Juana de Arco: una leyenda forjada en el fuego
Desafiando las normas de su tiempo, Juana de Arco demostró que el liderazgo no se define por el género o el estatus social, sino por la integridad del carácter.

A inicios del siglo XV, desgarrada por un conflicto dinástico que duraba ya más de setenta años, Francia era un país sin esperanzas. Su ejército, desmoralizado y sin líderes, perdía terreno ante el avance de los ingleses, y el pueblo, empobrecido por la guerra, esperaba desde hacía décadas un milagro que no acababa de llegar, mientras el legítimo heredero del reino, el delfín Carlos, languidecía en su castillo de Chinon, en el sur. Incapaz de ser coronado, pues Reims, la ciudad de las coronaciones, estaba en manos enemigas, Carlos también perdía la esperanza. En 1420 el Tratado de Troyes lo había desheredado y en su lugar reconocía a Enrique V, el rey de Inglaterra, como futuro monarca de Francia. Gran parte del norte, incluyendo París, estaba ahora bajo el control inglés o de sus aliados, los borgoñones, y la situación empeoraba sin remedio.
En ese escenario, una joven campesina de apenas dieciséis años tomó una decisión que cambió definitivamente el curso de la historia. Su nombre era Juana, y muy pronto se convertiría en un símbolo no sólo para los franceses, sino para toda la humanidad.
Liberar a Francia
La historia de Juana comienza alrededor del año 1412, en la aldea de Domremy, donde su padre trabajaba como granjero y cobrador de impuestos. Vivían cerca de la frontera, siempre bajo la amenaza de incursiones inglesas, y el sufrimiento por la guerra era para ellos una realidad ineludible. Eso le inculcó a la niña un patriotismo singular, alimentado también por su intensa fe católica.
En 1425, cuando el ejército borgoñón arrasó su aldea, Juana comenzó tener visiones en las que el arcángel Miguel se le aparecía, y tres años después, en otra visión, el propio arcángel le dio la orden de liberar a Francia y coronar al delfín. Era mayo de 1428, y la joven Juana partió hacia la ciudad cercana de Vaucouleurs, donde le pidió al capitán de las tropas francesas una escolta para ir a ver a Carlos. El capitán se rió de ella y Juana regresó a su aldea, pero al año siguiente, en enero, volvió a insistir, y aunque entonces tampoco el capitán tomó en serio su pedido, ella decidió quedarse en la ciudad hasta convencerlo.
Un mes más tarde, cuando los ingleses cerraron el cerco sobre Orleans, cortándole los suministros, y la guerra parecía ya perdida para Francia, el capitán pensó que no había mucho que perder y le dio a Juana su escolta.
Una doncella virgen de las Marcas de Lorena

Vestida con ropas de hombre para no llamar la atención, acompañada por seis soldados, Juana travesó Borgoña y llegó hasta el castillo de Chinon para hablar con el delfín. Eran los primeros meses de 1429 y tenía diecisiete años cuando Carlos accedió a recibirla.
La situación no podía ser más difícil. Ella decía venir por mandato de Dios y, aunque los cortesanos eran escépticos, desde hacía años circulaban por el país profecías populares que hablaban de “una doncella virgen de las Marcas de Lorena”, una joven que salvaría a Francia después de que esta se hubiera “perdido por una mujer”. El hecho de que ella, una simple campesina de la región de Lorena, encajara en esas creencias, la convirtió ante los ojos del pueblo necesitado de fe en mucho más que una visionaria: la salvadora del reino. “La Pucelle”, le decían, la doncella.
Cuentan los historiadores que, para ponerla a prueba, Carlos se ocultó entre su séquito; y que ella, sin haberlo visto nunca, caminó directamente hacia él y le hizo una reverencia. También cuentan que le susurró al oído un secreto que sólo él sabía y que esto lo llenó de asombro y respeto. “Yo te digo, de parte de Dios, que serás coronado en Reims y serás lugarteniente del Rey del Cielo, que es Rey de Francia”, le prometió la joven, y Carlos le ofreció un ejército de diez mil hombres para que fuera a liberar a Orleans.
La reconquista

Juana cambió el sentido de la guerra: ya no se trataba sólo de Francia, sino de Dios, y ante esa misión sagrada no podía haber derrota. Con una armadura, una antigua espada y un estandarte blanco donde se dibujaban dos ángeles custodiando el globo terráqueo, partió con sus tropas primero a la ciudad de Blois y luego a Meung, desde donde envió una carta a los ingleses que sitiaban Orleans para que se rindieran. La respuesta fue una ofensa, pero Juana burló el sitio y entró a Orleans, desde donde dirigió los combates hasta que diez días después, el 8 de mayo de 1429, los ingleses huyeron.
Aquella primera victoria sacudió al país. Para el ejército francés, desanimado por largos años de derrotas, “la doncella” se convirtió en un símbolo viviente de la intervención divina a favor de Francia. Su presencia, su pureza y su inquebrantable convicción revitalizaron la moral de las tropas y cambiaron la idea de por qué luchaban.
“¿Quién ha visto jamás algo tan extraordinario ocurrir ―algo que deberá conocerse y recordarse en todas partes?”, escribió aquel propio año la poeta Christine de Pizán en una elegía dedicada a su triunfo; aquel sería el último poema de Christine y el primero de una extensa bibliografía sobre Juana.
Uno de los comandantes que combatieron junto a ella en Orleans, el Duque de Alenzon, reconoció su destreza en el manejo de las armas y la guía de las tropas: “Todos se maravillaban de que en cosas de guerra actuara con tanta sabiduría, como si hubiera sido una capitana con veinte o treinta años de servicio”, escribió. Y el propio Juan de Orleans, “el Bastardo”, afirmó: “Creo que Juana fue enviada por Dios, y que su comportamiento en la guerra fue un hecho divino más que humano”.
El inesperado triunfo dio impulso a la campaña de Loira y la reconquista de Reims. Así, se coronó finalmente al delfín Carlos el 17 de julio, en una ceremonia donde Juana, a pesar de su origen humilde, ocupó un lugar privilegiado.
Una leyenda forjada en el fuego

Después de la victoria en Reims los ejércitos marcharon sobre París y otras ciudades del centro, forzando a los ingleses a retirarse. Juana dirigió y ganó muchos combates, pero en mayo de 1430, en Margny, los borgoñones la capturaron y vendieron a los ingleses, quienes la trasladaron a la ciudad de Ruan.
Acusada de herejía y juzgada por un tribunal eclesiástico bajo presión de los ingleses, el obispo Pierre Cauchon la condenó a morir en la hoguera. El argumento principal en su contra era que vestía como un hombre. Ella explicó que era más práctico para la guerra y que la protegía de una posible violación. “Todo lo que he hecho, lo he hecho por orden de Dios”, alegó en su defensa, y accedió a vestir como el resto de las mujeres si sus captores garantizaban que no sería violada.
Pero los ingleses fueron hábiles: escondieron sus nuevas ropas y la forzaron a vestir de nuevo “como hombre”. Esto confirmó su condena: el 30 de mayo de 1431, a sus diecinueve años, Juana fue quemada viva en la plaza del mercado viejo de Ruan, y sus cenizas echadas al Sena para evitar que alguien las guardase como reliquias. Muchos, incluso entre los ingleses, la consideraban ya una santa, y el propio verdugo que ejecutó la sentencia admitió después su temor al castigo por haberla quemado.
Al terminar la guerra, en 1456, un juicio de rehabilitación anuló la condena. En los años siguientes su historia se convirtió en leyenda, inspirando a millones de personas dentro y fuera de Francia. Pero no fue hasta mucho más tarde que el nombre Juana de Arco se hizo popular. Hasta entonces fue simplemente Juana, la doncella. En 1920 la Iglesia Católica la canonizó como santa.
Hoy su historia es tema de incontables obras de teatro, música, cine y literatura. Su imagen estilizada se ha usado en la publicidad de mercancías diversas y los políticos invocan su nombre para ganarse el apoyo del pueblo. La lección que nos dejó su breve vida, sin embargo, es incorruptible: desafiando las convenciones de su tiempo, Juana demostró que el liderazgo no se define por el género, la educación o el estatus social, sino por la integridad del carácter frente a la desconfianza y el peligro.

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