Sombras nada más. “Presentación”

| Voz-Otras | 15/04/2017
Dedos enredados con hilos de un papalote que es la bandera cubana.
Foto: MILO.

En nuestro país el tema de la violencia contra la mujer es aún tabú, y pensarlo como un tema de discusión pública todavía parece una utopía demasiado irreal. Lo que ocurre, en cambio, cuando la prensa se refiere al tema, es que se ciñe, por un lado, al asunto del comportamiento personal —la causa es el machismo inoculado por la práctica cultural histórica— y, por el otro, a las vías de denuncia y enfrentamiento ya existentes, que han demostrado no ser idóneas en todos los casos. La propuesta de una ley específica sobre el tema propugna gestionar la violencia contra la mujer del mismo modo para cada víctima del mismo delito; tal como está organizado en este momento, sin embargo, el sistema de prevención y atención depende mucho de la gestión de la víctima o sus familiares, y muchas veces a aquella le es imposible pensar con claridad, buscar ayuda o salirse del ciclo de la violencia, tantas veces descrito. Por otro lado, permite que el lugar del agresor en la sociedad sea decisivo en que este pueda librarse o no de la condena. Pasa con este tema lo mismo que con otros pendientes de discusión y transformación: para las autoridades establecidas, aunque queda mucho por hacer, ya hemos hecho mucho más que otros en otros lados. Con semejante ritornello, sigue siendo imposible movilizar opiniones y cuerpos; cambiar las reglas del juego.

Reducir las causas de la violencia contra la mujer al machismo individual o colectivo en nuestra sociedad conlleva el reconocimiento implícito de que la solución es individual, subjetiva; lo mismo ocurre con las tareas de sensibilización, que suelen concebirse destinadas a la mentalidad individual, algo muy coherente con los nuevos tiempos en que el individualismo pareciera haber desplazado los proyectos colectivos. Emprender una discusión para la transformación social profunda desestabilizaría no solo la concepción de cada individuo, sino incluso conllevaría la evaluación de cómo está organizada nuestra sociedad, desde el espacio mínimo de la vida familiar o doméstica, hasta la escuela, el trabajo y las estructuras sociales.

La violencia es real, y a menudo mata; y antes de matar, ocasiona mucho dolor y genera tristeza, infelicidad y desazón continuas. Pero hay muchos modos de ejercer la violencia, y pocas personas verían, en la insistencia con que se demanda a la mujer cubana el aumento de su fertilidad, por ejemplo, un rasgo de discriminación o de violencia. Al traspasar a la mujer la responsabilidad de la reproducción poblacional se está ejerciendo contra ella una violencia sutil pero real. Cuando evitamos hablar de las causas del envejecimiento poblacional que van más allá del evidente desarrollo social de la sociedad cubana o de los logros en la atención a la salud pública, como podrían ser las deplorables condiciones de vida de la población, o la migración casi forzosa de personal calificado que no encuentra espacio de desarrollo en nuestra sociedad por errores en la relación entre el Estado y el ciudadano, y hacemos énfasis en el compromiso de la mujer con la patria para seguir pariendo sin garantía de felicidad, entonces estamos ejerciendo violencia, aunque muchas veces no seamos capaces de verlo. Cuando en los medios nos presentan a una deportista, campesina o académica y al hacerlo se habla con insistencia de su feminidad —tradicional, claro, un comentario apoyado, por ejemplo, con un primer plano de sus uñas pintadas—, estamos haciendo una exigencia mayor: no solo hay que ser competente en la profesión elegida, también hay que lucir bonita: cuidarse las manos, maquillarse, ser delicada, etcétera.

Tal tipo de exigencia adicional —pensémoslo un poquito— jamás se le hace a un hombre en situación semejante. Y lo mismo ocurre, con algo más de elegancia, aunque no tanta, en el mundo literario.

Con frecuencia un libro de mujer, es susceptible a ser tildado de feminista porque bordea la denuncia, expresa una afirmación de una sexualidad distinta, o se ríe de la feminidad tradicional y de la figura de la mujer como ser-para-los-otros que, dirían las filósofas, exhibe algún indicador de su condición ajena al feminismo. Editoriales y autoras coinciden en la advertencia purificadora, para evitar conjeturas y sospechas, un dilema que ha comentado sabiamente Mirta Yáñez y que sigue vivo, a pesar de todo. La pervivencia de los prejuicios antifeministas que tiñeron las reacciones contra ese movimiento social en sus inicios, la incomprensión del feminismo en tanto ideología y filosofía de vida mantienen esa herencia, tan útil para las mujeres cubanas de hoy, a medias silenciada. La preocupación por el lugar de las mujeres en la sociedad, por su plenitud como seres humanos y como ciudadanas, merecería otro destino, pero los prejuicios son fuertes y se metamorfosean continuamente, como un virus negado a sucumbir, y no por eso debemos ceder ni darnos por vencidas. No por eso debemos aceptar que la agresión de cualquier tipo sea una práctica individual basada en la subjetividad de las personas, sin entender que la violencia contra la mujer es una práctica social diseminada en todos los espacios de nuestras vidas, con profunda raíces estructurales, y perceptible en muchos ámbitos, además del privado.

Este libro pretende dar cuenta de esa multiplicidad de la violencia contra la mujer tal como la han percibido varias narradoras cubanas. Proyectos semejantes han visto la luz en otros países.2 Estamos ante una antología amplia, inclusiva, que busca llamar la atención sobre un tema de imprescindible actualidad en nuestras vidas. Laidi Fernández de Juan trabajó arduamente para conseguir este mosaico de situaciones y de voces y, además de su valor como denuncia o llamada de atención sobre un tema específico, este libro reúne narradoras de poéticas y generaciones distintas, pone a convivir relatos o fragmentos de novela cuyo eje de contacto es la violencia contra la mujer, y, en última instancia, si no bastara el gesto nuestro para declarar el compromiso de las intelectuales cubanas, aquí queda declarado cómo la denuncia de ese flagelo, a menudo inadvertido o silenciado, ha motivado la intervención simbólica de cada una de estas autoras en el espacio público. Cada relato, cada fragmento de novela, justifica su inclusión aquí con la denuncia de la violencia contra la mujer; su realización, coherente con la capacidad de cada una de sus autoras, ofrece enfoques diversos, lenguajes distantes, pericias disímiles. Cada quien elegirá sus favoritos, encontrará los ecos de experiencias propias o ajenas, podrá imaginar cómo cambiar a sí o al mundo para evitar la terrible convivencia con el dolor cotidiano. Nuestras autoras han hecho lo suyo.

(Prólogo de: Sombras nada más. 36 escritoras cubanas contra la violencia hacia la mujer, Comp. Laidi Fernández de Juan, Ed. Unión, 2015)

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