Concepción Arenal: inspiración y ejemplo
A más de un siglo de su muerte, Concepción Arenal sigue siendo un ejemplo de lo que es posible lograr si nos negamos a admitir que la injusticia es inevitable.
 Corría el año 1841 cuando una joven gallega de apenas dieciocho años, vestida con levita, capa y sombrero de copa, entró a la Facultad de Derecho de Madrid, dispuesta a aprender lo que entonces era un conocimiento exclusivo de los hombres. Cuando fue descubierta, reclamó con audacia y las autoridades académicas le permitieron continuar asistiendo a las clases, aunque solo como oyente. Nunca obtuvo un título oficial, pero aquella transgresión marcó el inicio de una vida dedicada a desafiar la injusticia. Su nombre era Concepción Arenal y hoy es un símbolo no solo de la lucha de las mujeres por sus derechos, sino también de integridad moral, firmeza y sensibilidad humana.
Una mujer en las aulas
La decisión de acceder a la universidad disfrazada de hombre no fue un simple capricho juvenil, sino un acto de resistencia cuidadosamente planificado. Cada noche, en la pensión donde vivía con su madre en Madrid, Concepción Arenal se transformaba: ceñía su pecho, se vestía con los atuendos típicos de un hombre, recogía su cabello bajo un sombrero y partía hacia la escuela. Su único aliado era un primo que la acompañaba para protegerla de cualquier problema y para hacer más creíble su ardid.
Durante meses, nadie sospechó. Asistía a clases de Derecho Natural, Derecho Romano, y Derecho Canónico. Tomaba apuntes meticulosamente, participaba con discreción en los debates y estudiaba con verdadero interés. Pero su presencia se hizo notar: los demás estudiantes vieron algo raro en aquel joven silencioso y algo afeminado que no se unía a ellos en las tabernas después de las lecciones.
El descubrimiento fue inevitable. Según algunas versiones sus condiscípulos la delataron. Otras fuentes señalan que fue su propia madre quien, alarmada por la audacia de su hija, alertó a los profesores. Lo cierto es que, cuando se supo que había una mujer entre los alumnos, se produjo un escándalo. Quisieron expulsarla, pero su firmeza y el apoyo de varios profesores que intercedieron por ella obligaron al rector a tomar una decisión sin precedentes: le permitió seguir estudiando, aunque sin derecho a examinarse ni a obtener un título.
Esta experiencia marcó a Concepción, que durante aquellos años vivió en carne propia la arbitrariedad de las barreras impuestas a las mujeres. No era menos que sus compañeros varones, no entendía peor las lecciones, no le faltaba dedicación. La única diferencia era su sexo, y eso bastaba para que le negaran el reconocimiento oficial a sus conocimientos. Aquella injusticia alimentaría toda su obra posterior.
La rebeldía ante la adversidad
Nacida en Ferrol en 1820, la niña Concepción creció en una familia de ideas liberales que marcó profundamente su carácter. Su padre, militar de carrera, había participado en las Cortes de Cádiz y defendía ideales progresistas proscritos en su época, por lo que sufrió castigo en varias ocasiones sin renunciar a lo que pensaba. Su temprana muerte, cuando Concepción tenía apenas nueve años, y la rigidez con la que su madre intentó educarla, hicieron de ella una joven rebelde y librepensadora.
La tensión con su madre era constante y esto, lejos de refrenarla, fortaleció su carácter y le dio la determinación de no someterse a las expectativas sociales. Leía con voracidad cuanto caía en sus manos: filosofía, historia, literatura, obras de derecho que conseguía prestadas. Temerosa de que siguiera los pasos de su padre, su madre quiso encerrarla en un convento, pero ella se resistió ferozmente. Aquella sed de saber y aquella voluntad de enfrentar la injusticia la acompañarían toda su vida, convirtiéndola en una de las mujeres más cultas de su generación.
Su matrimonio con el abogado y escritor Fernando García Carrasco fue breve pero fecundo. Se casaron en 1848, cuando Concepción tenía 28 años, una edad considerada tardía para la época. Fernando, también de ideales liberales, colaboró con ella en tertulias literarias, escribiendo artículos y discutiendo sobre las reformas que España necesitaba. Fueron años de crecimiento intelectual y personal, en los que tuvieron dos hijos y una hija. Pero la felicidad les duró poco.
En 1857, apenas nueve años después de casarse, Concepción quedó viuda. Tenía 37 años y tres hijos que mantener. Sin más recursos que su pluma, lejos de abatirse, hizo de la adversidad el impulso que la convertiría en una de las pensadoras más influyentes de su tiempo. Comenzó a escribir de forma profesional, a publicar artículos en periódicos, a traducir obras del francés y el italiano. La necesidad económica la empujaba a desarrollar el talento que hasta entonces había sido solo una afición, y ella asumió el reto sin ceder a las burlas o el desprecio con que muchos la trataron.
Humanizar el castigo
Fue en el ámbito penitenciario donde desarrolló su trabajo más revolucionario y duradero. En 1863, a los 43 años, la nombraron visitadora de prisiones de mujeres, convirtiéndose así en la primera mujer española en ocupar un cargo de esa naturaleza. El nombramiento llegó gracias a Fernando de Castro, un pedagogo que conocía su talento y sus ideas progresistas, y que la propuso para el cargo en un acto de valentía administrativa muy inusual para la época.
Lo que Concepción vio en aquellas cárceles la horrorizó. Las prisiones de mujeres en la España del siglo XIX eran infernales. Las reclusas vivían hacinadas en celdas oscuras y húmedas, sin ventilación, compartiendo camastros de paja podrida. No había separación entre las que habían cometido delitos leves y las acusadas de crímenes graves. Y las enfermas mentales, que no tenían otro lugar adonde ir, se mezclaban con las demás en un caos insufrible.
Las presas no tenían ocupación alguna. Pasaban años en una ociosa desesperación que no las reformaba. Sin higiene y casi sin alimentos, tampoco había para ellas una atención médica digna. Los partos se producían en las mismas celdas y los bebés solían morir en pocas semanas, víctimas de las enfermedades y la desnutrición.
“Las malas leyes hallarán siempre, y contribuirán a formar, hombres peores que ellas, encargados de ejecutarlas.”
Pero Concepción Arenal no se limitó a lamentarse. Durante años visitó las prisiones, tomó notas de lo que en ellas ocurría, habló con las prisioneras, documentó cada abuso, cada carencia, cada injusticia. Y luego escribió. Su obra Estudios penitenciarios, publicada en 1877, fue un texto demoledor. Con datos precisos, con casos concretos, con argumentos jurídicos y morales impecables, desmontó el sistema penitenciario español y propuso una alternativa completamente diferente.
Para ella, el castigo debía tener como fin la rehabilitación, no la venganza. El delincuente era, en la mayoría de los casos, víctima de la miseria, la ignorancia y la falta de opciones. Castigarlo sin intentar reformarlo era inútil y cruel. La sociedad debía de protegerse del delito, pero también tenía la obligación moral de darle al delincuente una oportunidad de redención.
Con esa premisa, propuso reformas radicales para su época: separación de prisioneros según el tipo de delito, la edad y las circunstancias personales; mejora de las condiciones higiénicas y alimentarias; educación y un trabajo remunerado que les permitiera aprender un oficio. Exigió además la abolición de la tortura y los castigos degradantes, el respeto a la dignidad humana de los prisioneros, el derecho a la visita de sus familias, la creación de bibliotecas y programas de preparación para la vida en libertad. Su argumento era irrefutable: “Las malas leyes hallarán siempre, y contribuirán a formar, hombres peores que ellas, encargados de ejecutarlas”.
Juristas y reformadores sociales de otros países estudiaron sus textos y los citaron en sus propias propuestas. Sus ideas condujeron a reformas penitenciarias no solo en España, sino en toda Europa, y en 1872 a Academia de Ciencias Morales y Políticas la reconoció por su investigación. Pero Concepción más allá de la teoría, trabajó incansablemente en lo práctico. Fundó el Patronato de Presos y Penados, destinado a ayudar a los convictos a reintegrarse en la sociedad, a encontrar trabajo y no volver a delinquir. Visitó a cientos de presas, escuchó sus historias y las ayudó con sus gestiones legales. No fue una teórica distante, sino una activista comprometida con cada caso individual.
Con la pluma como arma

Aunque es conocida sobre todo por su trabajo en el ámbito social, Concepción Arenal fue también una prolífica escritora. La literatura fue para ella un medio de vida y un arma, pero también una forma de expresión artística. Desde joven escribió poesía, reflejando en sus versos su compromiso y su sensibilidad de mujer. No buscaba la belleza formal que otros poetas tenían como centro de su creación, sino la verdad moral que sirviera como sostén de su vida, y aunque nunca se creyó una poeta de gran talento, dejó poemas muy valiosos.
Como periodista, sin embargo, fue incansable, dueña de una prosa elocuente y de una lucidez que dejaron su marca definitiva en los lectores. Durante años escribió artículos para diversos periódicos. Directa y clara, no adornaba sus argumentos con la retórica hueca de otros periodistas: presentaba datos, razonaba y, sobre todo, convencía. Fundó y dirigió la revista La Voz de la Caridad, una publicación quincenal dedicada a temas de beneficencia y reforma social. Desde sus páginas promovió iniciativas, denunció las injusticias y educó a sus lectores en los principios del humanitarismo.
Escribió también largos ensayos sobre cuestiones sociales. En Cartas a los delincuentes, se dirigió a los presos con un tono respetuoso, intentando despertar en ellos el deseo de reforma moral. En El pauperismo, estudió las causas de la pobreza y criticó tanto a quienes culpaban a los pobres de su situación como a quienes los idealizaban. Para ella, la pobreza era un problema estructural que requería soluciones políticas y económicas, no solo caridad. Sus textos defendían el derecho al trabajo, la educación universal y gratuita, y un sistema de asistencia social que no humillara a quien lo recibía.
Una voz por la igualdad
Pero si hay un aspecto de la obra de Concepción Arenal que aún destaca con particular fuerza en nuestro tiempo, es su pensamiento sobre las mujeres. En una época en la que las españolas eran sometidas toda su vida, primero bajo la tutela del padre y luego bajo la del marido, cuando no se les permitía votar, ni trabajar sin autorización de su familia, ni controlar su propio dinero o decidir sobre la crianza de sus hijos, ella se atrevió a imaginar un futuro diferente.
Su obra fundamental sobre este tema es La mujer del porvenir, publicada en 1869. En ese libro desmontó sistemáticamente los argumentos que pretendían justificar la inferioridad de la mujer y probó que su supuesta inferioridad no era natural sino producto de siglos de privación educativa: el progreso, argumentaba, era imposible mientras se mantuviera oprimida a la mitad de la población. Una sociedad que impedía las mujeres desarrollar sus capacidades estaba desperdiciando un potencial inmenso y condenándose a sí misma al estancamiento. Sus palabras sacudieron las bases de la discriminación de la mujer con una lógica implacable.
“La emancipación de la mujer es la emancipación del género humano.”
Pero también aquí Concepción Arenal fue más allá de la denuncia y propuso soluciones concretas. La educación de las mujeres era solo el primer paso, el más urgente. Su propia infancia y su juventud le habían enseñado que, sin acceso al estudio, la mujer no sería económicamente independiente, y solo con independencia económica podía ser libre. El derecho a trabajar en cualquier profesión y el reconocimiento como persona jurídica, era el segundo paso. En La mujer de su casa (1883) valoró el trabajo doméstico y el cuidado de los hijos, pero insistió en que esas tareas no debían ser la única opción para las mujeres ni ejercerse en condiciones de subordinación. El matrimonio, para ella, debía ser una sociedad entre iguales, no una relación de servidumbre femenina.
Lo notable en su obra es que construía sus argumentos sin resentimiento, apoyada en la razón y el sentido de justicia. Apelaba a los hombres como compañeros en la construcción de una sociedad más justa: “La emancipación de la mujer es la emancipación del género humano”, escribió. Su feminismo era la base para una colaboración sana entre hombres y mujeres. Por eso no pidió para ellas privilegios, sino igualdad de oportunidades, y no que imitaran a los hombres, sino que cada persona, independientemente de su sexo, pudiera desarrollar libremente su talento.
El reconocimiento tardío
En una sociedad que creía impropio de las mujeres opinar sobre política o derecho, su camino fue largo y lleno de obstáculos. Al principio firmaba sus artículos con seudónimos masculinos, conciente de que firmarlos como mujer haría que muchos los desestimaran sin leerlos. Solo cuando su reputación comenzó a consolidarse se atrevió a firmar con su propio nombre, pero entonces los ataques no se hicieron esperar.
Hubo quienes insinuaron que una mujer que se dedicaba a asuntos intelectuales debía ser poco femenina o estar trastornada. Otros la llamaron “bachillera”, término despectivo que entonces se usaba contra las mujeres cultas. Algunos, incapaces de rebatir sus ideas, atacaron su aspecto físico y su vida personal. Nada de esto pudo intimidarla: “El ruido de las carcajadas pasa; la fuerza de los razonamientos queda”, escribió. Respondiendo a las críticas con argumentos sólidos y datos, su estrategia fue impecable: no se presentaba como una revolucionaria, sino como una reformadora razonable que apelaba a la justicia y al progreso. Citaba a autores respetados, evitaba los excesos y hacía difícil descartarla como una histérica o una radical.
Poco a poco se ganó el respeto incluso de quienes no aprobaban sus propuestas. Sus textos sobre el sistema penitenciario eran tan rigurosos, sus criterios tan fundamentados, que los juristas no pudieron ignorarlos. Así empezó a llegarle el reconocimiento oficial. En 1872 recibió el premio de la Academia de Ciencias Morales y Políticas; y en 1877 se la nombró secretaria general de la Cruz Roja española, convirtiéndose en la primera mujer en ocupar un cargo directivo en esa organización.
El reconocimiento tardó en llegar, pero llegó, y fueron sobre todo los jóvenes quienes la vieron como un ejemplo. Sin renunciar a sus principios, sin callar ante lo que creía injusto, solo con el rigor de su trabajo, hizo que hombres y mujeres la admiraran, y demostró que, aunque fuese difícil la batalla, una mujer podía contribuir al debate público e incidir en el cambio de la realidad.
Concepción Arenal: precursora y ejemplo

En 1889, con 69 años, Concepción se mudó a Vigo para estar cerca de una de sus hijas. Vivió en una modesta casa del barrio de Bouzas, con vistas a la ría. Aunque su cuerpo se debilitaba, su mente se mantuvo activa. Murió el 4 de febrero de 1893, a los 73 años. Su entierro fue multitudinario. Acudieron autoridades, intelectuales, asociaciones benéficas y en especial la gente común: ex prisioneros a los que había ayudado, mujeres pobres a las que visitó, trabajadores que la veían como una defensora de sus derechos. Los periódicos de toda España publicaron obituarios elogiosos. Incluso medios que habían criticado sus ideas reconocieron entonces su grandeza moral y la importancia de su obra.
En las décadas siguientes, feministas como Emilia Pardo Bazán, Clara Campoamor y Victoria Kent la tuvieron como una precursora. Sus ideas sobre la rehabilitación y el trato humano a los reclusos, sobre la necesidad de educación y trabajo en las prisiones, se convirtieron en el fundamento del derecho penitenciario. Y sus ideas sobre el derecho de las mujeres anticiparon debates que cobrarían fuerza años después.
“El ruido de las carcajadas pasa; la fuerza de los razonamientos queda.”
Cuando en 1931 la Segunda República española concedió el voto a las mujeres, cuando se aprobaron leyes que les permitían acceder a todas las profesiones, cuando se decretó la igualdad legal entre hombres y mujeres, se estaba haciendo realidad, aunque todavía parcialmente, lo que ella había defendido sesenta años antes. Luego, durante la dictadura franquista, su figura fue en parte apropiada por el régimen, que destacó su catolicismo y su labor benéfica pero ocultó lo más progresista de sus obra. La llegada de la democracia permitió a los españoles una revalorización más honesta de su figura.
Hoy, más de un siglo después de su muerte, Concepción Arenal sigue siendo inspiradora: “El mejor homenaje que puede tributarse a las personas buenas, es imitarlas”, había escrito. Y ella, sin dudas, fue una de esas personas: una mujer que luchó por la igualdad cuando casi nadie lo hacía, y un ejemplo de que es posible lograr cosas extraordinarias si nos negamos a admitir que la injusticia es inevitable.
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