Dulce María Loynaz: un acercamiento a la ciudad desde Jardín
“Jardín aborda el tema de la reconquista de la ciudad esencial, en la que se integre lo humano profundo con la inevitable evolución del hombre.”
El intenso sentido edénico de la novela Jardín, de Dulce María Loynaz, ha distraído la percepción crítica y la ha hecho desatender un elemento que también resulta esencial en esta obra: el tema de la ciudad como espacio, que adquiere una dimensión de gran importancia en esta obra aparentemente encerrada en un paradisíaco jardín. La ciudad constituye un centro focal que la novelista observa con atención, tal como los astrónomos —si se me permite esta metáfora— contemplan las posiciones aparentes que un astro parece tener en la bóveda celeste, según el punto de vista desde el cual se ejerce la indagación. Se trata, en suma, de que la ciudad es un factor dinámico, cuya trayectoria se lanzan a observar incontables obras literarias:
En tanto que lugar activo, la ciudad es un “espacio socialmente construido” que influye, transcurre y evoluciona con la propia vida del individuo o la colectividad. Al ser resultado de la fusión del orden natural y el humano, como centro significativo de una experiencia individual y colectiva, y como elemento constitutivo de grupos societarios, el significado del “lugar” citadino es inseparable de la conciencia del que lo percibe y siente. El hombre y el lugar en que vive se construyen mutuamente.1
Jardín y la urbanización del Vedado habanero
En verdad, las primeras palabras de la novela se refieren no al mundo mágico del jardín, sino a la ciudad misma, que aparece en imagen escorzada:
Bárbara pegó su cara pálida a los barrotes de hierro y miró a través de ellos. Automóviles pintados de verde y amarillo, hombres afeitados y mujeres sonrientes, pasaban muy ceca, en un claro desfile cortado a iguales tramos por el entrecruzamiento de lanzas de la reja. Al fondo estaba el mar.2
Como es evidente, Bárbara se encuentra en un recinto enrejado —el jardín—, lo que está más allá de los barrotes es sin duda la ciudad —cuyo referente real es El Vedado—, que se percibe también en la insinuación de una luminosidad proveniente de un lugar ambiguo, la cual proyectaba sombras inquietantes sobre los senderos del jardín. Este comienzo, pues, establece fronteras definidas entre la ciudad y el jardín. Esto quiere decir el enfático interés de la autora en mostrar las diferentes construcciones espaciales en la novela.
A lo largo de la novela, es subrayado el hecho de que la protagonista, enmarcada en una región paradisíaca, tendrá que enfrentar un espacio urbano que le es ajeno: se trata de una contraposición que no refleja solamente al contraste entre poetización y realidad, sino que tiene ribetes culturales, tonos de lenguaje y matices diferenciadores más profundos. De aquí que la zona narrativa que se desarrolla en el jardín de Bárbara tenga un despliegue metafórico, un ritmo moroso, una involuntaria instalación en el tiempo pasado, mientras que la zona que se despliega a partir de la existencia de Bárbara en la civilización urbana, en la Modernidad, se atiene a una cadencia más dinámica y una duración más breve, a una visualización del presente en curso, a un léxico menos lujoso y más vinculado con la contemporaneidad, que se marca incluso con referencias a la moda y a la vida social menos densa y superficial.
“A lo largo de la novela, es subrayado el hecho de que la protagonista, enmarcada en una región paradisíaca, tendrá que enfrentar un espacio urbano que le es ajeno.”
La imagen lírica del jardín separado de la ciudad se apoya en un conjunto de vasos comunicantes con una “realidad real”. Esos alucinados hermanos Loynaz —Dulce María, Flor, Carlos Manuel, Enrique— tuvieron su casa solar en el que fue en una época —primeras décadas del siglo XX— el exclusivo barrio del Vedado: Jardín no puede comprenderse de manera esencial si se obvian las peculiaridades de la relación de dicha zona urbana con La Habana.
Jardín: entre naturaleza libre y civilización urbana
Es inevitable asociar la imagen del primigenio y aún apenas urbanizado Vedado —monte agreste al occidente de la urbe colonial— con la atmósfera que se construye en los primeros capítulos de la novela, como resultado de una contraposición temática entre un jardín que no se presenta como espacio geométrico —ajeno por completo a la manera en que el arquitecto paisajista André Le Nôtre diseñó un barroco sumiso a las simetrías axiales, árboles geométricos, macizos, de flores obedientes y manipuladas perspectivas—, sino como explosión incontrolada de naturaleza y follaje, monte cubano. No es casual que la novela esté precedida por un epígrafe —“Solo los animales encuentran natural la naturaleza”—, del gran poeta portugués Joaquim Teixeira, autor afín al simbolismo, quien desarrolló desde la estética de aquel movimiento francés asumido desde su circunstancia literaria lusitana, un tema recurrente en la cultura portuguesa: la saudade, esa forma especial de la añoranza en tierras de Camões.
Pascoâes, a quien Dulce María Loynaz encarga de encuadrar el pórtico de su novela, abordó la saudade en visión paraláctica: no la enfoca desde la nostalgia pura, sino como modelación simultánea de pasado y futuro, de recuerdo y esperanza. Jardín, en ese estilo macerado y sutil de la autora, aborda a la vez el tema del bosque edénico —el monte insular asociado a la libertad, la rebeldía— y la esperanza matizada que se advierte en unas frases de la página final de la novela: “Crece el estruendo de la civilización a lo largo de la playa sobrecogida. (Entre la arena, entre los hierros, aun persiste un verdor desmenuzado”.3
“La contraposición que modela la autora entre la ciudad y el jardín se nutre de ecos de la evolución urbanística y sociológica del Vedado a partir del siglo XIX.”
También la recurrencia al motivo temático del mar es un eco, en la novela, de realidad histórico-urbanística del monte que, antes de llamarse definitivamente Vedado, se nombró Carmelo, denominación que terminó sustituida —apenas se conservó su recuerdo, por ejemplo, en el nombre de algún que otro restaurante del Vedado de los años cincuenta—. Avelino Couceiro, Jorge Perera y Carlos Ramírez, en su minuciosa y no publicada investigación “Historia actualizada del municipio Plaza de la Revolución”, señalan algo revelador para comprender que Jardín, a pesar de macerado lirismo, tiene raíces muy fuertes que la vinculan con la sustancia cultural de la ciudad. Ellos proponen una explicación sobre la denominación original, El Carmelo, a partir de la relación de esa zona habanera con el mar y de la presencia allí, en el siglo XIX, de numerosos jardines. El desarrollo urbanístico y, asimismo, los cambios que también se producen en la geografía humana que habita esos entornos son una consecuencia de las nuevas oleadas de la modernidad que configuran a La Habana.
Jardín, además de su ser esencial de construcción de un espacio novelístico imaginario y poético, alude simbólicamente a un tiempo pretérito concreto y tangible de la ciudad, evocado con una destilada saudade que lo entronca con perfiles precisos de la historia del Vedado. Incluso la contraposición que modela la autora entre la ciudad y el jardín se nutre de ecos de la evolución urbanística y sociológica del Vedado a partir del siglo XIX. En un contexto que tiene estos presupuestos de historia y espacio constructivo, Jardín encuentra su sustrato germinal. El “Preludio” que antecede a la novela —no publicada hasta 1951— está fechado en “La Habana, junio 21 de 1935”.4
La ciudad en Jardín y en el modernismo hispanoamericano
Ese interés de los escritores de nuestra América por reflejar la ciudad fue manifestación de una estética propia de la región. En esta línea es posible valorar la visión personal de la Loynaz acerca del espacio urbano. En efecto, la imagen que tienen de la ciudad los escritores cubanos —Julián del Casal o Ramón Meza, por ejemplo— de fines del siglo XIX evidencia una curiosa relación de amor-odio. Si bien la Loynaz no puede ser encasillada como una escritora asociada a esa posición temática, no estuvo ajena a una tendencia literaria —el llamado Modernismo hispanoamericano— que, en sus últimas oleadas, alcanza hasta el comienzo del siglo XX. Ella misma fue lectora absorta de Casal, Martí, Darío y de otros escritores que dieron un perfil definitivo a nuestras letras y fueron parte de una tradición literaria de la cual ella bebió.
El personaje de Bárbara se siente atraído por la ciudad, la idealiza, pero cuando se encuentra en ella, se manifiestan contradicciones de amplio alcance. Los conflictos de Bárbara con el espacio urbano de la Modernidad se vinculan con la herencia de peculiaridades del desarrollo y carácter de la ciudad en el período colonial, así como con su específica realización de patrones urbanísticos barrocos del Nuevo Mundo.
Hay que encarar la visión que de la ciudad en tanto espacio ofrece Dulce María en esta novela. Su ámbito urbano responde a una tradición de la escritura —insular y continental—, pero a la vez entraña una ruptura con el modo de representación. El espacio urbano irrumpe en el texto y es enfocado por la novelista desde dos perspectivas paralácticas, tal como se hace con un astro distante. A partir de la infiltración de lo citadino en la novela, la narración trabaja en dos posiciones aparentes de la ciudad, que por lo demás, tienen que ver con la trayectoria de observación de la protagonista: “desde fuera” —es decir, desde el jardín como espacio de alteridad y frontera, cercano a la ciudad, pero separado de ella, terreno vedado para la Modernidad y enclavado en una tradición familiar y social, con una orientación centrípeta hacia el recuerdo y la nostalgia—, pero también “desde dentro”, a partir del intento de Bárbara de insertarse en el espacio del ser amado, el marino que la arrastra a la ciudad.
Es importante considerar el modo en que se conforma el capítulo VI de la segunda parte de la novela, titulado, desde luego, “La ciudad”. Todavía Bárbara está inmersa en el mundo mítico del jardín —ámbito de saudade— y de pronto percibe en lontananza la ciudad como espacio de fuera y con luminosidad insinuada en el inicio de la novela: la ciudad se presenta desmaterializada, como puro lenguaje y distante luz:
Sigue mirando más allá del jardín, lejos del mar, aborda unas praderas iniciales, unas blancuras incipientes, entretejidas aun de verde, pero pronto se espesa lo blanco y brilla duro el sol poniente.
Blancura de piedra es; blancura de sillares pulidos, de lascas de piedra viva cortada en ángulos, crecida en puntas…Un hilo de humo se va al cielo… ¡La ciudad!
—La ciudad —dijo entre dientes.
Volvió a decirlo. Había dicho esta palabra, había tenido ocasión de decirla; ocasión, modo, lugar, razón, para decirla…
—La ciudad, la ciudad…
La palabra en sus labios era natural y sencilla; florecía en su boca con la sencillez y la naturalidad de la rosa en el rosal. La ciudad. 5
Jardín y las miradas femeninas al espacio urbano
La ciudad se convierte en parte importante de la escritura femenina, ocurre que su representación cobra matices muy precisos. La percepción de la ciudad que tiene el sujeto femenino está marcada por la violencia existencial implícita en el espacio representado. La mirada es múltiple, pues, como variadas son las percepciones de esa tangible brutalidad, esa violencia que matiza los recintos urbanos, para cuya representación en la escritura se diría que no encuentra —no se digna hallar— la autora el lenguaje preciso. En ocasiones esas ciudades visitadas por Bárbara se presentan como desgarradas y en medio de un silencio donde solo puede oírse la voz de quien la describe.
La ciudad de Jardín es también esto: resonancia de la voz descriptora, que en dos trazos, sin embargo, capta lo esencial de esas calles, con el ritmo casi cinematográfico de una imagen que se diluye en la misma velocidad con la que es captada. La ciudad se convierte en el espacio del no-lugar, donde son imposibles el reposo, la intimidad, la convivencia armónica. Todo eso estaba ya en germen en el periodo finisecular que vio surgir al Modernismo.
“La percepción de la ciudad que tiene el sujeto femenino está marcada por la violencia existencial implícita en el espacio representado.”
Bárbara, encerrada durante la primera parte de la novela en su jardín —su saudade personal, su nostalgia del pasado edénico, su vínculo con sus raíces—, es capaz de perfilar un vislumbre idealizado —pero revelador de un discurso racionalista y definido sobre el espacio urbano— de la ciudad genérica en la Modernidad se pregunta cómo es una ciudad “es un hervidero donde laten millares de Bárbaras más leves y más grises”.6
En el capítulo VI de la segunda parte de la novela, la versión que ofrece la modernidad sobre el espacio urbano, obnubila al personaje:
La ciudad, la ciudad… ¡Qué emoción, qué desconocida ternura se le cuajaba por lo hondo!... ¡Quién pudiera vivir en la ciudad y escuchar las canciones de los marineros y…! ¡Vivir!.7
El capítulo concluye con una enunciación clara del conflicto entre el jardín y la ciudad, entre la frontera y el centro, entre la perspectiva de la mujer y el espacio construido por una modernidad trazada desde el androcentrismo.
La diferencia de perspectiva de Dulce María Loynaz en cuanto a la relación del jardín y la ciudad, en la novela, se manifiesta a partir del personaje central. Hay, en la sofisticada transfiguración de la protagonista, no solo la voluntad de del amor que se entrega al Amado, sino también la dedicación de este a modelar a la Extranjera. Es interesante notar que, mientras en las cuatro paredes interiores la descripción del jardín y la casona habían llegado a una minuciosidad barroca, en la parte última, inscrita en la ciudad moderna —desconocida por la protagonista—, las descripciones de espacios desaparecen, y, en cambio, se duplican las referidas al personaje, como si fuese un espejo en el que la ciudad se reflejase y, más aún, un espacio que la ciudad pudiera invadir y transformar. Entonces Bárbara, bajo la mano rectora del hombre moderno, se minimiza y adocena:
Se ocupó personalmente del grado bermejo de su lápiz de labios, la atavió con los trajes diseñados por las modistas más refinadas, por los artistas en boga; hizo sonar sus pulseras de fantasía, más y más costosas casi que las legítimas, a la música feble de los casinos nocturnos, y solo no consiguió, entre tantas complacencias, que ella probara sus magníficas dotes de nadadora en las playas de veraneo y baraja francesa.8
Es transparente la intención simbólica de la última observación, Bárbara se pliega a todo, menos a nadar en mar moderno, desfigurado, urbanizado. Porque la ciudad contemporánea en la que se sumerge Bárbara es, en su médula, antinatural. En este sentido, la ciudad a la que arriba la protagonista, se presenta como devoradora de lo humano, y, por tanto, como una anti-ciudad, en el sentido de que, lejos de realizar una relación de intercambio con el individuo y el grupo, se impone sobre ellos y los engulle. La descripción de la metamorfosis negativa de Bárbara da cuenta de esa decadencia cultural, a veces con matices de indudable sarcasmo:
Tomó parte en una fiesta de caridad, vendió chuletas condimentadas con sonrisa de vampiresa y propuso con bastante donaire una nueva marca de sorbetes.9
La entonación de asco incontrolable es manifiesta. La crisis de la ciudad-concepto, característica de la modernidad, define el replanteo del conflicto entre ciudad y jardín, entre actualidad en curso y saudade:
Quiso viajar, visitar países donde ella había estado en sueños. Confrontar, como tanto gustaba hacer y tenía ocasión de ensayarlo frecuentemente, la realidad con sus sueños que ya habían dejado de serlo.10
Trascender el conflicto entre jardín y ciudad
El desplome de la idealización utópica no significa un rechazo de la realidad, sino una transformación en la manera de enfrentarla. El conflicto entre jardín y ciudad se resuelva a partir de la integración de ambas— de modo que la ciudad recobre su raíz de naturaleza—, pero sobre la base de descubrir la ciudad real en su esencia humana, más allá de las conceptualizaciones ideales.
“Como fusión entrañable de la nostalgia y el recuerdo, con el presente y el futuro, resulta un ámbito de la voluntad indoblegable de su autora, decidida a que la urbe no derribe su espacio edénico.”
El eco de Julián del Casal, en su escorzada referencia intertextual, no indica una consonancia con la estética del modernismo literario, sino por lo contrario, su superación a partir de una postura básicamente distinta. Pues Bárbara trasciende la visión de la ciudad como receptáculo del progreso moderno, para contemplarla como ámbito humano general. El casaliano impuro amor de las ciudades se refería a la megalópolis moderna, que iniciaba su crecimiento ya a fines del siglo XIX, a su hipercultura, a su modernolatría. Por el contrario, se trata en Dulce María Loynaz no de la ciudad, sino de la Ciudad, infinita, total y ecuménica:
Ciudades grandes, pequeñas ciudades, ciudades soleadas y ciudades neblinosas; las frías y las cálidas, del Sur y el Norte, del Este y el Oeste… En todas, Bárbara se encontraba bien; en todas se encontraba ella misma otra vez, ágil, trasmutada, multiplicada infinitamente…11
La novelista está consciente de que esa apertura a todas las ciudades, implica una transfiguración del espacio urbano real, en uno específico suyo, no irreal, pero sí intangible. La ciudad, el gran amor de Bárbara, el amor que era como el mismo amor a él o como si los dos no fueran más que uno solo: “—Tú eres mi país, tú eres mi ciudad… —dijo ella una vez que le repitieron el nombre que le habían dado”.12
Jardín aborda, entonces, el tema de la reconquista de la ciudad esencial, en la que se integre lo humano profundo, con la inevitable evolución del hombre. Como fusión entrañable de la nostalgia y el recuerdo, con el presente y el futuro, resulta un ámbito de la voluntad indoblegable de su autora, decidida a que la urbe no derribe su espacio edénico, sino que, por el contrario, ambos se confundan en el edificio joyante de esta su mágica novela.
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1 Fernando Aínsa: Espacios del imaginario latinoamericano. Propuesta de geopoética. Ed. Arte y Literatura, La Habana, 2002, pp. 162-163.
2 Dulce María Loynaz: Jardin. Ed. Letras Cubanas, La Habana, 2002, p. 7.
3 Ibídem., p. 247.
4 Ibíd., p. 8.
5 Ibíd., p. 83.
6 Ibíd.
7 Ibíd.
8 Ibíd., p. 214.
9 Ibíd., p. 215.
10 Ibíd., p. 216.
11 Ibíd., p. 227.
12 Ibíd., p. 228.
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