Mujeres carboneras en Jardines del Rey

Carboneras de Punta Alegre: Reina Ferrer, Ana Ferrer, Carmelina Carrillo y Eloína Jiménez. Fotos cedidas por sus familias.

La historiografía cubana no le ha brindado la suficiente atención a la presencia de la mujer en la historia de Cuba, con la excepción de algunas figuras descollantes que tuvieron una participación activa en los principales acontecimientos políticos. El rostro de la mujer común no se ha traído como merece a los centros de discusión académicos. Un grupo de historiadores, muchos de ellos empíricos, con sus historias de vida de las mujeres anónimas cubanas, han intentado llenar este vacío. El relato de etapas y clases sociales marcadas por el sacrificio, el enfrentamiento a condiciones políticas injustas, donde la mujer jugó un papel importante, es necesario visualizarlo, darle vida a través de una narrativa histórica testimonial, enfocada, más que en datos, en la experiencia. Muchas caras, entre ellas las de las mujeres campesinas, faltan en el retrato colectivo de la nación. También existen y existieron, por ejemplo, las carboneras. Mujeres de caras tiznadas y pestañas chamuscadas por la candela, con la piel curtida bajo el sol, entre las picadas de mosquitos, el salitre y el hambre. Salieron al monte, se internaron en remotos pantanos, peleando por su vida y la de los suyos.
Este testimonio de Servando Carvajal sobre mujeres carboneras de la zona norte de la provincia de Ciego de Ávila, todas de más de noventa años, vivas hasta el momento, salva para nuestra historia la belleza y el sacrificio de singulares cubanas, como se aprecia en la memoria que hoy nos comparten.

Ileana Álvarez


Conocido también como archipiélago Sabana Camagüey, Jardines del Rey es un extenso sistema de accidentes geográficos que incluye alrededor de 2,500 cayos y cayuelos, en la costa norte de la región central de Cuba. Se afirma que este pintoresco sitio fue descubierto y bautizado por Diego Velázquez en 1514.

El insigne escritor norteamericano y Premio Nobel de Literatura Ernest Hemingway describió con bastante exactitud varios de tales islotes, en algunos de sus relatos de Islas en el Golfo. Muchos vecinos del poblado de Punta Alegre vieron precisamente al escritor, armado con un fusil Garand, y con una calibre cincuenta instalada en su yate de recreo, pretendiendo infructuosamente dar caza a un submarino alemán en estas aguas, durante la Segunda Guerra Mundial.

Hoy estos parajes están ocupados por hoteles, donde acuden turistas desde diversas partes del mundo en busca de sol y playa, sin renunciar al confort moderno. Pero no siempre fue así.

En tiempos no muy antiguos, la zona estuvo desconectada de la civilización, y aquí vivieron y trabajaron familias que se buscaban el sustento de las maneras más difíciles. Hacer carbón constituía entonces su modo de vivir, junto con la pesca, en lucha contra los elementos de la naturaleza. La historiografía ha reconocido la existencia de estas clases sociales y personas menos favorecidas, pero, como siempre suele ocurrir, con un sesgo discriminatorio, se ha contado fundamentalmente el trabajo de los hombres, y es así que se habla generalmente sobre “los carboneros”. El famoso documental El Mégano (1955) contó la historia de estas familias que armaban hornos de carbón en pantanos y zonas apartadas, subsistiendo a duras penas. Por suerte, aún en Punta Alegre viven algunas carboneras de antaño. Hemos ido a su encuentro para oír sus historias en su propia voz.


Por cayo Contrabando cuando hay calma blanca, brama la mosquitá como huracán fuerza cinco”. 

Eddy Rojas Pérez (pescador y veterinario).

Reina Ferrer Hernández (1923):

Yo he pasado toda mi vida en Punta Alegre, muy cerca del mar, aquí nací y aquí moriré. El mar no puede faltarme y el día que no sienta el batir de sus olas y el olor del salitre, creo que moriré. Cuestión de costumbre, y amor a lo de uno.

En 1944, cuando la última guerra mundial, mis padres ahogados por las pésimas condiciones económicas de nuestro pueblo, decidieron probar fortuna en otro sitio, cargaron con sus seis muchachos, montaron en una cachuchita de mala muerte y hasta cayo Contrabando no pararon. La misión de mi familia sería la de elaborar carbón en este pequeño cayuelo. De cuatro hembras, yo era la mayorcita. Nuestro viejo, Lile y Manolo (un adolescente), eran los varones y serían los encargados de manipular las hachas para cortar las leñas, armar los hornos y velarlos de madrugada, para que no se volaran y convirtieran en cenizas.

Las hembras acarreábamos el agua potable, pues en este sitio no había una gota, para ello nos servíamos de un chapín y nos trasladábamos a palanca hasta cayo Guillermo, que poseía algunas casimbas. Recorríamos las cuatro millas de ida y vuelta que nos separaban de ese cayo, buscando los lugares bajos y valiéndonos de la dichosa vara propulsora. Esa agua era utilizada para beber, cocinar y darnos de vez en cuando un “bañito de gato”. Allí sí se cumplía aquello de ahorrar agua. También muy a menudo salía con mis hermanitas en busca de maderos de recalo para engordar los hornos. Cuando estos estaban quemando, los velábamos de día para que los varones pudieran dar su pestañazo. Los hornos se construían por lo regular de forma cónica y cuando se calculaba que podían rendir 40 o 50 sacas, les prendíamos fuego. Cuando el horno estaba quemando, desprendía un humillo denso por los boquetes que se le abrían para que respiraran. Ese humo ahuyentaba en algo la plaga, pero se pegaba al pellejo que daba grima verlo. 

Ana Ferrer Hernández (1930):

En cayo Contrabando cumplí mis 15 años y tuve como fondo musical el zumbido del mosquito en contraposición al happy birthday de las personas pudientes de la época. ¿Qué hija de pescadores o carboneros iba a pensar en aquel entonces en lujos y celebraciones? Ni soñarlo.

Ramona Carrillo era novia escondía de Lile, mi hermano, y en aquel momento, ella también tenía 15 añitos. Ramona formaba parte de una familia de pescadores muy querida en toda aquella zona. Un día mi hermano habló con papá y le dijo que quería independizarse y formar su propia familia. Avitualló como pudo nuestra chalanita, levó ancla, izó vela y aprovechando que el viento reinaba de la brisa, zarpó para Punta Alegre. En el pueblo no tuvo que darle muchas explicaciones a su novia para regresar con ella a nuestro cayo. Cuando se navega a vela, la travesía Punta Alegre- Contrabando puede durar dos días si no hay un nortazo franco, por lo que la parejita pasó la luna de miel con el vaivén de las olas y el fulgor de las estrellas como únicos testigos. Ellos tomaron a partir de entonces a la cachuchita como su nuevo hogar y allí instalaron cocina, comedor y dormitorio. Resultaba realmente increíble cómo habían distribuido y aprovechado los espacios de aquella diminuta embarcación de apenas l8 pies de eslora. Ramona situaba cada producto y utensilio de su cocina en un lugar determinado del barquito y cuando lo necesitaba, siempre daba con ellos aunque fuese noche cerrada. Vivir en la lanchita tenía sus ventajas porque se le huía a la molesta plaga y existía una absoluta privacidad.
Lile se multiplicaba, buscaba esponjas, las vendía a los intermediarios que arribaban en goletas desde Caibarién, pescaba y aún le quedaba tiempo para ayudar a nuestro padre en las labores del carbón. Ramona no era segunda de nadie en estos menesteres porque, desde muy niña, el mar no guardaba para ella ningún secreto. 

Reina Ferrer Hernández:

Casi a diario papá nos daba la misión de sacarle la cáscara a las ramas y los troncos del mangle rojo e ir echándolas en sacas de yute de aquellas de l3 arrobas. Él decía que se las pagaban a 3 centavos la libra, pero lo cierto es que los compradores que venían de sitios vecinos, para revenderlas en las tenerías, se las compraban por unidad, es decir, por sacas. Los muy pícaros rellenaban aquellos envases y los apisonaban poniéndolos al reventar. Nunca supe cuánto le pagaban al viejo por aquello, pero segura estoy que lo estafaban en aquellas transacciones.

Cuando se armaba un ciclón casi siempre nos enterábamos, las malas noticias tienen las patas largas. Si la amenaza ya estaba cerca, corríamos a refugiarnos a cayo Guillermo, que era un lugar mucho más seguro. 

Ana Ferrer Hernández:

Como a los diez meses de estar en el cayo, a papá se le ocurrió ir a pasar la Nochebuena a Punta Alegre, pero se enteró de que allí había una epidemia de Acidosis que estaba arrasando con la niñez de esa zona. Se decía que los niños del pueblo y de las colonias cercanas morían sin apenas recibir asistencia médica. Según la prensa de la época, se calculan en más de 300 los infantes fallecidos por esa causa en el territorio. Por supuesto que el viejo prefirió la epidemia de las plagas de los mosquitos y jejenes y nos quedamos con los matules recogidos.

Por el cayuelo Contrabando pasaron muchas familias de carboneros, recuerdo la de Ramón Callá, Margarita Carrillo y sus hijos, Machito Güije, en fin, muchas que venían a echar el hígado a pesar de ser un cayo muy pequeño y de pocas condiciones para vivir.

En noches borrascosas por los ensenachos del Muerto, dicen que aparece una mujer abrazada al mástil de una goleta, dando espantosos alaridos”.

Machito Güije (Patrón de cabotaje).

Eloina Jiménez Falco (1922):

Siendo aún muy jovencita me junté con el que sería mi esposo, Leoncio Buchillón, al que todos le decían Machito. Con él me fui a vivir a cayo Coco, donde tenía un rancho y un plan de carbón en la zona de la ensenada de Bautista. Cayo Coco es un cayo grande, tiene como 33 kilómetros de largo y unos 10 de ancho. Cerca de la ensenada había una ranchería de españoles, allí vivían como 40 o 50 gallegos que levantaban hornos de más de 1000 sacas de las de 13 arrobas. Cuando aquello se medía el carbón por carretones y un carretón equivalía a 28 sacas. El carbón era trasladado directamente a la capital del país, Zagua la Grande y otros sitios de importancia económica. Mi esposo cortaba la leña con un hacha, yo le ayudaba a burrear la leña, es decir, a trasladarla hasta el plan, luego a armarlo y por último lo velábamos noche y día para evitar que se volara y se convirtiera en cenizas. Cuando quedé embarazada de mi primer hijo, estuve en el cayo como hasta los ocho meses y medio, luego me trasladé para Punta Alegre en busca de una partera. Esto lo hacíamos todas las carboneras por lo regular, al menos las que yo conocí.

Después del paritorio estábamos unos 15 días en el pueblo y después de vuelta para el cayo con el vejigo a cuestas. La Campaña de Alfabetización comenzó por cayo Coco, era un grupito de muchachos de la escuela de Comercio de Camagüey, que venían con la intención de enseñarnos a leer y escribir, imagínate. Recuerdo a una chiquilla nombrada Sara que pasó un trabajo tremendo por adaptarse a la vida en aquel terrible lugar. Machito y yo, francamente, poco pudimos aprender, entre el trabajo, la plaga y la poca costumbre, no era nada fácil sino otro sacrificio. La plaga bajaba casi siempre cuando había calma chicha o blanca, aquello era tremendo, sobre todo con el corasí que es un tipo de mosquito que, según los gallegos del cayo, tiene huesos en su cuerpo. La plaga asustaba al más pinto de la paloma, bueno, con decirles que el ganado que se criaba en aquel cayo, cuando la plaga lo azotaba, se tiraba al mar y dejaban solo el hociquito afuera. Según Santiago Sánchez, el dueño de esas reses, eso le permitía a él contar al detalle la cifra de cabezas que tenía en su criadero. En ocasiones ese ganado era embarcado en chalanes y conducido a Punta Alegre para venderlo al por mayor.

Cuando había embarque de ganado casi siempre alguna res sufría el llamado salto que era como especie de una sirimba que le daba al animalito y moría. Cuando esto ocurría el dueño lo cortaba en cuartos y lo comercializaba entre los carboneros y algún pescador que recalara por el lugar. Nosotros comprábamos un pedazo y lo salábamos, pues en aquel entonces ni soñar con hielo.

En el cayo se consumía un tipo de galleta de sal conocida como de corte, eran enormes y duraban hasta 15 días al aire libre sin ponerse zocatas. Los gallegos las comían en el desayuno acompañadas de tocino y buches de aguardiente. En este cayo abundaban los puercos jíbaros o cimarrones. Estos animales tenían poca grasa y su carne sabía a marisco. Machito rastreaba los trillos por donde estos acostumbraban a pasar y les ponía trampas de ballestas que casi nunca fallaban. También allí existían caballos salvajes, aunque francamente yo nunca los vi. Mi esposo era incansable, cuando no hacía carbón, pescaba, sus manos estaban llenas de callosidades, las tenía curtidas como carapachos de cobos, al punto de que cogía las brasas del fuego a mano limpia y no se quemaba. Cuando yo me enfermaba él era quien cocinaba y lo hacía mucho mejor que yo, en esto era un maestro. Estuvimos unidos por más de 55 años y prácticamente sin un sí no un no, más de medio siglo, ya eso no se ve en los años que corren. Terminó su vida laboral como patrón de barco de cabotaje. Ya jubilado, hacía algunos trabajitos como cocinero en los carnavales, siempre por su antiguo centro de trabajo de la cooperativa pesquera.

Dicen que por Hato Viejo, se escuchan voces pidiendo auxilio en el medio de mar, y que cuando uno se acerca ya no se oyen”.

Yayo de Dios (pescador y carbonero).

Carmelina Carrillo (1933):

Yo procedo de una familia que siempre ha estado ligada al mar. Decir Carrillo en Punta Alegre o Caibarién es decir pescadores, carboneros, gente de mar. Dicen, a mí no me lo crean, que los primeros Carrillos vinieron a Cuba en una de las tres carabelas de Cristóbal Colón.

Yo nací en Caibarién. Margarita, mi difunta madre, tuvo ocho hembras y tres varones, todos aprendimos a dominar los muchos secretos que encierra el mar. Cuando yo apenas tenía 15 días de nacida, escuche bien, 15 días, me montaron en una cachuchita y hasta el Morro de Guillermo no pararon. Esa era la regla en aquel entonces para la mayoría de las madres carboneras. Aflojábamos la barriga, y a los pocos días otra vez para la contienda. Contaba mi mamá que nuestro padre llevaba la cuenta de la barriga a “ojo de buen cubero” y que cuando creía que se acercaba la fecha del paritorio recogía nuestros chiliches y partíamos para el puertecito más cercano en busca de una partera, luego al medio mes regresábamos para la cayería. Eso de la licencia de maternidad es un invento de ahora, antes ni soñarlo. Yo vine a ponerme un blúmer en el año 1960 o 1961, no me da pena decirlo porque es la pura verdad. En aquel entonces usábamos unas pantaloneras hechas de sacos de harina para cubrirnos abajo, y arriba nos poníamos cualquier cosa. Los varones usaban unos pantalones parecidos. Siempre andábamos descalzos, parecíamos indios. Recuerdo que cuando arribaba al cayuelo alguna embarcación desconocida, las hembritas, sobre todo, corríamos a ocultarnos en los manglares cercanos. Nosotros estuvimos “arranchados” en varios sitios de la cayería, como en Cayo Guillermo, en Contrabando y en Canalizo del Toro, también en Cayo Coco, La Jaula, Loma del Puerto, La Petrolera, y en cuanto huequito pudiéramos asentarnos para fabricar carbón.

Eso de hacer carbón es un trabajito que se las trae, por lo riguroso que resulta. La leña la obteníamos del monte, podía ser de yana, guao, uvilla, patabán, arabo, mangle prieto o rojo, de cuanto palo caía en nuestras manos y sirviera para quemar. Nosotros hacíamos hornos de 60 y 70 sacas de 13 arrobas, ese carbón lo vendíamos a intermediarios que arribaban desde Caibarién y Punta Alegre. Con lo que se sacaba de aquella venta, mi padre pagaba las deudas que siempre contraía en la tienda de Las Coloradas en Cayo Coco. Esta tiendecita era muy competente porque allí podías conseguir desde una penca de bacalao o tocino hasta herraduras para bestias, y hasta cajas de muertos yo creo que allí había. Recuerdo que en una ocasión, uno de los galleguitos rancheados en Bautista se puso a beber aguardiente desde muy temprano en esa tiendecita, por la tarde le aconsejaron que regresara para su rancho, pero él ni modo. Oscureciendo al fin se decidió a partir, iba dando tumbos y lo sorprendió la noche por el camino. Al otro día apareció muerto a mitad de la vereda, el jefe del corte alegó que murió de una embolia, pero todos sabíamos que fue la plaga de mosquitos que se lo bebió.

En cayo Contrabando siendo una niña, labré unos asienticos en una piedra de ese sitio, creo que fue uno de los pocos juguetes que tuve en mi infancia. Contrabando es un cayito muy pequeño, recuerdo que un día apareció un hueco en un lugar algo apartado, era un huequito muy curioso que a todos llamó la atención, unos decían que se trataba de una botija que alguien había sacado, otros que aquello era cosa de almas en penas, en fin que todo quedó en el mayor de los misterios.

Muy jovencita me junté con Urbano Mangano, pescador y carbonero como nosotros, con él tuve 4 varones y 2 hembras, todos estuvieron a nuestro lado en las buenas y en las malas, contra viento y marea, pasando las de Caín la mayor parte del tiempo. Del mar nos servíamos mucho, sobre todo en lo referente a la alimentación. Realmente la langosta, el cangrejo moro, el pescado y hasta la jutía raras veces nos faltaban. En aquel entonces todos aquellos lugares estaban vírgenes y sobre todo los pejes estaban satos. Cuando se capturaba una picúa, teníamos miedo de que estuviera ciguata, pero no la despreciábamos, se le cortaba la cabeza y la poníamos en un hormiguero, y si estos bichos no se espantaban era que se podía comer. Otra técnica era dársela de comer a un gato y, si éste no largaba el pelo o los dientes, significaba que no había peligro de ciguatera (intoxicación que provoca vómitos y caída del pelo).

Viviendo en Contrabando nos sorprendió una vez un cicloncito, aquello fue grimoso, metía miedo. Las ráfagas de vientos nos desaparecieron un patiecito de gallina que ya habíamos formado y el vara en tierra donde dormíamos fue a parar a faro Caimán por lo menos. Aquel día tuvimos que treparnos en los mangles más altos para no ahogarnos. Pasamos el susto del siglo.

Las plagas de jejenes y mosquitos eran algo horroroso. Nosotros teníamos en el ranchito unos camastros de palo como camas y cuando bajaba la plaga usábamos como mosquiteros unas manteletas de sacos de yute donde se envasaba el azúcar. El calor que aquello metía era horrible, era para derretir a cualquiera, sudábamos y nos faltaba hasta el aire, pero peor era ser comido por la plaga.

Un día llegó una chalana para avisarnos de que Batista había salido chancleteando del país y la noticia me dio tanta alegría que le caí a patadas al vara en tierra. Urbano, mi esposo, me atajaba diciendo que yo me había vuelto loca. Yo no sabía ni jota de política, pero comprendía que la cosa cambiaría para bien porque más jodidos no podíamos estar.

En 1962 la fecha jamás la he podido olvidar, vinieron a avisarnos de que todos teníamos que regresar a nuestros hogares oficiales. En ese mismo año comencé a aprender las primeras letras, y mi vida comenzó a cambiar.


GLOSARIO:

  • Cachuchita: Un tipo de barco pequeño, auxiliar.
  • Cayuelo: Un cayo pequeño.
  • Chalanita: sinónimo de Cachuchita.
  • Nortazo: Viento fuerte que viene del norte, por lo regular con agua.
  • Ensenacho: Ensenada pequeña.
  • Cobos: Especie de caracol, grande, apreciado por la belleza de la concha.
  • Chiliches: Pertenencias rudimentarias de una persona o una familia.

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