Con el índice en los labios

"Las manos que toquetean mi pubertad, en el pasillo oscuro, en la escalera oscura, en el garaje oscuro. La mirada lasciva..."

| Vidas | 10/11/2021
Foto: Alina Sardiñas

Estamos en 1980, tengo once años. Salgo al portal de la casa, hay mucha gente en la calle, otros vecinos están asomados al balcón. Hay revuelo en el barrio. Todas las miradas caen sobre el mismo lugar: el vertedero de mis miedos, el muladar de mis pesadillas. Mi madre, tajante, me ordena que entre a la casa y cierre la puerta. El murmullo se cuela por las ventanas, por el resquicio de la puerta. Vuelo hacia las voces intentando entender algo de lo que dicen, no lo consigo pero estoy aterrada. Yo sé que tiene que ver con ese hombre; por lo tanto, tiene que ver conmigo. Me vendrán a buscar, mis padres se enterarán, todo el mundo lo sabrá. Toda esa gente ahí reunida tal vez ya lo sepa. Ahora mis pequeños senos serán la burla del barrio, la saya del uniforme no resguardará mis pudores, quedaré al descubierto.

Suena el teléfono, quiero pedirle a mami que no responda, pedirle perdón por algo que no tengo muy claro. Quiero llorar, pero he aprendido a contenerme. Y miedo, lo que más tengo es miedo. Levanta el auricular. La escucho mencionar su nombre. La policía lo vino a buscar, un barco saldrá del puerto del Mariel y cargará con él, dice.

Las manos que toquetean mi pubertad, en el pasillo oscuro, en la escalera oscura, en el garaje oscuro. La mirada lasciva a las cuatro y media de la tarde cuando regreso de la escuela todavía oliendo a lápiz y goma de borrar, la expresión del rostro que amenaza mientras el dedo índice se acerca a sus labios exigiendo mi silencio. El hombre-miedo, el hombre-dueño, convertido en mi imaginación infantil en estela de burbujas de un barco que lo aleja, y él me mira desde la popa con el índice en los labios. Silencio.

Tal parece que la niñez es una suerte de capítulos que se abren, se viven y se cierran solos. Pero esa no es la realidad. Lo que nos ocurre es todo lo que tenemos, es lo que marca los centímetros que vamos creciendo. Soy una mujer plena y usando el término con cierta ligereza y sin matices, feliz.

Pero hay recuerdos enterrados vivos. Cuando a los dieciséis años llegó mi primer amor, me preguntó si había tenido una experiencia anterior. De mi garganta salió un atrofiado y tembloroso no. A los treinta y tres años tuve a mi hija: le prohibí jugar en los pasillos, le hablé del miedo a la oscuridad y me nacía una fiera ante cualquier hombre que dulcemente le dijera “qué niña tan linda”.

Hoy, a mis cincuenta y dos años, escribo este texto. No sin angustia voy sacando desde las profundidades de esa niña frágil ese secreto más grande que ella y lo traigo hasta la superficie de la mujer fuerte que soy. Se lo dejo a la espuma, que se lo lleve la estela de burbujas porque… ¿quién eres tú para quedarte en mi vida para siempre?

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