Referentes │ Elfriede Jelinek: “Al margen”
En su discurso de aceptación del Premio Nobel de Literatura, Jelinek habla de su relación con el lenguaje y de la marginalidad inevitable de los escritores.
Considerada por muchos una feminista radical y una de las autoras dramáticas más importantes en lengua alemana, Elfriede Jelinek es también una de las más polémicas y cuestionadas. La complejidad de su lenguaje, en ocasiones autorreflexivo y ríspido, difícil de clasificar en ningún género literario, hace de ella una escritora peculiar en el panorama de las letras austríacas y muy poco conocida por los lectores de otras lenguas. Entre sus temas recurrentes están el consumismo, la conversión de las relaciones humanas y el cuerpo ―especialmente el de las mujeres― en una forma de mercancía, los remanentes del pensamiento totalitario en Europa, y la explotación sistemática en las sociedades contemporáneas.
En su discurso de aceptación del Premio Nobel de Literatura 2004, con ese estilo propio que la distingue, a medio camino entre el flujo de conciencia y la ficción, Jelinek habla de su difícil relación con su lengua materna, del uso cotidiano que se hace de ella, y de la marginalidad inevitable y casi voluntaria del escritor en nuestro tiempo.
Al margen
¿Escribir es el don de acurrucarse, de acurrucarse con la realidad? Claro que uno desearía acurrucarse, pero ¿qué me sucedería entonces? ¿Qué les sucede a quienes desconocen la realidad por completo? Es tan desordenada. Ningún peine podría alisarla. Los escritores la atraviesan y, desesperados, recogen su cabello en un peinado que los atormenta por las noches. Algo anda mal con su apariencia. El cabello bien recogido puede ser expulsado de su hogar onírico, pero ya no se puede domar. O vuelve a caer lacio, un velo sobre el rostro, justo cuando se lo podría amoldar. O se eriza de manera involuntaria, horrorizado por lo que sucede a su alrededor. Simplemente no se arregla. No quiere. No importa cuántas veces se pase el peine con los dientes rotos, simplemente no funciona. Algo está aún peor que antes.
La escritura, que trata de lo que sucede, se escurre entre los dedos como el tiempo, y no solo el tiempo durante el cual se escribió, durante el cual la vida se detuvo. Nadie se pierde de nada si la vida se detuvo. Ni el tiempo vivo ni el tiempo muerto, y el que está muerto, en absoluto. Mientras uno aún escribía, el tiempo se abría paso en la obra de otros escritores. Puesto que es tiempo, puede hacerlo todo a la vez: abrirse paso en la propia obra y simultáneamente en la de otros, soplar en los peinados desaliñados ajenos como un viento fresco, aunque maligno, que surge súbitamente desde la realidad. Una vez que algo surge, quizá no se calme tan fácil.
El viento furioso sopla y arrasa con todo. Lo arrastra todo, sin importar adónde, pero nunca de vuelta a esta realidad que se supone que está representada. En todas partes, menos allí. La realidad es lo que se mete bajo el cabello, bajo las faldas y solo eso: las arrastra y las transforma en otra cosa. ¿Cómo puede el escritor conocer la realidad si esta se introduce en él y lo arrastra, relegándolo para siempre a un segundo plano? Desde allí, por un lado, puede ver mejor, pero por otro, él mismo no puede permanecer en el camino de la realidad. No hay lugar para él allí. Su lugar siempre está fuera. Solo lo que dice desde fuera puede ser asimilado, y eso porque habla de ambigüedades.
Y entonces ya hay dos que encajan, dos cuyos rostros son correctos, que advierten que nada sucede, dos que lo interpretan en direcciones distintas, que se aferran a los terrenos inadecuados, que hace tiempo se rompieron como los dientes de un peine. Una u otra opción. Verdadero o falso. Tenía que suceder tarde o temprano, ya que el terreno como base era completamente inadecuado. ¿Y cómo se podría construir sobre un abismo sin fondo?
Pero la insuficiencia que entra en el campo de visión de los escritores, aún es lo bastente adecuada para algo, algo que también pueden tomar o dejar. Pueden tomarla o dejarla, y la dejan. No la destruyen. Simplemente la miran con sus ojos vidriosos. Pero no se vuelve arbitraria por esta mirada perdida. La mirada está bien dirigida. Todo lo que alcanza esta mirada dice, incluso mientras se hunde, aunque apenas haya sido observado, aunque ni siquiera haya estado expuesto a la mirada aguda del público, todo lo que ha sido alcanzado nunca dice que podría haber sido otra cosa antes de ser víctima de esta única descripción. Dice exactamente lo que hubiera sido mejor dejar sin decir (¿porque podría haberse dicho mejor?), lo que siempre tuvo que permanecer confuso y sin fundamento. Demasiados ya se han hundido en él hasta el estómago. Es arena movediza, pero no acelera nada. Es infundado, pero no carece de fundamento. Es como te gusta, pero no gusta.
Los márgenes están al servicio de la vida, que precisamente no transcurre allí. De lo contrario, no estaríamos todos inmersos en ella, en la plenitud, la plenitud de la vida humana, y están al servicio de la observación de la vida, que siempre transcurre en otro lugar. Donde uno no está. ¿Por qué insultar a alguien porque no puede encontrar el camino de regreso al sendero de la vida, al viaje de la vida, si lo ha soportado —y este soportarlo no es soportar a nadie, ni tampoco supone ningún tipo de influencia sobre nadie—, simplemente lo ha soportado, como el polvo en un par de zapatos que la ama de casa persigue sin piedad, aunque con algo menos de piedad que la que persiguen los lugareños al forastero? ¿Qué clase de polvo es? ¿Es radiactivo o activo por sí mismo, así sin más?, pregunto solo porque deja ese extraño rastro de luz a su paso. ¿Es aquello que corre paralelo al escritor y jamás vuelve a encontrarse con él en el camino, o es el escritor quien corre paralelo, al margen?
Aún no ha fallecido, pero ya ha cruzado la línea. Desde allí ve a quienes se han separado de él, y también entre sí, en toda su diversidad, para representarlos en toda su credulidad, para darles forma, porque la forma es lo más importante; de todos modos, desde allí los ve mejor. Pero eso también está marcado con tiza, ¿acaso esas marcas de tiza, y no partículas de materia luminosa, señalan el camino de la escritura? En cualquier caso, es una delimitación que a la vez muestra y oscurece, y luego cubre cuidadosamente de nuevo el rastro que él mismo trazó. Uno nunca estuvo allí.
Sin embargo, uno sabe lo que sucede. Las palabras descendían de una pantalla, de rostros ensangrentados y deformados por el dolor, de risas, de rostros maquillados, con labios inflados solo para el maquillaje, o de otras personas que acertaron la respuesta en un concurso, o de mujeres que, sin tener nada a favor ni en contra, se levantaron y se quitaron la chaqueta para mostrar a la cámara sus pechos recién endurecidos, otrora firmes y pertenecientes a hombres. Además, un sinfín de gargantas de las que brota un canto como mal aliento, solo que más fuerte. Eso era lo que se veía en el camino, si uno aún estuviera en él. Uno se desvía del camino. Quizás se lo ve desde lejos, donde uno permanece solo, y con qué gusto, porque uno quiere ver el camino, pero no recorrerlo.
¿Acaso este camino hizo ruido hace un momento? ¿Acaso ahora busca llamar la atención con ruidos y no solo con luces, gente ruidosa, luces estridentes? ¿Acaso el camino, que uno no puede recorrer, teme no ser recorrido en absoluto, cuando tantos pecados se cometen constantemente —tortura, ultrajes, robos, amenazas—, es una amenaza necesaria para forjar destinos mundiales significativos?
Al camino no le importa. Lo soporta todo con firmeza, aunque sin fundamento. Sin fundamento. En terreno perdido. Mi cabello, como ya mencioné, está erizado, sin crema fijadora que pueda volverlo a su forma original. Tampoco hay firmeza en mí. Ni en mí, ni dentro de mí. Cuando uno está al margen, siempre tiene que estar listo para dar un pequeño salto, y luego otro más, hacia el vacío que hay justo al lado. Y el margen trae consigo su trampa, lista en cualquier momento, abierta de par en par, para atraer a uno aún más lejos. Atraer hacia afuera es atraer hacia adentro.
Por favor, no quiero perder de vista ahora el camino que no recorro. Me gustaría tanto describirlo con honestidad y, sobre todo, con veracidad y precisión. Si realmente lo observo, también debería servirme de algo. Pero este camino no me ahorra nada. No me deja nada. ¿Qué más me queda? Me impiden seguir mi camino, apenas puedo avanzar. Estoy fuera, sin salir. Y ahí también, sin duda, me gustaría tener protección contra mi propia incertidumbre, pero también contra la incertidumbre del terreno que piso.
Corre para asegurarse, no solo para protegerme, de que mi lenguaje esté siempre a mi lado, y comprueba si lo estoy haciendo bien, describiendo la realidad de forma incorrecta, porque siempre tiene que describirse incorrectamente, no hay otra manera, pero tan incorrectamente, que cualquiera que la lea o la oiga, note la falsedad de inmediato. ¡Son mentiras! Y este perro, el lenguaje, que se supone que me protege, para eso lo tengo, después de todo, ahora me está mordiendo los talones. Mi protector quiere morderme. Mi único protector contra la descripción, el lenguaje que, por el contrario, existe para describir algo más, algo que yo no soy —por eso escribo tantos párrafos—, mi único protector se está volviendo contra mí. Quizás solo lo conservo para que, mientras finge protegerme, se abalance sobre mí.
Como busqué protección en la escritura, y esta se interpuso en mi camino, el lenguaje, que en movimiento, al hablar, parecía un refugio seguro, se vuelve contra mí. No es de extrañar. Después de todo, desconfié de él de inmediato. ¿Qué clase de camuflaje es ese que existe no para hacernos invisibles, sino para hacernos cada vez más visibles?
A veces el lenguaje se encuentra por casualidad, pero no se desvía del camino. Hablar con el lenguaje no es un proceso arbitrario, sino involuntariamente arbitrario, nos guste o no. El lenguaje sabe lo que quiere. Menos mal, porque yo no lo sé, para nada. La conversación, en general, sigue hablando por allá, porque siempre hay conversación, sin principio ni fin, pero no hay diálogo. Así que hay conversación por allá, dondequiera que estén los demás, porque no quieren entretenerse, están muy ocupados. Solo ellos. Yo no. Solo el lenguaje, que a veces se aleja de mí, hacia la gente, no hacia los demás, sino hacia lo real, lo genuino, por el camino bien señalizado (¿quién podría extraviarse aquí?), siguiendo cada uno de sus movimientos como una cámara, para que al menos el lenguaje descubra cómo y qué es la vida, porque entonces resulta que no es precisamente eso, y después todo debe ser descrito, incluso en lo que precisamente no es.
Hablemos del hecho de que se supone que debemos ir a un chequeo médico una vez más. Sin embargo, de repente hablamos, con el debido rigor, como quien tiene la opción de hablar o no. Pase lo que pase, solo el lenguaje se aleja de mí, yo misma me mantengo al margen. El lenguaje se va. Yo me quedo, pero lejos. No en el camino. Y me quedo sin palabras.
No, sigue ahí. ¿Acaso siempre ha estado ahí, sopesando a quién podría oprimir? Ahora me ha visto y me ataca de inmediato con este lenguaje. Se atreve a hablarme con este tono autoritario, levanta la mano contra mí, no le caigo bien. Con gusto le agradarían las personas amables del camino, junto a quienes corre, como el perro que es, fingiendo obediencia. En realidad, no solo me desobedece a mí, sino a todos los demás. No le importa nadie más que él mismo. Aúlla durante la noche porque nadie se ha acordado de colocar luces junto a este camino, que se alimentan únicamente del sol y ya no necesitan corriente eléctrica, ni de buscarle un nombre adecuado. Pero tiene tantos nombres que sería imposible recordarlos todos, aunque se intentara.
Grito desde mi soledad, pisoteando estas tumbas de los difuntos, porque al correr a su lado no puedo fijarme en lo que piso, a quién piso. Solo quiero llegar al lugar donde mi lengua ya está, donde me mira con una sonrisa burlona. Porque sabe que, si intentara vivir, me haría tropezar y me echaría sal en las heridas. Bien. Así que esparciré sal en el camino de los demás, la arrojo para que su hielo se derrita, sal gruesa, para que su lengua pierda firmeza. Y sin embargo, hace tiempo que no la tiene. ¡Qué descaro! Si yo no tengo tierra firme bajo mis pies, mi lengua tampoco. ¡Bien merecido!
¿Por qué no se quedó conmigo, al margen? ¿Por qué se separó de mí? ¿Acaso quería ver más allá de mí? En esa autopista de allá, donde hay más gente, sobre todo gente más agradable, charlando amablemente entre sí, ¿quería saber más que yo? Siempre ha sabido más que yo, es cierto, pero tiene que saber aún más. Acabará autodestruyéndose, devorándose a sí misma, mi lengua. Se excederá con la realidad. ¡Bien merecido!
La escupí, pero no escupe nada, es buena para reprimirlo. Mi lengua me llama desde la barrera; le gusta sobre todo llamar desde la barrera, no necesita apuntar con tanta precisión, no le hace falta, porque siempre da en el blanco, no diciendo una cosa u otra, sino hablando con “la austeridad del dejar ser”, como dice Heidegger sobre Trakl.
Me llama, el lenguaje me llama, hoy cualquiera puede hacerlo, porque todos llevan su idioma consigo en un pequeño aparato, para poder hablar, ¿para qué lo habrían aprendido?, así que me llama donde estoy atrapado y grito y me debato, pero no, no es cierto, mi idioma no me llama, se ha ido, mi idioma se ha ido de mí, por eso tiene que llamarme, me grita al oído, no importa desde qué aparato, un ordenador o un móvil, una cabina telefónica. Ruge en mi oído, aunque no tiene sentido decir algo en voz alta, que ya lo hace de todos modos. Debería simplemente decir lo que me dice; porque tendría aún menos sentido decirle a una persona querida, que ha tropezado con el caso y en quien se puede confiar, porque ha tropezado y no se levantará tan pronto, lo que uno piensa, solo para intentar recuperarlo y, sí, charlar un rato. No tiene sentido.
Las palabras de mi idioma, allá en el camino agradable (sé que es más agradable que el mío, que en realidad no es camino alguno, pero no lo veo con claridad, aunque sé que a mí también me gustaría estar allí), las palabras de mi idioma, al separarse de mí, se han convertido inmediatamente en un discurso. No, no en una conversación con alguien. Un discurso. Mi idioma se escucha a sí mismo hablando, se corrige, porque el habla siempre puede mejorarse; sí, siempre puede mejorarse, incluso está ahí para mejorarse y luego establecer una nueva regla lingüística, pero solo para revocar las reglas inmediatamente. Esa será entonces la nueva vía de salvación, claro, quiero decir de solución. Un apaño.
Por favor, querido lenguaje, ¿no quieres por una vez escuchar primero? Para que aprendas algo, para que por fin aprendas las reglas del habla… ¿De qué gritas y te quejas ahí fuera? ¿Acaso lo haces, lenguaje, para que te vuelva a acoger con benevolencia? ¡Creía que no querías volver conmigo! No había ninguna señal de que quisieras volver; de todos modos, habría sido inútil, no habría entendido la señal. ¿Te convertiste en lenguaje solo para alejarte de mí y asegurarme de seguir adelante? Pero nada está asegurado. Y tú no, en absoluto, que yo sepa. Ya ni siquiera te reconozco. ¿Quieres volver conmigo por tu propia voluntad? No te volveré a acoger, ¿qué dices a eso?
Lejos es lejos. Lejos no hay camino. Así pues, si mi soledad, si mi ausencia constante, mi existencia ininterrumpida al margen, viniera en persona a recuperar el lenguaje, para que este, bien cuidado por mí, volviera al fin a casa, a un hermoso sonido que pudiera pronunciar, entonces solo sucedería que, con ese sonido, ese aullido penetrante y desgarrador de una sirena, impulsado por el viento, me alejaría cada vez más de la periferia. Debido al retroceso de este lenguaje, que yo misma produje y que se me ha escapado (¿o acaso lo produje con ese propósito? ¿Para que se me escapara, porque no he logrado escapar de mí misma a tiempo?), me veo perseguida cada vez más profundamente en este espacio más allá de la periferia.
Mi lengua ya se revuelca feliz en su charco de fango, la pequeña tumba provisional en el camino, y mira hacia la tumba en el aire, se revuelca sobre su lomo, una criatura amigable que quisiera complacer a los seres humanos como cualquier lengua respetable. Se revuelca, abre las piernas, presumiblemente para dejarse acariciar, ¿para qué si no? Está ávida de caricias, después de todo. Eso le impide contemplar a los muertos, así que debo contemplarlos yo en su lugar.
Y claro, al final todo depende de mí. Así que no tuve tiempo de moderar mi lenguaje, que ahora se revuelca descaradamente en manos de los que lo acarician. Hay demasiados muertos a los que tengo que atender, un término técnico austriaco que significa: a los que tengo que cuidar, a los que tengo que tratar bien. Pero claro, somos famosos por eso, por tratar siempre bien a todo el mundo. El mundo nos observa, no hay de qué preocuparse. No tenemos que ocuparnos por eso. Sin embargo, cuanto más resuena en mí esta exigencia de contemplar a los muertos, menos puedo prestar atención a mis palabras. Debo contemplar a los muertos mientras los paseantes acarician el viejo lenguaje y lo desprecian, lo cual no hace que los muertos cobren vida. Nadie tiene la culpa. Ni siquiera yo, con mi aspecto desaliñado, tengo la culpa de que los muertos sigan muertos.
Quiero que el idioma de allá deje de ser esclavo en manos ajenas, por muy bien que se sienta. Quiero que empiece por dejar de exigir, que se convierta en una exigencia, que se enfrente no a las caricias, sino a la exigencia de volver a mí, porque el idioma siempre tiene que enfrentarse, solo que no siempre lo sabe y no me escucha. Tiene que enfrentarse, porque quienes quieren adoptarlo en vez de a un hijo, tan adorable si uno lo ama, nunca se enfrentan. Deciden, no responden a las llamadas, muchos incluso destruyen, destrozan, queman su llamado a la sociabilidad, y con él, la bandera.
Así que cuanta más gente acepte la invitación de mi idioma a rascarle el estómago, a removerle algo, a aceptar con cariño su amabilidad, más me alejo tropezando. Finalmente, he perdido mi idioma a manos de quienes lo tratan mejor. Casi vuelo, ¿dónde diablos estaba este camino que necesito para bajar corriendo? ¿Cómo llego, a dónde, para hacer qué? ¿Cómo llego al lugar donde pueda desempaquetar mis herramientas, para volver a guardarlas de inmediato?
Allí, algo brillante reluce bajo las ramas. ¿Será ese el lugar donde mi lenguaje, antes que nada, halaga a los demás, los mece en una sensación de seguridad solo para ser mecido con cariño al final, por una vez? ¿O acaso quiere atacar de nuevo? Siempre quiere morder, solo que los demás aún no lo saben, pero yo lo conozco muy bien; me acompañó durante mucho tiempo. Antes hubo mimos y susurros dulces para esta criatura de apariencia mansa que todos tienen en casa. ¿Por qué acogerían a un animal extraño? Entonces, ¿por qué este lenguaje habría de ser diferente de lo que ya conocen? Y si fuera diferente, entonces tal vez sería peligroso acogerlo. Tal vez no se lleve bien con el que ya tienen. Los extraños más amables hay, que saben vivir, pero que sin embargo están muy lejos de conocer su propia vida, ya que persiguen sus intenciones cariñosas, porque siempre tienen que perseguir algo.
Mi visión ya no me permite ver con claridad el camino hacia el lenguaje. Kilómetros y kilómetros. ¿Quién más debería ser capaz de ver a través de las cosas, si no la propia vista? ¿Acaso el hablar también quiere apoderarse de la vista? ¿Quiere hablar antes incluso de haber visto? Se revuelca allí, es manoseado, azotado por los vientos, acariciado por las tormentas, insultado por la escucha, hasta que deja de escuchar por completo.
Bien, entonces: ¡escuchen todos aquí por una vez! Quien no quiera escuchar, que hable sin ser escuchado. Casi nadie es escuchado, aunque hable. A mí sí me escuchan, aunque mi lenguaje no me pertenece, aunque apenas puedo verlo ya. Mucho se dice en su contra. Así que ya no tiene mucho que decir por sí mismo, y está bien. Se le escucha, mientras repite lentamente, mientras en algún lugar se pulsa un botón rojo que desencadena una terrible explosión. No queda nada más que decir excepto: Padre nuestro, que estás... No puede referirse a mí, aunque después de todo soy padre, es decir, madre, de mi lengua. Soy el padre de mi lengua materna. La lengua materna estuvo ahí desde el principio, estaba en mí, pero no hubo padre que le perteneciera.
Mi lengua a menudo era impropia, eso me quedó muy claro, pero no quise captar la indirecta. Fue culpa mía. El padre abandonó esta familia nuclear junto con la lengua materna. Tenía razón. En su lugar, yo tampoco me habría quedado. Mi lengua materna ha seguido a mi padre, se ha ido. Está, como ya he dicho, allá. Escucha a la gente en el camino. En el camino del padre, que se fue demasiado pronto. Ahora la lengua sabe algo que tú no sabes, que él no sabía. Pero cuanto más sabe, menos dice. Claro que dice algo constantemente, pero no dice nada. Y la soledad ya se marcha. Ya no es necesaria.
Nadie ve que sigo dentro, en la soledad. No me escuchan. Quizás me honren, pero no me escuchan. ¿Cómo puedo asegurar que todas mis palabras digan algo, que puedan decir algo? No puedo hacerlo hablando. De hecho, ni siquiera puedo hablar, porque mi idioma, por desgracia, no está en casa ahora mismo. Allí dice otra cosa, que tampoco le pedí, pero ya olvidó mi orden desde el principio. No me dice nada, aunque, al fin y al cabo, me pertenece. Mi idioma no me dice nada, ¿cómo podría entonces decirles algo a los demás? Pero tampoco es que no diga nada, ¡hay que admitirlo! Dice tanto más cuanto más lejos está de mí; de hecho, solo entonces se atreve a decir algo, algo que quiere decirse a sí mismo, entonces se atreve a desobedecerme, a resistirme.
Cuando uno mira, se aleja más del objeto, cuanto más tiempo lo mira. Cuando uno habla, lo vuelve a captar, pero no puede retenerlo. Se desprende y se apresura tras su propio nombre, las muchas palabras que he creado y perdido. Las palabras se han intercambiado con suficiente frecuencia, el tipo de cambio es increíblemente malo. Y entonces no es más que: increíble. Digo algo, y ya se ha olvidado desde el principio. Eso es lo que buscaba, quería alejarse de mí. Lo indecible se dice a diario, pero lo que yo digo, eso no se puede permitir. Eso es cruel de lo que se ha dicho. Es increíblemente cruel. Lo dicho ni siquiera quiere pertenecerme. Quiere que se haga, para poder decir: dicho y hecho. Incluso me conformaría con que negara pertenecerme, mi lengua, pero aun así debería pertenecerme. ¿Cómo puedo asegurarme de que al menos se apegue un poco a mí?
Al fin y al cabo, nada se pega a los demás, así que me ofrezco a ella. ¡Vuelve! ¡Vuelve, por favor! Pero no. Allá, en el camino, escucha secretos que no debería saber, mi lengua, y los transmite, esos secretos, a otros que no quieren oírlos. Quisiera hacerlo, sería mi derecho, de hecho, sería bien recibido, si se quiere, pero no se detiene ni me habla, tampoco hace eso. Es en el espacio vacío donde reside la distinción y la diferencia de mí, en la inmensa cantidad de personas que hay allí.
El vacío es el camino. Incluso me encuentro al margen del vacío. He abandonado el camino. Solo he dicho una cosa tras otra. Mucho se ha dicho de mí, pero casi nada es cierto. Yo misma solo he repetido lo que otros han dicho, y digo: eso es lo que realmente se dice ahora. Como dije, ¡simplemente increíble! Hace mucho que no se hablaba tanto. Una ya no puede escuchar, aunque deba escuchar para poder hacer algo. En este sentido, que en realidad es apartar la mirada, incluso apartarla de mí misma, no hay nada que decir de mí, no hay nada más que decir.
Siempre estoy pendiente de la vida, mi lengua me da la espalda para exhibir su vientre a los extraños, para que la acaricien, desvergonzada. A mí solo me muestra la espalda, si acaso. Con demasiada frecuencia no me da ninguna señal ni dice nada. A veces ni siquiera la veo allá, y ahora ni siquiera puedo decir “como ya se ha dicho”, porque aunque lo he dicho muchas veces, ya no puedo decirlo, me quedo sin palabras. A veces veo la espalda o las plantas de los pies, sobre los que no pueden caminar, las palabras, pero más rápido de lo que he podido ser desde hace mucho tiempo, incluso ahora.
¿Qué hago yo ahí? ¿Será por eso que mi querida lengua se ha alejado de mí? Así, claro, siempre será más rápida que yo, saltará y huirá cuando vaya a buscarla desde mi trabajo. No sé por qué debería ir a buscarla. ¿Para que no me busque ella a mí? ¿Acaso lo sabe quien huyó de mí? ¿Quién no me sigue? ¿Quién ahora sigue la mirada y el hablar de los demás, y en realidad no puede confundirlos conmigo? Son otros, simplemente porque son los otros. Sin más razón que el hecho de ser los otros. Eso basta para que yo hable. Lo principal es que yo no lo hago. Hablando. Los demás, siempre los demás, para que no sea yo quien le pertenezca, dulce lenguaje. Me gustaría tanto acariciarla, como los demás allá, si tan solo pudiera alcanzarla. Pero está allá, así que no puedo alcanzarla.
¿Cuándo se desvanecerá en silencio? ¿Cuándo se desvanecerá algo para que reine el silencio? Cuanto más se extiende el lenguaje allá, más fuerte se oye. Está en boca de todos, menos en la mía. Tengo la mente nublada. No me he desmayado, pero tengo la mente nublada. Estoy agotada de perseguir mi lenguaje como un faro junto al mar, que se supone que debe iluminar el camino a casa y por eso está encendido, y que al girar siempre revela algo más de la oscuridad, pero que, esté ahí de todos modos, esté encendido o no, es un faro que no ayuda a nadie, por mucho que el hombre lo desee para no morir en el agua.
Cuanto más intento comprenderlo, más obstinadamente se resiste a desaparecer, el lenguaje. Ahora apago esta luz del lenguaje mecánicamente, la cambio a la llama piloto, pero cuanto más intento sofocarla, como un apagavelas en el extremo de un largo palo, con el que en mi infancia se apagaban las velas de la iglesia, cuanto más intento extinguir esta llama, más aire parece tener. Y con más fuerza grita, dando vueltas bajo miles de manos, que le hacen bien, cosa que por desgracia yo nunca he hecho. Ni siquiera yo sé qué me haría bien, así que grita ahora, para alejarse de mí. Les grita a los demás, para que ellos también se unan y griten como ella, para que el ruido se haga más fuerte. Grita que no me acerque demasiado. Nadie debería acercarse demasiado a nadie. Y lo que se ha dicho tampoco debería acercarse demasiado a lo que una quiere decir.
No conviene acercarse demasiado a la propia lengua, es un insulto. Es capaz de repetirse a sí misma, con un volumen ensordecedor, de modo que nadie oiga que lo que dice ya se le ha recitado. Incluso me hace promesas para que me aleje de ella. Me lo promete todo con tal de que no me acerque. ¡Millones pueden acercarse, menos yo! ¡Y es mía! ¿Qué te parece? No puedo decirte qué pienso. Esta lengua debe de haber olvidado sus orígenes, no encuentro otra explicación. Conmigo empezó siendo pequeña. ¡No, lo mucho que ha crecido, no te lo puedo decir! Así ya ni la reconozco. La conocía cuando era tan pura. Cuando era tan silenciosa, cuando la lengua aún era mi hija. Ahora, de repente, se ha vuelto gigantesca. Ya no es mi hija. El niño no ha crecido, solo se ha hecho grande; no sabe que aún no me supera en edad, pero está bien despierto. Tan despierto está que se ahoga con su llanto, y con el de cualquiera que llore más fuerte que él.
Entonces, su llanto se intensifica hasta alcanzar un tono increíble. Créeme, ¡no querrás oírlo! Y por favor, ¡no creas que estoy orgullosa de este niño! Al principio quería que se quedara tan callado como cuando aún no hablaba. Incluso ahora, no quiero que se desate como una tormenta, provocando que los demás griten aún más fuerte y levanten los brazos y lancen objetos contundentes que mi lengua ya ni siquiera puede comprender, siempre ha sido, por mi culpa también, tan torpe. No atrapa. Puede lanzar, pero no atrapar. Permanezco prisionera en ella, incluso cuando está lejos. Soy prisionera de mi lengua, que es mi carcelera. Curioso, ¡ni siquiera me vigila! ¿Será porque está tan segura de mí? ¿Será porque está tan segura de que no huiré que cree que puede abandonarme?
Llega alguien que ya ha muerto, y me habla, aunque no estaba previsto. Se le permite, muchos muertos hablan ahora con sus voces ahogadas, ahora se atreven, porque mi propia lengua no me vigila. Porque sabe que no es necesario. Aunque huya de mí, no se me escapará de las manos. Estoy a su alcance, pero se me ha escapado. Pero permanezco. Pero lo que permanece, los escritores no lo crean. Lo que quedaba se ha ido. El vuelo de la fantasía se truncó. Nada ni nadie ha llegado. Y si, a pesar de todo, contra toda lógica, algo que no ha llegado en absoluto quisiera permanecer, entonces lo que queda, el lenguaje, el más fugaz de todos, ha desaparecido. Ha respondido a un nuevo anuncio vacío. Lo que debería permanecer, siempre se ha ido. En todo caso, no está ahí. Así pues, ¿qué queda de uno?
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