El acoso es una forma de violencia. 2da parte: el Acoso Social

| Observatorio | 21/02/2018
mujer cubana mirando de frente
Leidy Vidal. Foto: Yaudel Estenoz.

Llegar a la universidad al fin significó, para mí, la posibilidad de no solo cumplir mis sueños profesionales sino escribir de otra manera mi historia en sociedad, empezar de cero y batallar contra mi timidez para incluirme en los grupos y ser aceptada, en medio de un contexto que debía serme mucho más favorable puesto que las personas a mi alrededor compartían muchos intereses y gustos parecidos. Claro, la cosa no es tan fácil así, puesto que también están los estereotipos sociales de femineidad a los cuales yo no me amoldaba ni me amoldo aún: el aspecto físico, pues seguía teniendo sobrepeso; el cómo me muestro al mundo, pues nunca he sido presumida ni doy demasiada importancia al maquillaje, la ropa de moda, o los accesorios “femeninos”; mis elecciones de vida, puesto que tuve pocos novios, y no tenía sexo por tener sexo como la mayoría de las de mi edad, por lo que fue a los 22 años que tuve sexo por primera vez; mi conducta personal, tímida, introvertida. No obstante, luché por lograrlo. Y cuando en 1998 logré quedarme en un convento de las Religiosas de María Inmaculada —quienes tienen como carisma a las jóvenes que se encuentran fuera de su entorno familiar por estudios o trabajo—, desde tercero a quinto año de mi carrera de Letras en la Universidad de La Habana, me sentí mucho más protegida.

Y justamente, entonces, cuando estaba más segura, por esos mecanismos caprichosos que tiene la mente para reaccionar ante el estrés continuado, caí en la depresión. El detonante fue un maltrato flagrante en una institución de salud habanera, que reabrió todas las heridas que mal habían cicatrizado en mi autoestima por tanto acoso. Puedo decir que fue una reacción tardía, porque he leído luego y conocido casos de personas en casos parecidos al mío que se deprimieron gravemente, e intentaron el suicidio (algunas con éxito), a una edad mucho más temprana. Mi depresión era grave, me afectaba físicamente con mareos y temblores, falta de apetito, apatía total a lo que antes me interesaba, y pensé varias veces en el suicidio, el método infalible para dejar de sufrir —pero el recuerdo del amor familiar, especialmente el de mi mamá, y el sufrimiento que le causaría a ella, me disuadieron todas las veces que planeé cómo realizarlo con efectividad—. Mi madre me llevó a un psiquiatra pero mi estado solo mejoró por un tiempo para luego agravarse puesto que el tratamiento solo con medicamentos, que es el que los psiquiatras cubanos usualmente prescriben —o al menos eso es lo que he visto, y lo que fue usado en mi caso— no era el adecuado. Las monjitas me sacaron de la cama en mi segunda recaída y me llevaron a ver a un padre jesuita quien además era psicólogo, el que las aconsejaba a ellas en sus dudas existenciales, para que él me evaluara e intentara curarme. Entré desvalida, temblando y casi sin poder sostenerme a conversar con él, y salí casi totalmente recuperada. ¿Milagro o magia? No lo creo, solo utilizó su habilidad para aplicar la psicoterapia, para escuchar todo lo que yo tenía que decir, para aconsejar y aclarar los espacios oscuros. Sí, él también me recetó medicamentos, pero mucho menos agresivos que los de la psiquiatra, y se enfocó en varias sesiones de conversaciones combinadas con un “diario de sueños” donde yo misma debía entender los significados ocultos tras mis pesadillas o elaborados estados oníricos. En fin, que me recuperé gracias a eso, y de paso, comencé un camino que aún no dejo de transitar en la elevación de mi autoestima, mi satisfacción conmigo misma y las decisiones personales que tomo para mi vida.

La práctica hoy muestra que cualquier niña, niño o adolescente que se sale de los estereotipos tradicionales se convierte en sujeto de acoso, y entre las consecuencias más graves del acoso están el abandono escolar, la falta de motivación y la disminución de la autoestima de quienes lo sufren, lo que en muchos casos llega hasta el suicidio. Me estremeció hace poco leer el caso de una joven española en cuyas palabras me vi reflejada: “Hay un momento en el que crees que la vida es eso. Que tú eres así, débil. Que la gente es mala. Que no solo es que haya unas niñas malas que te fastidian: es que los profesores lo permiten, e incluso participan. Y empiezas a pensar que es mejor que tu madre no vaya a quejarse al colegio porque cada vez que va, la cosa empeora. Primero no quieres ir al colegio, luego no quieres salir de casa. Y al final ya no quieres salir ni de tu habitación. Y sí, yo vi que no había otro camino, que tenía que suicidarme”. Lastimosamente, ese es el camino que muchas acosadas toman, u otras, como yo, terminan sufriendo una depresión grave y el mismo deseo de muerte ya en la juventud. Otra consecuencia es que las víctimas puedan convertirse en mujeres con poca autoestima, desconfiadas de las otras mujeres, sin amigas, y muy estresadas en su vida diaria. Las cicatrices quedan y sobreponerse es duro; la literatura fue, desde pequeña, para mí, mi mejor tabla de salvación, tanto leerla como escribirla me daban una válvula de escape, pero eso es algo con lo que no todo el mundo puede contar.

En los últimos años, hay normativas jurídicas puestas en vigor sobre el tema en muchos países de América Latina, como Honduras, Guatemala, Perú y Chile, que cuentan ya con programas para prevenir el acoso escolar, y también en los Estados Unidos, donde este fenómeno tiene una alta prevalencia y ha traído lamentables consecuencias familiares y sociales. Tal vez sea necesario, pues, tomar también en Cuba otras medidas, impulsar leyes contra el bullying y lograr una mayor visibilización del problema en pos de prevenir que ocurra, y para ayudar a las víctimas a superarlo.

Yo puedo decir que hoy sigo luchando por superarlo. Soy filóloga, máster en Cultura Latinoamericana, escritora; he sido profesora universitaria, trabajo en una editorial (territorial y con pocos recursos, pero que me permite sentir que hago el trabajo para el que estudié y que disfruto); he publicado cinco libros (cuatro de poesía y uno de ensayo) y tengo escritos varios más en distintos géneros, algunos ya en proceso de edición; soy miembro de la Filial de Literatura de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, y gozo de un prestigio bien ganado entre mis colegas; llevo una relación amigable con la mayoría de las personas a mi alrededor, sean estas de la condición social, intelectual o identitaria que sean; es decir, me siento complacida conmigo misma, no satisfecha porque creo que tengo muchas metas por alcanzar aún, y bastante realizada en lo profesional —hasta donde mis posibilidades y mi contexto me lo permiten—, pero aún enfrento el acoso.

Este es más sutil pero igualmente lacerante, y se trata otra vez del acoso social, de ese ataque de la sociedad hacia lo diferente, especialmente hacia las mujeres que no se avengan con lo que la cultura patriarcal ha acuñado como lo “normal”. Por eso me topo a cada rato con esa palabra que repiten sobre mí: “rara”. “Ella es rara”, es lo menos que murmuran, cuando no me acusan de ser una “lesbiana de closet”. ¿Y por qué? Pues porque sigo siendo gordita, sigue sin interesarme la moda, no uso demasiado maquillaje —solo en ocasiones especiales—, no soy presumida, no sé cómo practicar la coquetería. No tengo un hombre a mi lado para que me “represente”, como la sociedad reclama; he decidido responsablemente no casarme si no me enamoro del hombre realmente adecuado para ello, el que valga mi tiempo, mi cariño, y me valore por ser quién soy y cómo soy, y me apoye para que siga creciendo como mujer y profesional —bastante difícil de encontrar, ¿no?—; tampoco tengo hijos, y no considero una “producción independiente” como algunos lo llamaban una buena forma de maternidad, creo que un hijo merece mucho más que eso; además, no considero que una mujer necesite obligatoriamente ser madre para estar realizada como mujer, aunque respeto profundamente a las que lo son en medio de tan difíciles circunstancias como las que las cubanas vivimos desde hace muchos años, puesto que ellas son verdaderas heroínas cuando ejercen su maternidad con todo el compromiso que esta conlleva.

Sobre este aspecto puedo aportar una anécdota ilustrativa que me ocurrió mientras cumplía la “Misión Cultura Corazón Adentro” en el año 2012 en la República Bolivariana de Venezuela. Allí, acabadita de llegar y sin conocer a nadie, fui ubicada en un barrio del estado Miranda llamado Palo Verde, donde debía convivir con artistas de danza, plástica, música y teatro de ambos sexos (allí yo era la única de literatura) y fui diariamente acosada por una compañera que expresó con todas sus letras a las otras compañeras que yo era “peligrosa”, porque “una mujer que no tiene hijos es capaz de cualquier cosa”; no sé exactamente a qué se refería, pero supongo que tenía que ver con el miedo a que yo desertara de la misión al no tener hijos esperándome en Cuba que sufrieran por ello —la deserción de un compañero de misión traía consecuencias también para sus compañeros, por lo que la sospecha era un síndrome del que casi todos padecían—. El caso es que ella me vio, desde el inicio, como un problema, como alguien que le molestaba, supongo que también porque esta mujer era vista como líder del grupo y yo desafié su autoridad al brindarle mi amistad a una lesbiana a la cual ella me había advertido no me acercara. Una vez más, mi cuerpo sufrió los embates del acoso psicológico al que ella me sometía con malos tratos, humillaciones, ofensas y amenazas, y enfermé —asma y sangramiento uterino— al punto de que mi jefa de especialidad, mujer solidaria, demandó al Coordinador de Estado de la misión cubana que me cambiara de ese lugar a otro contexto donde mi salud física y mental estuvieran más protegidos. Luego, muchas personas, incluso mis otras compañeras allí, se escandalizaron del acoso al que aquella mujer me había sometido sin razón válida alguna, pero eso no cambió nada para ella: siguió ejerciendo su poder y lastimando a otras personas.

Hay quienes consideran que cuando las mujeres aplican el acoso hacia otras mujeres, lo que a la sazón ha comenzado a llamarse wollying —por la combinación de las palabras en inglés “mujer” (woman) y acoso (bullying)— tiene que ver con que cuando la mujer carece de autoestima y de valores, entonces puede convertirse en victimaria de otras mujeres al llenarse de miedo porque esa otra persona representa lo que se quiere o anhela. Es posible que ese fuera el caso de esa señora; tal vez yo representaba lo que ella quería ser: una mujer libre, de mente abierta, inteligente y capaz; ah, y sin hijos, tal vez la maternidad era para ella más una carga, un lastre, que una fuente de realización personal y placer.

Día a día, tengo que reafirmarme y crecerme para enfrentar a una sociedad que bombardea a mujeres como yo con exigencias de ¿cuándo te vas a casar?, ¿cuándo vas a tener hijos?, o ¿por qué no te buscas un hombre para que te acompañe aunque sea por las noches? No tener casi pareja —oficial o solo compañeros sexuales—, es otra fuente de estigma para una mujer tanto como el caso contrario, el de la que tiene demasiadas parejas. Decidir que una puede vivir sola y no sentirse frustrada, vivir sola y no ser infeliz, vivir sola y sentirse realizada, parecen ideas “locas” y demasiado “raras” para la sociedad patriarcal en que vivimos, incluso para las mismas mujeres educadas en esa cultura. Es necesario que se entienda de una vez que un ser humano no se define, ni tiene menos deberes o derechos, por su físico, sus costumbres, sus elecciones de vida, su identidad u orientación sexual, o su conducta individual o personal; y mucho menos eso aplica para definirse como mujer.

Las mujeres, históricamente marginadas, discriminadas y violentadas por esa cultura patriarcal que nos lastra —incluso a pesar de lo que hemos avanzado en materia de derechos igualitarios y representación social—, las mujeres y las niñas cubanas, necesitamos liberarnos de ese flagelo, de esa violencia muchas veces silenciada que es el acoso —y nótese que no he tocado el tema del acoso sexual, que merece un aparte— porque también mata.

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