La encrucijada de Cuba: entre el ajuste necesario y la pobreza crónica
En un contexto de crisis sistémica, con una población agotada e insatisfecha, el gobierno de Cuba lanza un Programa para subir el precio de productos básicos.
Cuba enfrenta la peor crisis de su historia reciente, un escenario que va más allá de la recesión económica. Es una tormenta perfecta donde el deterioro de la infraestructura y la emergencia social chocan con una inestabilidad macroeconómica crónica. La realidad cotidiana de la isla se define por el colapso de los servicios básicos. Los largos y recurrentes apagones paralizan la dinámica natural de la vida y sumen a los hogares en la oscuridad, el calor y los mosquitos. Los desechos se acumulan en las calles sin que nadie los recoja, los viejos edificios se desploman y las enfermedades proliferan. A esto se suma el crítico estado de la infraestructura económica: la zafra azucarera ha tocado mínimos históricos, la producción agrícola es insuficiente para alimentar a la población y el déficit de combustible asfixia tanto al transporte público como a la gestión privada.
En el plano social, las consecuencias más palpables son la escasez de alimentos y medicinas, y una hiperinflación que los empobrece más cada día. El deterioro del poder adquisitivo de los salarios y pensiones, tanto como la brutal represión a toda crítica, han empujado a miles de cubanos a emigrar, un éxodo de capital humano sin precedentes que envejece la población y quiebra emocionalmente a las familias.
Es en este contexto de emergencia social, con una población agotada e insatisfecha, que el gobierno presenta su “Programa para corregir distorsiones y reimpulsar la economía”. Es, en esencia, un reconocimiento de que el modelo económico tiene distorsiones sistémicas, pero es un reconocimiento formal que propone vías generales y vagas para resolver el problema. Estructurado en diez objetivos se ofrece como vía para estabilizar economía, incrementar los ingresos externos y reactivar la producción, especialmente la alimentaria. Quizás su único mérito es que identifica uno de los problemas centrales de la crisis cubana: el déficit fiscal crónico, financiado con la emisión incontrolada de dinero, como el principal motor de la inflación.
La solución que ofrece este Programa es el ajuste fiscal y la reducción de subsidios, al tiempo que propone mantener el control ideológico y político, apelando a una unidad que niega de hecho la diversidad de criterios, la soberanía popular y los derechos individuales, así como el rechazo airado a las críticas, incluso si estas son razonadas, y la renuencia a realizar cambios que impliquen la participación de otros actores en el debate público. De este modo, el gobierno desconoce que la crisis económica que vive hoy Cuba es también una crisis política y de legitimidad, y que por eso requiere cambios políticos.
La carga en el ciudadano

La medida más dura y de aplicación más inmediata que propone este nuevo Programa es la sustitución de los subsidios a productos por subsidios directos a las personas; lo que implica el aumento del precio a productos y servicios de primera necesidad: electricidad, agua, transporte de pasajeros, gas licuado y otros combustibles, los alimentos de la canasta básica, así como la implementación de nuevos impuestos que elevan aún más los precios, como el Impuesto sobre Valor Agregado (IVA), y continuar la dolarización de la economía aunque la mayoría de los trabajadores cobren en moneda nacional.
Desde el pensamiento económico más ortodoxo, estas medidas pueden parecer lógicas e inevitables, pues el Estado no debe seguir subsidiando ineficiencias con dinero inorgánico. Sin embargo, su aplicación tiene consecuencias profundas para la justicia social en medio de la crisis, e ignora que el déficit fiscal y en general el factor económico son solo una parte el problema.
El aumento de precios y la implementación de impuestos en el escenario de contracción económica y bajo poder adquisitivo que vive la mayoría de los cubanos es, en efecto, necesario, pero tiene implicaciones políticas, sobre todo para un Estado que ha impedido sistemáticamente la gestión económica privada y el ejercicio de derechos fundamentales, y donde no hay transparencia ni un control efectivo sobre la gestión del gobierno.
Por otra parte, la viabilidad de este tipo de programas, que también otros países se han visto en la necesidad de aplicar, descansa en dos pilares clave: la eficacia de las compensaciones y el rendimiento productivo inmediato. Así, el subsidio directo a las personas debe ser suficiente, ágil y oportuno para que el aumento en los gastos no anule el ya precario ingreso familiar. Si el subsidio falla, la crisis se agudiza con consecuencias fatales para los más vulnerables. Y el ahorro fiscal debe invertirse sin demora y de forma eficiente en la importación de insumos para la agricultura y en la solución de la crisis energética. Si el ajuste fiscal solo se usa para sanear las cuentas del Estado, sin generar más oferta, la inflación continúa creciendo.
La retórica y la práctica del Estado

Las últimas décadas de gestión estatal en Cuba han demostrado con creces una obvia contradicción entre el discurso del gobierno y su accionar práctico, con un patrón reiterado de incoherencias, obstinación en el error, dilación de los cambios y falsas rectificaciones que, en los últimos años, han llegado al paroxismo y lanzado a la economía de la isla en caída libre. La “Tarea Ordenamiento”, es un buen ejemplo.
La narrativa oficial, por otra parte, está plagada de bellos términos como “estabilización macroeconómica”, “apoyo al sector no estatal” y “participación popular”. El discurso es claro al admitir “fallas internas” y este sería un paso positivo en el reconocimiento de la gravedad de los propios errores, pero es un reconocimiento formal, frío e insuficiente para un gobierno que ha perdido casi totalmente su credibilidad. Esas “fallas” se atenúan con la apelación obsesiva a las sanciones externas, que intentan justificar la insuficiencia de un Estado que, en el ejercicio omnímodo de su autoridad, se ha vuelto arrogante y violento; lo que desestimula cualquier análisis crítico de sus proyectos e impide la rendición de cuentas tan necesaria para que un programa como este tenga resultados.
Por otro, el Programa habla de la necesidad de que las MIPYMEs y otras formas de gestión jueguen un papel “complementario” en la economía y promete la descentralización de los procesos. La práctica, sin embargo, revela una cautela excesiva y una primacía del control central que limita la viabilidad del sector privado.
A pesar de su detallada estructura de objetivos y su enumeración de tareas generales, el Programa carece de cronogramas concretos y responsables fiscalizables para la mayoría de sus acciones. Esto augura la persistencia de dos “fallas” crónicas que ya muestra desde antaño la gestión estatal en Cuba: la dilación y la ineficacia.
No obstante el tímido apoyo al sector privado, este no pasa del discurso a la práctica, pues el Estado mantiene un control absoluto sobre el mercado cambiario, los procesos de importación y la financiación. Un economista diría que es incoherente pedirle al sector privado eficiencia si no se le permite importar directamente o acceder a divisas de forma transparente, sin la costosa intermediación estatal.
El gobierno, en la práctica, prioriza la implementación de la carga fiscal ―el aumento de los precios y la implementación de nuevos impuestos― sobre la liberación de las fuerzas productivas. Esto hace pensar que el plan es, ante todo, un mecanismo para sanear las finanzas del Estado a costa del ciudadano, arriesgando aún más el ya casi nulo consenso social.
¿Un instrumento para el avance o la legitimación?

La viabilidad del Programa es escasa si se aplica como agenda para imponerle al país más austeridad y control. Para que tuviera el éxito que aspira a tener, el gobierno debería dar un giro en su política y demostrar que la implementación de sus objetivos es inversa al costo social:
- Prioridad productiva: la inversión en agricultura y la solución de la crisis energética deben ser los primeros rubros en mostrar resultados tangibles.
- Transparencia cambiaria: el Estado debe diseñar un mercado cambiario que libere las divisas para los productores y no solo para el sector estatal.
- Compromiso ejecutivo: el plan no debería ser un documento político, sino un instrumento de gestión con responsables y consecuencias bien definidos.
Si solo se implementa la subida de precios, la gente verá el programa como un ajuste de cuentas que no resuelve los problemas estructurales de la economía, sino que lanza sobre el pueblo, ya agobiado por las carencias y la falta de oportunidades, la carga de la ineficacia estatal. Desconocer esto es un error grave, otro más en una muy larga lista: el desafío de Cuba no es solo corregir distorsiones económicas, sino superar la brecha de confianza y ejecución que ha caracterizado la gestión de la crisis en los últimos años.
La hora de la verdad para el gobierno cubano no sonará en las reuniones de burócratas donde se discuten programas abstractos como este, ni en la propaganda triunfalista y sin base con que buscan hipnotizar a los ciudadanos, sino en los mercados donde la gente debe adquirir lo necesario para vivir y en la estabilidad de los servicios: la electricidad, el agua, la recogida de desechos, la atención médica y la educación de las nuevas generaciones. El tiempo, en esta encrucijada, es el recurso más escaso, y quienes detentan el poder en Cuba siguen perdiéndolo.
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