Poesía, política y maternidad: el drama en Marina Tsvietáeva
“La escritora moscovita abrió un espacio a las mujeres ―a través de una obra que difícilmente tenga comparación con la de sus colegas― en un ambiente dominado por hombres.”
Difícilmente exista quien haya tenido una relación más profunda, personal e innegociable con la poesía que Marina Tsvietáeva (1892-1941). Ese vínculo, fundamento de una de las obras más originales del siglo XX, sobrevivió incluso bajo las dificilísimas circunstancias a las que la historia de Rusia empujó a la escritora.
Su obra, una de las más hondas y sensibles de la literatura universal, corrió paralela a una vida compleja y llena de contradicciones. En ella se conjugaron la política, el amor, la maternidad, el exilio y un intento desesperado por la comprensión total del alma humana.
Alguna vez se ha dicho que los primeros años de Marina Tsvietáeva fueron como un cuento de hadas. Era de familia noble, rica y culta. Su madre, Maria, era una pianista polaca, y su padre un intelectual con un impresionante currículum académico, además de ser el fundador del Museo Pushkin. Su educación fue esmerada, y se complementó con viajes por Europa. Aprendió francés y alemán, y su precoz talento literario se evidenció muy pronto.
Es de notar, sin embargo, que su vínculo con la figura materna, sobre todo, estuvo marcado por la rebeldía de la joven, y por la ambigüedad con que se manifestó en su vida el deseo de sus padres por tener un hijo varón (al que incluso habían elegido el nombre de Alexandr). Bajo esa sombra pasó su infancia, y es uno de los tantos conflictos que tuvo la poetisa con las más disímiles formas del poder: social, patriarcal, político o cultural.
La poesía
Marina comenzó a publicar a los dieciocho años. Su formación en la música fue sin duda la causa de que entendiera a la poesía, principalmente, como un arte sonoro, y que centrara sus preocupaciones en los aspectos formales de la escritura. De ahí el uso a primera vista excesivo del guion, que funciona no sólo como su principal marca de estilo, sino, sobre todo, para indicar pausas que tienen mucho que ver con el sentido musical con el que asumía el acto creativo.
Su poesía está impregnada de un lirismo que puede ser suave y delicado, pero también abrupto. Junto a otras poetisas de su generación, la escritora moscovita abrió un espacio a las mujeres ―a través de una obra que difícilmente tenga comparación con la de sus colegas― en un ambiente dominado por hombres. El carácter femenino, muchas veces incorpóreo e inasible en otras autoras, en Marina Tsvietáeva aparece claro, desafiante en ocasiones:
Los amores
Muy joven, en 1912, se casó con el poeta Serguéi Efrón quien era también de familia acomodada. La relación entre ambos será, sin embargo, tormentosa. Porque Marina fue un espíritu libre; sin duda para los cánones de la época, resultaba muy difícil comprenderla. Mantuvo varios romances paralelos a su matrimonio, con hombres y mujeres, pero fue quizás el que inició en 1915 con la también poeta Sofía Parnok, ocho años mayor que ella, el más intenso. Marina estaba subyugada por Sofía; Efrón reaccionó muy mal, y se alistó como conductor de ambulancias (era plena Primera Guerra Mundial). Ya ambos tenían a Ariadna, su primera hija. Ante la ausencia del padre, las dos escritoras y la niña formaron una peculiar familia, caso rarísimo para la época y que demuestra el espíritu radicalmente trasgresor de las amantes.
Cuando Sofía Parnok abandona a Marina, su devastación es total. Será de nuevo la poesía el refugio que encuentra para desahogar su frustración y dolor. Tendrá luego otras relaciones con mujeres, e incluso escribirá que fue a la actriz Sonia Holliday a la persona que más amó.
Sin embargo, y a pesar de que Marina entendía como una “entidad perfecta” a “dos mujeres que se aman”, para ella esta opción sexual estaba limitada por la imposibilidad de la maternidad, que fue otra de las grandes marcas y contradicciones de su vida.
La maternidad
Efrón regresó del frente en 1917, y con la reconciliación del matrimonio vino Irina, la segunda hija. Sin embargo, la poeta no tuvo con ella la misma cercanía que con Ariadna. Le parecía imposible compartir con otra niña el amor que sentía por la mayor. Hay en sus cuadernos anotaciones muy difíciles, crueles incluso, en las que afirma que no siente vínculo alguno con la pequeña, a la que incluso llama una niña accidental:
“Álechka, recuérdalo siempre, te amo, sólo a ti te amo…”, escribe en su diario. Y más claramente aún: “No puedo amar al mismo tiempo a Irina y Alia”. Incluso, ante una breve enfermedad de la mayor, apunta: “¡¡¿Por qué habrá enfermado Alia y no Irina?!!”. La convención social de cómo debería ser una madre inquietaría a más de uno. Pero Marina fue, ante todo, sincera; y aunque no amó a sus hijas por igual, tampoco su conciencia estuvo conforme con ello.
Es también la época en la que su situación económica empeora progresivamente. Obligada por las circunstancias a deshacerse de casi todos su bienes materiales, llegó casi al punto de la indigencia. Sin fuentes de ingreso, debió recurrir a un comedor público y entregar a sus dos hijas a un orfanato. Muy pronto murió Irina, a causa de la hambruna que provocó en Rusia la guerra civil. Marina Tsvietáeva cargará siempre en la conciencia la muerte de su hija indeseada; sentirá por ella una culpa que sólo podemos imaginar muy vagamente. Cinco años después, un 10 de marzo de 1925, escribirá en su cuaderno: “en lo humano —ante todo— soy madre”.
El exilio
Su refugio fue, otra vez, la poesía. Porque, además, Seguéi Efrón había tomado parte como oficial blanco en el conflicto, y luego de la definitiva victoria roja, debió partir al exilio en Berlín y Praga. Cinco años pasaron sin verse, hasta que Tsvietáeva pudo salir de Rusia y reencontrarse con él en Alemania. De allí pasaron a París, donde en 1925 nace el tercer hijo del matrimonio: Gueorgui, a quien su madre llamará siempre Mur, y por el que sentirá un amor desesperado y posesivo.
Sin embargo, tampoco les fue bien en Francia. Efrón fue reclutado por sus antiguos enemigos, y se le acusó de tomar parte en un asesinato político. Perseguido por la policía francesa, debió huir a Rusia, llevándose a su hija Ariadna, cuya relación con la madre se había agriado con los años. Marina se quedó con Gueorgui, pero cedió a las presiones de este, ya adolescente, que, como su hermana, estaba encandilado por lo que oía de la realidad soviética. En 1939 regresó, a su país, a despecho de lo que significaba hacerlo en medio del terror estalinista.
El silencio
Fueron tiempos muy difíciles, porque tampoco tuvo reconocimiento alguno por su obra. La llamada “Generación de Plata” de la poesía rusa había sido barrida por las políticas de Stalin. En sus carnes las sufrieron Ajmátova, Mandelstam, Gumiliov, Pasternak y un largo etcétera, pero es el caso de Marina Tsvietáeva quizás el más dramático.
A su llegada a Rusia descubre que Efrón está enfermo y su hermana Anastasia, presa. La reciben Ariadna y el amante de esta, Mulia, un hombre todavía casado. El reencuentro entre las dos fue frío. Poco tiempo tendrían para solventar sus diferencias, pues el 27 de agosto de 1940, la joven fue arrestada, en presencia de sus padres, y sólo sería liberada y rehabilitada definitivamente en 1955. Madre e hija nunca volvieron a verse.
Efrón cayó preso el 10 de octubre. Tampoco se vieron de nuevo: un año después fue fusilado; ya Marina estaba muerta.
Abandonada a su suerte, escapa de Moscú con Mur en los inicios de la invasión alemana, para refugiarse en Chístopol, en donde no encuentra trabajo. Escribe cartas a las autoridades (incluso una al propio Stalin), indagando por Efrón y por Ariadna, buscando empleo. Nunca obtiene respuesta. Desesperada, tiene noticia de que va a abrirse allí un comedor del Litfond, organismo estatal de ayuda a los escritores. Es en ese momento cuando Marina Tsvietáeva escribe una breve carta, que algunos han considerado uno de los textos más duros y conmovedores de la larga tradición literaria rusa:
Cinco días después, sin esperar la respuesta, la poetisa se ahorcó. Era la misma persona que años antes había escrito: “La muerte de cualquier poeta, aunque sea la muerte más natural, es antinatural, es decir, un asesinato, por eso es infinita, ininterrumpida, y dura eternamente.” Fue enterrada en una fosa común, como lo sería poco después su hijo, caído en la guerra.
De Marina Tsvietáeva dijo Josef Brodsky que es la voz poética más apasionada en lengua rusa del siglo XX. Su vida, excepcional como su obra, es la evidencia de la fuerza y fragilidad con las que una mujer absolutamente fuera de cualquier clasificación se enfrentó a un contexto despótico y opresor. Si bien sucumbió ante él, el testimonio de su escritura ha trascendido ―y trascenderá― por encima de las oprobiosas circunstancias de la historia, muy pequeñas, sin embargo, para enfrentar el poder enorme de la poesía.
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