Poesía cubana | Carta de amor a Dulce María Loynaz
“Eres la llegada y la partida, la fe y la desesperanza, la primavera todos los años aguardada y nunca disfrutada.”

Amada y dulce:
Empuñar una pluma y confesar en rapto apresurado, pasional como un estertor de sangre, que tu imagen senil y poderosa hechiza mi carne, sublima mi alma y da justificación plena a mi resurrección, es un acto más de deuda que de exorcismo. Deuda con tu definición de amor, deuda con mis palabras de enamorar, deuda con la altivez que heredé de ti sin tocarte, sin nada más que sorprenderte allí, pluma temblorosa y cansada, intentando complacer mi sed de poseerte.
Has vivido siempre para mí, y tú sin saberlo, sin saber con cuánta ansia convertí tu desconocido aliento en misteriosa energía que me ayudaba a llevar la cruz hasta el punto máximo de mi amor, mi soledad, mi vergüenza. Una cruz digna que sin saberlo me heredaste; la cruz rugosa y desapacible del desamor, del misterio. Eres la llegada y la partida, la fe y la desesperanza, la primavera todos los años aguardada y nunca disfrutada. Tú eres, para mi alma velada, un sublime cono de luz que se esparce y contrae al ritmo de un piano enfierecido, lujurioso y errático. Y eres palabras, palabras sueltas, inquietas palabras de ternura y de vida, palabras locas para un espíritu desatado, endemoniado, febril de carne y de melancolía.
Dulce, mano firme, palabra tenaz, corazón de caballo salvaje. Me raptaste desde la primera voluta de humo pardo, y tenías razón, nunca pude parecerme al humo, nunca me estuvo dada la fugacidad y la ligereza de tu verso. Sin embargo, a partir de ti enamoré con frases que sabían a sal de lágrimas apretadas, entendí el amor como salir de un nicho. Dime, estrella, ¿qué sabes tú de todo esto? Dime dónde reside la complacencia, dime si has encontrado en la tierra los besos de violetas. Dime cómo esperar la mano amada, con una espada penetrando el pecho, y un corazón que se derrumba y late, dos movimientos que sólo tú has comprendido. Porque te fuiste y me dejaste sin la última respuesta. Y convertiste mi emoción en preguntas, mi morada en las últimas cartas, me convertiste en la novia de nadie.
Tú, por unos ojos de lapislázuli, hubieras entregado tus mejores años; yo, por contemplar tus lágrimas involuntarias, hubiera plagiado la vida de otros hombres. Y hubiera creado para ti una patria, la patria de nadie, tu patria y la mía, porque sin quererlo me has dejado ansiando el aire y despreciando el suelo de gusanos y hierbas.
Por eso, Dulce y amada, ahora que te has convertido en mujer sin nombre, ahora que ya no existen poemas ni juegos y que has vislumbrado por fin con cuánta paciencia entendió Dios tus versos, te pongo el amor en la otra orilla, para que, desde tu propia escala, puedas sentir mi renacimiento.
Playa de Barras, Cangas del Morrazo. Mirando a Vigo,
8 de agosto de 2003.
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