Transgrediendo los límites. Entrevista a Chely Lima (III)

| Vidas | 12/09/2019
Autorretrato de Chely Lima.
"Autorretrato, Kensington CA 2007". Foto: Chely Lima.

Argentina, California, Florida. En este siglo XXI, como nómada solitario te has desplazado de sur a norte y de oeste a este por el continente americano. Háblanos, en primer lugar, de tu estancia en la tierra de Borges. ¿Cuán diferentes te parecieron los argentinos comparados con el universo de culturas que ya habías conocido?

A mediados de 2001 me invitaron a participar en una nueva producción de Ecuavisa, una telenovela que se proponía ser la primera de una serie de proyectos semejantes dentro del canal. Justo en ese momento me encontraba dando talleres en Guayaquil, ciudad donde se llevaba a cabo el trabajo de pre-producción de la telenovela, y me quedé allá durante varios meses, formando parte del equipo de guionistas, bajo la guía de la autora principal, una reconocida libretista argentina. En algún momento de la producción el equipo se redujo a cuatro personas, todos residentes en Buenos Aires menos yo, y entonces, para facilitar la comunicación, viajé a Argentina, donde acabé viviendo alrededor de cuatro años.

Luego de pasar casi una década en una ciudad andina, llegar a Buenos Aires fue como entrar de nuevo en la casa de mis padres. Todo me parecía conocido y al mismo tiempo magnificado por la novedad: la cultura latina, tan exuberante, apasionada y bulliciosa, la animada vida nocturna de una urbe que nunca duerme, la desenfadada familiaridad con la que te tratan los desconocidos, el reconocimiento de patrones de belleza que había aprendido a amar en los libros de arte del Renacimiento italiano… Para el caribeño un poco nostálgico que era yo en ese entonces —y parafraseando al Papá Gringo— Buenos Aires era una fiesta, con su magnífica arquitectura, sus teatros, las deslumbrantes librerías, sus museos de arte y sus ferias artesanales, las charlas de café, las exquisitas tiendas de diseñador y esas tienditas de barrio en donde venden helado o pastas frescas… Allí volví a escuchar los tangos que cantaba mi padre en la ducha y me dejé deslumbrar por Charlie García, Cerati y Spinetta, me llené de polvo en las librerías de viejo mientras hurgaba en los anaqueles a la busca de tesoros, y vi muchos fantasmas, porque Buenos Aires es una ciudad que está llena de fantasmas.

Hubiera querido explorar el interior del país en toda su extensión, pero ni el tiempo ni la plata daban para tanto. Hice muchas excursiones a Río Tigre, un viaje mágico en solitario a la Quebrada de Humahuaca, junto a los restos del Camino del Inca, en donde pasé una noche al raso, durmiendo entre huacas, y un segundo viaje inolvidable en compañía de dos amigos al misterioso pueblo de Capilla del Monte, en Córdoba, cerca del Uritorco, donde vimos —y Rubén García y Ana Montes no me dejarán mentir— una flota de ovnis sobrevolando la cima del monte.

En Argentina volví al ejercicio de la literatura y acabé escribiendo una docena de obras de teatro, la mayoría de las cuales continúan siendo inéditas.

Lamentablemente, cuando se dio por terminada la producción de la telenovela y me lancé a buscar otro trabajo, nada de lo que apareció daba para vivir. Subsistí de mis ahorros en lo que impartía clases de guión en una pequeña academia de cine, y participé con un amigo en la producción de un programa piloto de TV, un proyecto que no llegó a cuajar. Por entonces empezaba a preguntarme cómo iba a hacer para sobrevivir en un sitio en el que si tenías dólares te las arreglabas pasablemente bien, pero si te pagaban en moneda nacional descubrías que la vida era más cara de lo que podías permitirte. Por suerte, justo cuando acababa de regular mi estatus migratorio, llegó una propuesta que me decidió a poner rumbo a los Estados Unidos.   

California es uno de los estados más multiculturales dentro de los Estados Unidos. ¿Cómo viviste esa experiencia y cómo te integras allí?

Cuando escribo esa palabra, California, las dos imágenes que vienen de súbito a la memoria son la de una mujer y un ciervo.

Por la época en la que yo trabajaba en la telenovela ecuatoriana y me la pasaba viajando entre Quito y Guayaquil, un amigo que llevaba años radicado en San Francisco, California, me escribió para recomendarme a una conservadora y restauradora de uno de los museos de arte de esa ciudad. La persona en cuestión se llamaba Elisabeth, era una norteamericana de origen suizo, y se iba a pasar unos días en Quito.

La primera vez que vi a Elisabeth me pareció que nos conocíamos desde siempre; enseguida nos hicimos amigos. Nos apasionaban los mismos temas, de manera que teníamos mucho de qué hablar, y cuando ella regresó a los Estados Unidos continuamos comunicándonos por Internet. Poco a poco la amistad empezó a tomar tintes más intensos. Un año más tarde, recién instalado en Buenos Aires, Elisabeth fue a visitarme, y yo, que soy un cursi, me le aparecí en el hotel con un ramo de flores y una caja de alfajores, y le pedí que fuera mi novia. Ese fue el principio de nuestra relación, que continuó durante todo el tiempo que estuve en Argentina.

Los amores a distancia suelen ser engorrosos, al menos para mí. Nos escribíamos a través de e-mail o chateábamos por las noches, y Elisabeth viajaba a Buenos Aires cada vez que podía, pero ambos sentíamos que era insuficiente, así que cuando apareció la posibilidad de hacer un internship en un museo sanfranciscano, decidimos empezar una nueva vida juntos. Armé una vez más mis maletas y esta vez fui a aterrizar en Kensington, un barrio lleno de jardines salvajes que está situado en las colinas de Berkeley, en el Área de la Bahía de San Francisco. La zona no podía ser más propicia para estrenarme en la fotografía…

Casa en la quebrada, Kensington, California, 2007. Foto de Chely Lima.

He escrito bastante sobre ese sitio y sus alrededores, así como acerca del resto de mis experiencias en San Francisco, en cuentos, poemas, y en la novela Fuera de la manada, de modo que no vale la pena repetirme. Baste decir que los lugares que conocí y anduve en aquel entonces acabaron formando parte de mi paraíso personal. Elisabeth era una persona que amaba viajar, y por lo común cada fin de mes nos íbamos a recorrer la costa o el interior del estado —a veces más allá— en su auto, gracias a lo cual pude conocer una serie de ciudades y pequeñas poblaciones pintorescas, parques nacionales, museos y varias colecciones de arte privadas.

En cuanto al ciervo del que hablé al principio, se me apareció una madrugada de insomnio —Elisabeth estaba de viaje— en la que me eché un abrigo por encima del pijama, salí a caminar por el barrio, y me interné en una parte de las colinas que no conocía bien. Estaba bastante oscuro, pero el ambiente era mágico, hacía fresco y olía a coníferas. En algún momento fui a parar a una cuadra de casas cuyo extremo se perdía entre tinieblas, fue entonces que apareció de la nada un impresionante ejemplar de ciervo con grandes astas, se detuvo a mitad de calle y alzó a verme. Me quedé sin aliento, porque los ciervos machos pueden llegar a ser peligrosos si creen que uno los desafía. Intenté escurrírmele por el costado, pero él se movía una y otra vez, cerrando el paso. Finalmente decidí que mejor regresaba a mi cama, y empecé a retroceder sin darle la espalda, desandando mis pasos. Al día siguiente desperté con la impresión de que había algo un poco insólito, un poco extraordinario, en aquel encuentro. Quise pasar de nuevo por el sitio, ahora a la luz del día, y fue así como descubrí que si el ciervo no me hubiera impedido seguir la noche anterior, yo me habría despeñado sin remedio por la quebrada que se abría al final de la cuadra, invisible en la oscuridad.

San Francisco, California, 2007. Foto de Chely Lima.

Una vez que terminó mi internship, di inicio a la ya habitual búsqueda de trabajo. Mi inglés, que seguía siendo desastroso a pesar de las clases nocturnas que estaba recibiendo, no era exactamente un buen aval para emplearme. Hice lo que pude: di repasos de español a domicilio, redacté versiones literarias para niños a partir de varios folletos de museo, trabajé atendiendo jardines en el vecindario, cuidé casas y mascotas en ausencia de sus dueños… Mis ahorros empezaban a extinguirse, caí en crisis y me ganó una ansiedad que acabó dando al traste con la relación de pareja.

Un par de años después de haberme radicado en California apareció la posibilidad de un trabajo en Miami. No lo pensé dos veces: volví a hacer el equipaje y me fui, dejando atrás una relación amorosa hecha añicos —por suerte acabó convertida en buena amistad— y una de las etapas más especiales de mi vida.

Se dice que la mayoría de los emigrantes cubanos, aunque su primer destino sea otro, acaban recalando en la Florida. ¿Qué razones te llevan a establecerte allí? ¿Cómo te relacionas con la comunidad cubana, especialmente su intelectualidad?

Miami empezó siendo para mí “el trabajo que prometía mucho y nunca se dio”. Debo confesar que en un principio me sentí extranjero en la ciudad, que me costó dios y ayuda aprender a manejar, y no me consolaba de haber dejado atrás las múltiples propuestas culturales de Buenos Aires y San Francisco.

Continué siendo freelance y me mudé muchas veces. Impartí numerosos talleres, unos en el Miami Dade College, otros por mi cuenta, utilizando espacios que algunos talleristas tuvieron la gentileza de poner a mi disposición —incluso oficinas y casas particulares—, hice correcciones de texto y unas pocas ediciones —de libros, de números de revistas impresas—, colaboré en un proyecto editorial que murió casi al nacer, escribí críticas de teatro para el Nuevo Herald y un par de guiones de cine a cuatro manos…

A principios de 2012 mi corazón decidió que ya era tiempo de quejarse de la existencia, y por poco me la quita. En ese mismo año sufrí dos operaciones, un infarto y tres hospitalizaciones de urgencia. Todo cambió. Me tomó mucho tiempo recuperarme, pero aún así no pude seguir trabajando con la intensidad con la que solía. Se impuso reducir el ritmo drásticamente y acabé renunciando a llevar una vida social activa. Antes había sido un solitario por naturaleza, ahora tenía que serlo, además, por prescripción facultativa.

Chely Lima en la Feria del Libro de Miami, noviembre 2014. Foto de Ernesto G.

En la actualidad me relaciono con el mundo cultural miamense de manera sesgada, a través de las redes. Me escribo de manera personal con mucha gente de los cinco continentes, y así me mantengo al tanto de lo que se cocina en materia de arte y sociedad en otras latitudes. De cuando en cuando abandono mi burbuja y hago excursiones a algún museo o galería, pero en general evito las muchedumbres, lo que me excluye de espectáculos y presentaciones de cualquier tipo. Continúo escribiendo y sigo haciendo fotos; mantengo dos blogs, uno de literatura y otro de fotografía. Leo mucho, estudio, investigo. Y parte de la información que me parece interesante la comparto en las redes sociales.

En 2011 se publica en Cuba La casa del Alibi, una extensa novela de Gina Picart dedicada a ti y Alberto Serret, y en la que quiero detenerme especialmente por lo mucho que tiene que ver contigo. Repleta de intertextualidades, porque en ella se reproduce íntegramente una puesta teatral de tu pieza Las puertas del cielo, en la nota que incluye en su libro Picart reconoce tu colaboración en varios pasajes (por petición expresa de Picart), e incluso te toma como modelo para su personaje Ely Sima, pero también aclara, y cito: «Ella no ha querido figurar como coautora». ¿Tiene que ver ese rechazo con que en la novela Ely Sima sea una mujer? ¿Qué sientes en general cuando encuentras en un libro ajeno referencias a tu obra?

Admiro profundamente la obra de Gina Picart y creo que es uno de los autores cubanos más interesantes y originales de las últimas décadas, por eso me quedé encantado cuando me invitó a colaborar con su novela.

Gina y yo nunca fuimos exactamente amigos, sino más bien un par de conocidos que se respetaban y se llevaban muy bien, aunque un poco a distancia. Serret y ella sí que fueron amigos, y recuerdo que en las noches en las que Gina nos visitaba, aquel par se enzarzaba en conversaciones complejísimas. La mayor parte de las veces yo me limitaba a escuchar, un poco agobiado por el extraño universo que sabían convocar entre los dos.

En la época en la que Gina escribió su novela yo no había salido aún del clóset, y no éramos tan íntimos como para que ella estuviera enterada de mis peculiaridades. Ely Sima, el personaje que me representa en La casa del Alibi, es un yo muy dark en femenino, un yo del submundo, del fondo del pozo, destrozado por la pérdida de Serret. No tiene mucho que ver conmigo, pero es lo que Gina creyó ver en mí, unido a su magistral capacidad de fantasear a partir de la realidad circundante.

En un principio se habló de escribir la novela a cuatro manos, pero en la medida en que la historia fue tomando cuerpo me di cuenta de que iba a ser difícil conciliar ambos estilos, entre otras cosas porque la atmósfera de las creaciones de Gina es muy diferente a las que invoco en mi literatura. Tengo la impresión, además, de que ella es de esos escritores que trabaja como en trance, manando inspiración por los cuatro costados, y para escribir en equipo tienes que mantener fría la cabeza y calcular bien cada párrafo. De buena gana aporté al libro una obra de teatro, así como fragmentos de poemas y descripciones de paisajes y personajes que había conocido en California, y en todo caso me siento honrado de aparecer en la novela de una escritora tan talentosa y haber inspirado un character así de fuerte y terrible, incluso si se trata de un personaje por completo alejado de quien soy en la vida real.

Quiero que hablemos un poquito del universo trans. Paul Beatriz Preciado, transexual español, graduado de Filosofía y estudioso de la Teoría Queer, en su Manifiesto Contrasexual define el género como una construcción que encasilla, que limita la libre expresión de su identidad, incluyendo a las personas que deciden pasar por un proceso de cambio de sexo y se ven obligadas a adoptar las características físicas y los comportamientos que las instituciones han instalado como propias de lo femenino o masculino para validar su género autopercibido. Estas apreciaciones retratan el punto de vista del universo cis (aquellos cuya identidad de género se corresponde con su sexo), pero también de muchos individuos trans. Tú qué opinas respecto a estos posicionamientos.

Es una materia que provoca polémicas encarnizadas y en cuyos términos nadie acaba de ponerse de acuerdo, así que voy a limitarme a hablar de mi experiencia personal:

Descubrir que formas parte de una minoría no es agradable, es más bien garantía de que te la vas a pasar luchando por sobrevivir en medio de una sociedad que en ocasiones te mirará de reojo o se lanzará a agredir. El problema es que uno no elige ser parte de una minoría, nace como nace y eso es todo.

Y en realidad nadie se parece a nadie, pero la gran mayoría busca en los otros características que le permitan pensar que forman parte de una manada; a los seres humanos más primitivos, que son siempre la mayoría, les encantan las manadas. Las manadas suelen ser convenientes, al menos en apariencia: a aquellos que las integran les permiten creer que están protegidos, por más que sea falso; a los que aspiran a tener poder sobre las masas también les conviene, porque la manada es más fácil de manipular que los individuos que están por su cuenta, así que ideologías, religiones y mercados te van a recomendar que te olvides de ti y seas parte de la manada. Uno puede tratar de hacerlo, claro está, pero eso tiene un precio, uno bien jodido, y si naciste transgénero no vas a formar nunca parte de la gran manada, solo puedes fingirlo.

Ser trans podría significar una enorme ventaja para evolucionar, pero socialmente es una tremenda desventaja. Por lo general la persona trans se da cuenta de que es diferente entre los tres o los cuatro años, y enseguida aprende que ser diferente es peligroso, porque nadie va a celebrar tu originalidad, todo el mundo querrá que seas una copia de lo que no eres, de lo que nunca-jamás, hagas lo que hagas, vas a poder ser. Naciste redondo, estás rodeado de familiares, educadores, funcionarios, amigos y conocidos cuadrados que pretenden que seas cuadrado como ellos, así que te fuerzan a meterte en una casilla cuadrada. Y no funciona. Puedes fingir que funciona, pero vas a existir de la forma más miserable hasta el día en que te mueras.

Y si resulta angustioso disimular tu verdadero género en sociedad, para que no te cueste demasiado seguir vivo, hay algo mucho peor: negarte a reconocer que no eres del género binario, que esa división antinatural en hombres-con-cuerpo-de-hombre y mujeres-con-cuerpo-de-mujer no va contigo. Y digo antinatural, porque lo natural, lo lógico, es que seamos lo que sea que seamos, sin limitaciones absurdas ni intentos más absurdos todavía de tratar de convertirte en lo que no eres. Naciste águila, no importa que pertenezcas a una familia de gallinas o de pavos, y tienes todo el derecho a volar bien alto, incluso si para ello te ves obligado a abandonar el corral con su confortable pisito de estiércol.

Pero no te lo quiero pintar de rosa: dejar atrás el corral también tiene un precio. La especie humana no se distingue exactamente por su bondad ni por su capacidad de comprensión. Nuestra especie está conformada por una mayoría de predadores primitivos, sub-evolucionados, que intentan deshacerse de sus propios problemas atacando a los que no pertenecen a su tribu. Y hay solo una minoría —¡de nuevo las minorías!— de individuos lo suficientemente elaborados, emocional y humanamente, para reconocer y honrar la belleza de la diversidad. Eso es lo que hay aquí y ahora. Es de suponer que en varias décadas irá cambiando el panorama, pero a nosotros no nos queda más remedio que vivir en el presente, uno bien difícil si eres trans.

Pareciera que existimos parados en el borde de una especie de abismo existencial… ¿Qué podemos hacer al respecto? No es una pregunta cómoda, porque no existen recetas para volverse más listo, la psiquis humana es demasiado compleja para ello. Ser consciente de lo que eres ayuda mucho, por más que no quieras salir del clóset. Buscar información también ayuda. Pero el resto es improvisar, y eso depende de ti, de tu carácter, de tu coraje personal, de que decidas que merece la pena luchar por ti mismo y olvidarte de las idioteces que te quieren imponer.

El camino es abrupto. Si eres trans, por delante de ti va a haber traiciones, deserciones, burlas, intentos de anularte, muchísima desinformación y grandes dosis de mala voluntad. Y lo único que puedes hacer al respecto es ser fiel a ti mism@, pase lo que pase, sabiendo que no eres peor —ni mejor— que los demás, solo distinto, y que esa diferencia contiene una riqueza extraordinaria.

En la medida en que más gente trans salga del clóset, para nosotros será menos difícil vivir, pero revelarse a la sociedad es una decisión muy particular de cada cual, algo que no se le puede exigir a nadie, porque no todo el mundo tiene la resistencia psicológica y el valor personal para afrontarlo; hay quienes prefieren consumirse en el silencio, malviviendo debajo de la máscara, es su elección y hay que respetarla. Lo que sí tenemos que tener claro es que ni tu cuerpo ni tu mente perdonan que reprimas tu naturaleza, lo cual explica las enfermedades crónicas y la tendencia al suicidio de mucha gente trans de las viejas —y también las nuevas— generaciones.

Out in the Tropics 2015 «LGBTQ Community Panel and Opening Reception at LGBT Visitors’ Center at Miami Beach. Participantes: Marga Gomez, Dinorah De Jesús Rodríguez, Chely Lima, Lamar M Lamar y M. Lamar Music en LGBT Visitor Center on Miami Beach.

En los últimos años ha habido un develarse a nivel mundial, lo cual me parece muy sano, ser trans o queer se presenta como un orgullo, el de resistir contra viento y marea las imposiciones del sistema —de cualquier sistema—, pero por más que se trate de un avance maravilloso, todavía no significa mucho a nivel personal, hay demasiado desconocimiento y miedo en aquellos que prefieren seguir enquistados en submundos arcaicos, y se dejan llevar por la corriente de esa mediocre y perniciosa mayoría.

Según la Asociación de Lucha por la Identidad Travesti y Transexual de Argentina, el 98 por ciento de los trans y travestis argentinos no tienen empleo formal. En Estados Unidos la tasa de desempleo entre los trans duplica la media. En Catalunya este índice llega al 85 por ciento y un tercio de ellos dejan el trabajo alegando discriminación. Podría seguir citando estadísticas, pero creo que estos números son suficientes para evidenciar la precariedad en el empleo para las personas trans. ¿Cómo te ha afectado en lo personal? ¿Has conocido historias semejantes de hombres transgénero? ¿Crees que los colectivos pueden ayudar al respecto?

Mi caso es excepcional: cuando salí del clóset ya era oficialmente una persona deshabilitada por razones de salud. Pero la regla es que si eres trans y enfrentas al mundo con tu verdadera identidad debes saber que te expondrás a lo peor: Salir del clóset puede significar no solo el despido laboral, sino también la expulsión de tu familia y tu círculo de amigos, y una depresión severa seguida de suicidio como consecuencia, o ser asesinado en alguna esquina de tu ciudad.

La gran mayoría de los trans tienen las mismas aspiraciones y expectativas de la gente cis: quieren un trabajo que les asegure una calidad de vida aceptable, una pareja que les quiera, tal vez traer algún hijo al mundo, criar una mascota, cultivar una afición… Y su gran tragedia es que si sale del clóset no es seguro que pueda conseguirlo, sino todo lo contrario: lo más probable es que le machaquen de lo lindo por haber nacido diferente.

Por otra parte, el niño y la niña trans crecen haciendo frente al rechazo directo de los que le rodean y al bombardeo de la ideología cis, que te obliga a decidirte por uno de los dos géneros, preferiblemente aquel cuyos genitales llevas. Much@s trans en edad escolar presentan padecimientos emocionales, entre los que se cuentan la ansiedad crónica y problemas de aprendizaje, y es que no es fácil centrarte en los estudios cuando tu mayor preocupación es esquivar la hostilidad de tus condiscípulos, las palizas de los matones de la escuela y la indiferencia de los maestros, así como la represión y la amenaza de tus adultos para que dejes de ser lo que eres.

En lo personal, tengo pocas relaciones con otras personas trans, y cuando salgo a la calle me muevo dentro de una comunidad que por razones culturales y religiosas es particularmente reacia a todo lo que no sea cis y hetero. Buena parte de los representantes de las viejas generaciones de trans se esconden o se limitan a frecuentar ambientes y lugares muy ajenos a mis intereses. Creo, sin embargo, que los colectivos trans son importantes, en especial para las nuevas generaciones. Una amiga psicóloga me invitó no hace mucho a participar en un evento universitario concebido para que jóvenes trans intercambiaran experiencias, y fue muy motivador ver a todos esos chicos y chicas que están dispuestos a comerse el mundo y plantar su bandera en cada territorio arrebatado a la transfobia.

En mi investigación con transgéneros MTF (male-to-female) he descubierto que en muchas de ellas subsisten estereotipos de lo femenino y existe un alto nivel de competencia por captar la atención del hombre heterosexual. ¿Cómo funcionan las relaciones entre individuos FTM (female-to-male) según tu experiencia?

Resulta que la casi totalidad de los trans fuimos criados por personas cis, no es de extrañar entonces que algunas mujeres trans hayan heredado lo peor de la cultura feminoide, y que algunos hombres trans crean que lo ideal es comportarse igual que su padre machista. En cuanto a la transfobia, hay que decir que no es exclusiva de la gente cis más ignorante, también alcanza a gays que te aborrecen porque pareces un hombre muy femenino o porque tienes cuerpo de mujer, lesbianas que se sienten traicionadas como grupo, e incluso personas trans que desprecian a aquellos que no quieren convertirse en fieles réplicas de los cis.

Mi opinión es que necesitamos una cultura trans que se aleje definitivamente de los patrones de comportamiento y belleza de los cisgénero, pero para eso la comunidad transgénero necesita evolucionar, empezar a amarse a sí misma, y reconocerse en su verdadera esencia, que es extremadamente compleja.

Estás incluido en la antología erótica femenina (sic) Té sin limón, publicada el año pasado por la editorial cubana El Abra (en el libro se aclara tu condición de escritor queer). La antóloga, Dulce María Sotolongo, pregunta a las antologadas y el antologado: «¿Qué es pornografía y qué erotismo en la literatura?». En tu respuesta confiesas ser, más que lector, un perseguidor de literatura erótica. ¿Qué obras y/o autores leídos destacarías?

Pensándolo bien, tal vez no he sido tanto un perseguidor de literatura erótica como un catador del erotismo, muchas veces casi subliminal, que puede paladearse en ciertos autores que me siguen fascinando —Wilde, Genet, Mishima, Yourcenar, José Luis Sampedro, E. M. Forster, Manuel Puig, Marguerite Duras, Reinaldo Arenas, Carson McCullers, Mary Renault, Fernando Vallejo, Patricia Nell Warren, Luis Zapata, Allan Hollingsworth, Mendicutti…

Desdichadamente, la buena literatura LGBT se traduce poco y se promociona menos aún, y en cuanto a libros que exploren debidamente el amplio abanico del erotismo trans, apenas existen en este momento. Para alguien como yo, incapaz de disfrutar del erotismo hetero o el lésbico, que es lo que más abunda en este mundo marcadamente patriarcal, el panorama es desolador. Por suerte uno ahora puede acudir al cine y a algunas series televisivas, o al manga yaoi, del que soy adicto y estudioso.

Vimos como el erotismo aparecía en tus poemas de Terriblemente iluminados,y lo cierto es que sigue teniendo un peso importante en tu obra posterior, especialmente en tus piezas teatrales y novelas aparecidos en este siglo. Un erotismo que rompe con estereotipos. ¿Cómo concibes las relaciones amorosas en tu literatura?

Si hago un repaso de mi literatura encuentro que hay poco amor del tipo romántico y sí muchas relaciones apasionadas que oscilan entre el amarse y el odiarse. Creo que solo la inocente Margo y sus novios de Triángulos mágicos y la pareja que constituyen Egon e Itzel en la novela de ciencia ficción Amado lucero de la tarde, son capaces de emular a Romeo y Julieta; por lo demás, tanto el Anselmo de Lucrecia quiere decir perfidia como los amantes futuristas de Memorias del tiempo circular, el trío de Filo de amor, la conflictiva protagonista de Fuera de la manada, el personaje de Cuando tú te hayas ido —quien padece las agridulces vicisitudes de la bisexualidad—, el complicado y algo cómico dúo de Planeta rojo-corazón, y el detective de Hay ámbar en tus ojos, están siempre dudando entre agredir o comerse a besos al objeto de su afecto.

Puede que esa carencia de romanticismo puro y duro se deba, por una parte, a que casi todos mis personajes son en general bastante atípicos y un poco retorcidos, y por la otra a que yo mismo no soy muy dado a relaciones del tipo rosa en mi vida personal. En todo caso, erotismo sí que hay en la casi totalidad de mis historias, por la razón de que para mí el eros es un elemento sagrado que no debería faltar en la existencia de cualquier individuo.

Normalmente incluyo en mis libros escenas de la vida sexual de mis personajes tanto como espero hallarlas en otros autores contemporáneos, siempre y cuando aporten información y matices a la historia que se narra. Y ojo que cuando hablo de erotismo no me estoy refiriendo en absoluto a porno; la pornografía está bien para los adultos que puedan disfrutarla, pero no es arte ni es literatura, por más que haya creaciones —algunas de ellas de alta calidad inclusive— en las que la frontera entre erotismo y pornografía sea muy tenue, muy imprecisa…

Quienes te seguimos en redes sociales sabemos que eres un grandísimo amante de las artes plásticas, pero, además, nos contabas que tienes un blog de fotografía. ¿Qué te interesa en una obra plástica, teniendo en cuenta que en tus redes has colgado obras de las más diversas tendencias, estilos y épocas? En la misma cuerda, ¿qué te lleva a apretar el obturador de la cámara (perdona el arcaísmo) y eternizar lo efímero?

Es justo su diversidad lo que me fascina de la plástica, su capacidad de revelar el universo íntimo del artista y lo que cada uno de ellos percibe cuando mira… Durante muchos años quise expresarme a través de las artes plásticas, pero soy pésimo dibujando y mi sentido del color es bastante discutible. Con la fotografía es otra cosa. Amo especialmente la fotografía en blanco y negro; encuentro algo hipnotizante en el claroscuro y el contraste abrupto de luces y sombras. Siendo niño pude tener acceso a la obra de algunos grandes fotógrafos a través de la biblioteca de mi padre, y luego, cuando me dediqué a explorar el tema por mi cuenta, acabé enamorándome de las imágenes de los viejos clásicos —Ansel Adams, Avedon, Cartier-Bresson, entre otros— así como de la poesía visual irreverente de varios de los que les siguieron — Cunningham, Mapplethorpe, Leibovitz… Cuando pude tener mi propia cámara y comencé a disparar a diestra y siniestra —y durante varios años fue insoportable salir conmigo, porque lo único que hacía era fotografiar—, descubrí que no se me daba tan mal, y que mientras hacía fotos caía en una especie de estado alterado de conciencia que acabó volviéndose adictivo.

Downtown, Miami, 2011. Foto de Chely Lima.
Downtown, Miami, 2011. Foto de Chely Lima.

Sotolongo te considera un ícono de su etapa universitaria. Es posible que para muchos lectores de esta entrevista también lo seas o empieces a serlo. Ahora que llegamos al final de este largo diálogo, ¿qué imagen te gustaría que tuviesen de ti? ¿Qué imagen tiene de sí mismo Chely Lima, más allá de la que le devuelve el espejo?

Mi imagen de mí es cambiante. Por lo pronto, no me identifico con ninguno de mis retratos, y la figura que me devuelve el espejo es la de alguien muy familiar, pero un poco ajeno.

Existir como trans —y más aún, como queer— significa, entre otras cosas, alejarse drásticamente de los estereotipos cisgénero —e incluso de ciertos estereotipos trans. Cuando eres un hombre con apariencia de mujer cis, que se viste como hombre y a menudo es confundido con una lesbiana, nunca sabes qué ven en ti aquellos que te miran, esa es la verdad, a mí incluso me han gritado “maricón” desde un auto mientras caminaba por una calle miamense.

Digamos que soy alguien que se aferra desesperadamente al mundo propio porque el mundo de los otros no me refleja… Soy, además, una especie de camaleón y un experto en supervivencia. Un tipo muy jodido que lo disimula sonriendo cortésmente. Un adorador de dioses a los que ya no se rinde culto. Una especie de anarquista. Un humorista. Un pesimista. Un bisexual cuya debilidad son los hombres femeninos y las mujeres trans. Un ávido consumidor de arte y un catador de belleza. Uno que es alérgico a las manadas de cualquier tipo… Soy un zapador, un surfista, un alquimista, un farero. Alguien que ha mirado muchas veces cara a cara a la muerte sin proponérselo, y que a estas alturas sabe muy bien que no sabe casi nada de lo que merece la pena ser sabido.

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