Haciendo magia desde la pobreza (26 años después del Período Especial)

| Vidas | 31/03/2019
Bodega en Cuba. Foto de Ileana Alvarez.
Bodega en Cuba. Foto de Ileana Alvarez.

En una esquina del pueblo estaba el kiosco donde había de todo. Y todo provenía del campo socialista. Pero eso yo no lo sabía. Lo que sí sabía es que allí vendían unas compotas muy ricas, de manzana y albaricoque. Y melocotón en conserva. Harina lacteada, chocolate, leche condensada… Unas cuchillas de afeitar que venían envueltas en un papel muy fino. Un día lloré porque quería todo un set de cuchillas. Eran tan bonitas. Claro que, lo que me compraron, fue una compota.

Recuerdo a la mujer rubia que despachaba en ese kiosco. Se expresaba muy bien. Los adultos le decían “Dame un tubo de pasta de dientes” y ella decía “un tubo de pasta den-tal”. Había una pasta dental bien picante, jabón, y detergente… sin cola. A ese kiosco le decían “La Abusadora”, porque los precios eran solo un poquito más elevados que en la tienda de víveres y por una canción que se radiaba mucho y cuyo estribillo decía Qué hiciste abusadora… En “La Abusadora” no se vendían productos congelados. Esos había que comprarlos en la ciudad, a 23 kilómetros del pueblo. De todas formas, en el patio de mis abuelos había gallinas. Y mi abuela era una experta retorciendo cuellos, desplumando, y cocinando. En su fogón de cuatro hornillas todo estaba en un santiamén. El horno del fogón no funcionaba, pero, para qué, los platos de mi abuela eran sencillos. Eran ricos. Con ajo, ají y cebolla se lograban sabores inolvidables. Aunque, yo siempre preferí las chucherías. Hasta que empecé a entrar en la adolescencia.

En el pueblo también había una tienda, algunos la llamaban “La tienda grande”. Pero la verdad es que ese comercio tiene otro nombre: “Estrella Roja”. A lo largo de un extenso mostrador de madera preciosa y cristal, la tienda disponía de divisiones que funcionaban como departamentos. Algunos objetos eran “por la libre”. Otros, se adquirían por la libreta de racionamiento. Los sábados se vendía mucha mercancía por la libre en el corredor de la tienda. A ese tipo de venta le llamaban “Maratón”. Para armar el Maratón se ataba una soga que separaba a la vendedora de los clientes. La vendedora se colocaba entre cajas y estantes y empezaba a sacar todo lo que le pedían. Siempre me llamó la atención un collar malva que colgaba de un clavo en el centro de un estante. Pasaban los meses y nadie lo compraba.

Una noche mis padres se mostraron preocupados. “¿Qué nos haremos si es que aquí todo es ruso? Todo, hasta la madera de esta cuna”. No la mía, que conste, hacía mucho que yo dormía en cama, y poco, que me empezaban a gustar alimentos más contundentes que los que vendían en La Abusadora. Pero, algo sucedió, y, dejó de haber chucherías y también alimentos básicos. Como, de repente, ya no hubo gas licuado, mi abuela reemplazó su fogón blanco por una hornilla de carbón, aunque también armó un fogón de leña, en el patio. El que hubiera grasa para cocinar se volvía un momento de alivio. Mi abuelo, que tenía la costumbre de salir todas las tardes a comprar pan y llamar a sus nietos para que lo comiéramos caliente, dejó de hacerlo. Se jubiló de su trabajo en las calderas del central azucarero y empezó a dedicar su día a trabajar la tierra para un campesino que tenía una finca medianamente próspera. Estábamos en Período Especial. Período Especial en Tiempo de Paz, esa fue la denominación completa, y que servía para tratar de entender la escasez que se intensificaba de día en día.

El collar malva que nadie compraba, desapareció. Los apagones empezaron. Los periódicos achicaron su formato. Los diarios se volvieron publicaciones semanales. No vi más la revista Misha, y la revista Zunzún se volvió pequeña y escurridiza. Los libros duraron un tiempo más, luego, hasta las librerías quedaron con poco que ofrecer. Estando en sexto grado leí una novela muy loca titulada Me importa un comino el rey Pepino, su historia absurda se parecía un poco a nuestra realidad de entonces.

Una mañana, a la hora del recreo, mis amigas y yo sacamos de las mochilas lo que habíamos llevado para merendar. Y mientras merendábamos, empezamos a hablar de los cambios que estábamos experimentando, teníamos once años, nuestros cuerpos cambiaban… pero, no puedo olvidar que todas coincidíamos en sentirnos fatal, y repetíamos una detrás de otra: “ahora que estamos en período especial es que yo siento hambre”. Luego sabría que esa hambre desaforada es un rasgo típico de la adolescencia.

Yo no sabía bien qué pasaba. Era Período Especial y en algún momento tendría que terminar. Los períodos son eso, etapas, fases… Supongo que como era una adolescente no perdí la alegría. Entré a la Secundaria Básica en 1992. En su presentación, mi primera profesora de Inglés explicó que en realidad ella había estudiado Lengua Rusa, pero que, como todo había cambiado, ella también debió adoptar otro idioma para continuar con su profesión. Fue una buena profesora. Casi todos lo fueron. A pesar de la crisis los maestros impartían buenas clases. Aún no estaban cansados. Pero, lo que nunca entendí es por qué algunos profesores de Educación Física eran tan severos a pesar de la falta de alimentos. Recuerdo una prueba muy cruel que fue aplicada en los finales del séptimo grado: una carrera de resistencia de diez minutos, bajo el sol de junio.

Los apagones empezaron a prolongarse, seis horas, ocho, en el periódico semanal aparecía una tabla con su programación. Como así no se le podía seguir el hilo a la novela brasileña, cada mañana en la radio se ponía un resumen del capítulo de la noche anterior, mi abuela siempre lo escuchaba.

Nos alumbramos con faroles. Las baterías de las linternas ya habían quedado inservibles y no teníamos con qué sustituirlas. Mi hermano, más pequeño que yo, decía que la llama del farol tenía la forma del cabello de Rebecca, un personaje de la serie de animados “Espartaco y el sol bajo el mar”.

Entre 1992 y 1994 sucedieron muchas cosas. Imposible olvidar la ceremonia de apertura de los Juegos Olímpicos de Barcelona 92. Mi mamá compró un juego de cartas que nos sirvieron para matar el tedio y más que eso, divertirnos. En algún momento de esos años leí El viejo y el mar. El pan racionado se volvió oscuro, áspero y fino. En la mayoría de los establecimientos solo se vendía casabe e infusiones de hojas de limón o naranja. Mi madre empezó a lavar con un polvo blanco que le provocaba que sus manos se agrietaran y se les llenaran de hilillos de sangre. Luego, en el central del pueblo empezó a producirse un jabón de color imposible y olor a melaza. Recuerdo un programa de televisión en el que mostraron cómo a partir de un jabón de lavar se podían obtener seis. Había que mezclar, batir, añadir, no sé cuántas cosas ni cuántas veces. Luego, había que colocar la mezcla en un recipiente rectangular para después del secado, cortar las seis pastillas. Una amiga confundió ese producto casero con queso, y le pegó una mordida.

Si no había alimentos, mucho menos había productos de belleza. Una tarde en la peluquería, mientras la peluquera me cortaba las puntas llegó una joven: “Buenas, ¿hay tinte”. “No, no hay” –respondió la peluquera secamente, y, cuando la joven se alejó, enseguida se viró hacia el espejo diciendo “Vea tinte, ¡esa está borracha!”. Así somos, nos burlamos de todos y de todo. En esos años, el humor se volvió más ácido, más negro y descarnado. Ahora comprendo que era una mínima y simbólica defensa que usamos para resistir.

El trueque se volvió cotidiano. La gente se iba al campo para cambiar un par de zapatos por un cerdo. Un pantalón y una blusa por dos gallinas y algunos plátanos. Mi abuela, mi madre y mis tías juntaron sus joyas y las cambiaron por zapatos deportivos en una tienda del Estado. Usé unos bonitos tenis estampados durante seis meses. Ya en 1993 no había nada de nada, ni siquiera libretas escolares. Una parte de mi octavo grado la pasé tomando las notas de todas las asignaturas en una pequeña agenda artesanal que no tendría más de cuarenta hojas. Hoy, no me permito desperdiciar ni media cuartilla.

Luego, fue declarada “la despenalización de la tenencia de divisas”, o sea, que traer un dólar en la cartera no sería considerado un delito. Algunas tiendas fueron transformadas, reabastecidas y engalanadas. En esas tiendas solo se podía comprar con dólares. Para conseguir un dólar había que dar 100 y a veces hasta 150 pesos, lo cual era la mitad del salario de muchos trabajadores. En el mercado negro un par de tenis podía costar 350 pesos, y un simple jean, 1000 o 1500 pesos. A esa desmedida inflación, el gobierno la llamó “exceso de circulante”.

No me preocupaba por eso, simplemente vivía, escuchaba el programa radial Juventud 2000 para disfrutar algo de música pop. Esperaba con ansia la sección de Pepe Armas para saber más sobre los músicos de moda. Eran los años de Roxette, Ace of Base, Sinéad O’Connor… No me preocupaba, pero la añoranza por comer algo rico era uno de los temas frecuentes de las conversaciones entre amigos, el deseo de tener una ropa bonita para los quince años, el sueño de tener una profesión que nos gustara, porque, que nos daría para vivir se daba por descontado, aquellos años duros serían transitorios.

Ya han pasado 26 años desde aquel 1993, el más duro del Período Especial. Y este año 2019 nos recibe con gran escasez de alimentos y de otros productos esenciales para llevar una vida más o menos digna. Parece una crisis dentro de otra crisis que, en realidad, nunca terminó.

Los cubanos estamos acostumbrados a reciclar, reparar e innovar. Aunque, en muchos hogares cubanos el hombre mantiene el rol de proveedor, la mujer también es proveedora y, sobre todo, hacedora final. La mujer nunca dirá: “Hoy en esta casa no se cena a causa del Bloqueo”, no, no tiene esa prerrogativa. En estos días, en cada cola para comprar aceite o pollo es posible observar que la mayoría son mujeres. Mujeres que, aunque estén en sus trabajos están pendientes de “lo que sacaron” y se excusan para salir en busca de alimentos para su familia. Como la escasez es una vieja conocida, en ocasiones, si se puede, se compra de más, incluso se acapara, pues no hay certeza de cuando se presente la próxima oportunidad de adquirir lo necesario. Muchas personas inescrupulosas aprovechan estas circunstancias para vivir a costa de los demás, dedicándose a acumular para luego revender. De modo impune proponen los alimentos con precios, como mínimo, duplicados.

Creo que muchas mujeres no tenemos miedo de enfrentar otro 93, ya pasamos la escuela y sobrevivimos. No, miedo no es, en todo caso es hastío, frustración, cansancio, de invertir el mes en llegar al día 30 y la vida en sobrevivir. Simplemente no es justo. Pienso en el tiempo, la energía y el talento que pudieran dedicar las mujeres a sus empleos, sus hijos, a sí mismas y a la sociedad, si no tuvieran que empeñarse tanto en resolver provisiones. Muchas de las mujeres que eran adultas a inicios de la década del 90 ya son ancianas, de seguro ellas tampoco sienten miedo, “simplemente” parece que tendrán que dedicar el tiempo que les queda a intentar sostener sus hogares, haciendo magia desde la pobreza.

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