compañía poco agradable. Tu diálogo interno no es el mejor, y vas como muñecón de feria tratando de encajar en un esfuerzo sobrehumano de resiliencia, adaptación, supervivencia. Desde adentro de esa armadura, llegas a creer que pasas inadvertido, por tanto, estás más cómodo y, al mismo tiempo, más expuesto a tu propio show de resistencia.
Otra experiencia “rara” sucedió cuando me puse el traje de Rodolfo, El Reno. Supe que no vería nada cinco minutos antes de salir. Una compañera me tomaba la mano y me guiaba dándome instrucciones en voz baja. Cuando sonó la canción que nunca había escuchado “Era Rodolfo un reno, que tenía una nariz roja como un tomate…”, bailé al ritmo simpático y burlón del tema musical. Luego hasta un trencito hicimos conmigo a la cabeza, seguida de pequeños y pequeñas que coreaban el estribillo “todos sus compañeros se reían sin parar” y reaccionaban a unas payasadas que yo hacía sin ni siquiera verme a mí misma.
Días después asistí al colegio donde estudia mi hija. Estábamos invitados como padres al baile de navidad, y ahí estaba mi pequeña disfrazada de reno, cantando la canción y bailándola junto a sus compañeros. Por suerte, con un disfraz muy cómodo y fresco. No podría explicar lo que sentí. Fue como si mi noción de “cultura” estallara.
Siempre que regreso de trabajar en un cumpleaños o evento, mi hija corre hacia mí para ver qué traigo en la cara. Alguna estrella pequeña o brillante pegada al rostro me queda, y ella, inmediatamente me la quita para ponérsela. Yo, que ya conozco el ritual, me dejo maquillaje y brillos durante el largo recorrido en metro. Brillo por fuera aunque vaya algo mustia por dentro.
La caja de Pandora
He de añadir que me considero afortunada de tener trabajo y que el equipo de mujeres (en general, migrantes de países latinoamericanos y caribeños) que me acompañan en estos eventos son una inspiración en todo sentido y además un núcleo muy cálido de personas, donde puedo ser yo misma. Al principio, me daba un poco de vergüenza dirigirme a las personas en los eventos, temía que me preguntaran cosas sencillas como dónde está el baño o si las galletas que estaban comiendo sus hijos tenían gluten.
Recuerdo con mucha simpatía cuando, en medio del intermedio de uno de los espectáculos, la abuela de una colega argentina le decía por video llamada a todos los vecinos que su nieta estaba triunfando en España. Mientras, ella sentía que sólo estaba disfrazada con otro de los muñecos calurosos mencionados. Sin embargo, esos días de funciones pude sentirme artista otra vez. Trabajamos como un equipo muy profesional. El público siempre nos ovacionó. Los niños, al vernos a Minnie y a Mickey, nos gritaban desde los balcones como si fuéramos estrellas de rock.
En los camerinos se llevaban a cabo los debates más álgidos y profundos que se puedan imaginar. Política, teatro musical, ópera, cine de autor, empoderamiento femenino, comida ecológica y vegana… Varios de los integrantes de ese espectáculo, desde los actores hasta su directora, son profesionales altamente valorados en sus países de origen, apenas tienen treinta años. Son personas que están peleando durísimo por llevar el pan a sus casas, pagar la renta y no renunciar a sus sueños.
En esta etapa de trabajos temporales he aprendido a respetar mucho más los oficios, a intuir a los artistas que se esconden detrás de los disfraces de camareros, cuidadoras de hogar, mucamas. Las grandes habilidades y el esfuerzo inmenso que todo el personal destinado a ofrecer servicios realiza a diario en los supermercados, tiendas, parques, cafeterías. Reconozco con facilidad esa “sonrisa” que parece tatuada en las caras, mientras las personas por dentro están agotadas y con ganas de regresar a casa. Creo que, a pesar de lo duro que es, cuando das el salto y eres capaz de renunciar por un tiempo a tu “yo, ego, necesidad, pasión” por hacer sólo lo que te gusta y para lo que en definitiva te formaste, algo se mueve en ti, se hace más elástico, más flexible, más humano, y si sabes aprovechar las experiencias, probablemente logres enriquecer tu posterior desempeño.
No obstante, no quisiera edulcorar una realidad que, en muchos casos, resulta aún más compleja, porque puede prolongarse durante años, asociada a menudo a problemas legales, explotación laboral y una serie de situaciones que dificultan la calidad de vida, o llegan a ponerla en riesgo. En definitiva, esta es sólo mi experiencia, pequeña, personal, y tiene el peso predecible de los días comunes donde no aparecen centauros (por suerte) en las estaciones de metro ni grandes mecenas descubren nuestro talento y nos llevan al estrellato.
Tiene también un poco de aquello que dijo Machado a los caminantes “no hay camino, se hace camino al andar”, y mucho de la esperanza, que, a pesar de los males, la pérfida Pandora (inventada por el conservador Hesíodo) dejó intacta dentro de la caja. Esa esperanza que no se muere y permanece intangible, callada, oculta, y que, como una corriente subterránea, nos moviliza y nos hace llegar a donde imaginamos, o incluso, mejor, a donde no alcanzamos a imaginar.
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