Una visionaria en el amanecer de la era digital: Ada Lovelace
Hace dos siglos, una mujer imaginó un futuro donde las máquinas serían capaces de crear arte, música y pensamiento. Su nombre es Ada Lovelace.

En abril de 1816, en la cumbre de su éxito como poeta, Lord Byron abandonó Inglaterra para no regresar. Su fama como escritor romántico lo precedía dondequiera que fuese, pero su desordenada vida y sus deudas lo habían llevado a un punto crítico. Apenas un año antes se había casado con la baronesa de Wentworth, Anna Isabella, y en diciembre de 1815 les había nacido su hija Ada. Pero las dificultades económicas habían amargado el carácter de Byron, que bebía en exceso, maltrataba a su esposa y la humillaba con frecuentes infidelidades. El matrimonio se rompió cuando todavía Anna Isabella estaba embarazada y Byron, asediado por sus acreedores y rechazado en la alta sociedad donde antes había brillado, huyó a Bélgica.
Ada nació el 10 de diciembre de 1815, y su madre asumió el desafío de criarla sola. Su mayor temor era que la niña pudiera haber heredado lo que ella consideraba la peligrosa naturaleza poética del padre. Por eso fue radical en su manera de educarla, dándole una instrucción científica rigurosa que, en su opinión, la libraría de los perniciosos “ideales románticos” de Byron gracias a un uso adecuado de la lógica y la razón.
Así, Ada creció en un ambiente donde se demonizaba la herencia paterna y se censuraba cualquier forma de creatividad que recordara al poeta. No supo quien era su padre hasta cumplir veinte años, y la relación con su madre nunca llegó a ser cordial. Recibió, sin embargo, una sólida formación matemática, algo a lo que muy pocas mujeres podían acceder en su tiempo.
Años de formación
A sus cuatro años, Ada mostraba ya una capacidad analítica notable, pero también una imaginación singular. Su madre, que en su infancia también recibió una buena educación científica, y a quien Byron admiró tanto por su belleza como por su inteligencia ―apodándola “mi Princesa de los Paralelogramos”―, comprendía que era necesario encontrar para la niña una institutriz que desarrollara su intelecto, pero que fuese además ejemplo de conducta intachable. Era un reto difícil, pues en aquella época la educación de las mujeres no incluía la formación de un carácter inquisitivo como el que requieren las ciencias. Bastaba con lo básico para apoyar a su esposo sin contradecirlo.
Fue un antiguo maestro quien le recomendó a Mary Somerville como mentora de Ada. Somerville era una de las científicas más conocidas de su país. Pero, más importante aún, era un modelo viviente de cómo una mujer podía destacar en las ciencias sin dejar de ser respetada. Pronto se convirtió en más que una maestra para la joven Ada, fue su amiga y confidente durante años, y una fuente de inspiración que la impulsaría a lograr lo que entonces parecía impensable: ser una mujer de ciencias.
A diferencia de la educación restrictiva que le había impuesto su madre, la enseñanza de Somerville fue liberadora: le enseñó a pensar con rigor sin renunciar a la creatividad, a explorar el mundo del conocimiento con un ojo crítico pero también con pasión, y a ver la belleza y las oportunidades que ese conocimiento hacía posibles a hombres y mujeres por igual. Su efecto fue transformador en la vida de aquella joven enfermiza y celosamente aislada. Así, donde otros encontraban sólo números, ella aprendió a descubrir patrones, música y armonías que animaban su curiosidad y su imaginación tanto como su análisis más severo.
En 1840 Ada necesitó ya un tutor más avanzado y su madre buscó para ella a uno de los más prestigiosos: Augustus De Morgan, quien había sido profesor en la Universidad de Londres. Como la mayoría de sus contemporáneos, De Morgan creía que las mujeres no eran “suficientemente fuertes” para el estudio de una materia tan exigente como las matemáticas, pero accedió a guiar a la joven en el aprendizaje de los rudimentos de esa ciencia.
Sin embargo, las agudas preguntas de Ada lo pusieron pronto en una posición incómoda: no podía negar su talento, aunque tampoco era libre de los prejuicios que le negaban a la mujer su inteligencia. En una carta a Anna Isabella, escribió sobre Ada: tiene un “poder de pensamiento totalmente fuera de lo común para cualquier principiante”, pero añadió que, de haber sido hombre, hubiese podido convertirse en “un investigador matemático original, quizás de primera línea”.
Para una mujer esa posibilidad no existía; al menos así pensaba De Morgan, que, no obstante, continuó siendo su maestro durante los dos años siguientes.
Charles Babbage y su Máquina Analítica

A los dieciocho años, como era habitual para las jóvenes de la alta sociedad londinense, Ada comenzó a participar en las actividades sociales y a relacionarse con más personas. Fue en una de esas ocasiones que conoció a Charles Babbage, profesor de matemáticas en Cambridge y visionario inventor de máquinas calculadoras. Babbage había diseñado la célebre Máquina Diferencial, un novedoso aparato mecánico capaz de realizar cálculos automáticos, pero su sueño era construir lo que había bautizado como “Máquina Analítica”, un dispositivo que pudiera programarse para ejecutar no uno, sino diferentes tipos de cálculos numéricos, según las instrucciones específicas que se le dieran.
La Máquina Analítica de Babbage era un proyecto complejo que enseguida fascinó a Ada. Pronto empezaron a pensarla juntos, y pronto también las distintas maneras de imaginarla que ambos tenían se hicieron evidentes. Él, un ingeniero brillante de 44 años, obsesionado con los mecanismos de relojería, pensaba en números. Pero a ella le interesaban tanto las cuestiones prácticas de su funcionamiento como las implicaciones filosóficas de lo que estaban creando. El propio Babbage reconoció que, en ciertos aspectos, ella comprendía mejor que él su máquina; y en sus memorias apuntó unas palabras que, a inicios de su colaboración, Ada le dijo: “Si usted quiere que le ayude en sus proyectos, debe tratarme como a una colaboradora igual, no como a una dama a la que se le explican conceptos simplificados”.
En 1843, Ada tradujo un artículo del matemático italiano Luigi Menabrea sobre la Máquina Analítica, y acompañó su traducción con siete largas notas escritas por ella misma. En esas notas, articuló ideas que no se materializarían hasta más de un siglo después. Su intuición más revolucionaria fue advertir que las máquinas podían manipular símbolos, no sólo números. Escribió proféticamente: “La Máquina Analítica podría actuar sobre otras cosas además de números, si se encontraran objetos cuyas relaciones fundamentales pudieran expresarse mediante la ciencia abstracta de las operaciones”. Esta idea, aparentemente simple, contenía la semilla de toda la informática moderna.
En sus “Notas”, Ada imaginó máquinas futuras que podrían componer música, crear arte y procesar cualquier tipo de información susceptible de ser codificada simbólicamente. Su visión anticipó lo que décadas después defendería Alan Turing en Manchester: que las máquinas podían, en principio, realizar cualquier proceso que pudiera describirse con un algoritmo. De modo que hoy, cuando la inteligencia artificial genera poemas, imágenes, música y vídeos artísticos, estamos viendo realizadas las intuiciones que Ada tuvo hace casi doscientos años.
La Encantadora de Números

Fue ese mismo año de 1843 cuando Babbage, en una carta, la llamó “Encantadora de Números”, un cariñoso sobrenombre que todavía hoy la acompaña como expresión de su singular capacidad para reunir en un solo pensamiento el análisis más cuidadoso con la creatividad más libre. En su carta, Babbage abordaba también los obstáculos con que la sociedad limita a mentes como la suya: “Olvídate de este mundo y de todos sus problemas y, si es posible, de su multitud de charlatanes”, le aconsejaba: “Olvídate, en fin, de todo cuanto no sea la Encantadora de Números”.
La Máquina Analítica de Charles Babbage nunca llegó a fabricarse. En Inglaterra su proyecto no encontró acogida, y él carecía por sí mismo de los recursos necesarios para realizarlo. Uno de los propósitos con que Ada Lovelace escribió sus “Notas” fue llamar la atención sobre la importancia de esa máquina. Como parte de ese esfuerzo, incluyó en ellas lo que hoy muchos consideran el primer algoritmo informático: una secuencia muy detallada de operaciones para calcular los números de Bernoulli. Sus instrucciones incluían bucles y saltos condicionales, elementos típicos de la programación moderna. Por eso, se ha llamado a Ada Lovelace “la primera programadora del mundo”.
Sin embargo, algunos historiadores argumentan que Babbage ya había creado programas similares, aunque menos documentados. Esta controversia, en cierto modo, oscurece una contribución mucho más significativa de Ada a las ciencias informáticas: ella fue, sin duda, la primera persona en distinguir entre los datos que se procesan y las instrucciones para procesarlos. Esa distinción conceptual, que hoy parece obvia, es un pilar esencial de la informática y muestra su temprana comprensión de lo que hoy llamamos arquitectura de computadoras.
Más importante que otorgarle el título de “primera programadora”, es entonces reconocer que Ada fue la primera filósofa de la computación, la primera persona que reflexionó seriamente sobre las implicaciones de las máquinas pensantes.
La síntesis poética
La herencia de Byron, su talento creativo, se manifestó de un modo peculiar en el trabajo de Ada. Él había explorado con un genio innegable las pasiones humanas a través de la poesía romántica; ella, por su parte, encontró belleza en los números y, también con genialidad, supo ver más allá del horizonte de su tiempo el futuro desarrollo de la ciencia. Su visión integradora le permitió hallar conexiones poéticas entre conceptos dispares. Esa síntesis entre arte y ciencia no era sólo un juego retórico. Ada creía sinceramente que las máquinas podían llegar a ser herramientas creativas, no simples calculadoras.
En una carta dirigida a su madre en 1844, poco después de la publicación de sus Notas, escribió: “Creo que mi padre estaría orgulloso de ver cómo he encontrado poesía en los números, música en las máquinas”. Lo cierto es que la excepcional perspectiva con que Ada Lovelace pensó la Máquina Analítica de Babbage se adelantó dos siglo a los debates actuales sobre la creatividad artificial y el papel de la tecnología en las artes.
El legado de Ada Lovelace

La vida de Ada fue intensa pero breve. Murió en 1852, a los treinta y seis años, la misma edad a la que había muerto su padre. Pero su muerte no pudo borrar la magnitud de sus contribuciones. Durante décadas, su trabajo permaneció en las sombras, considerado una curiosidad histórica. Y no fue hasta mediados del siglo XX, cuando los pioneros de la informática redescubrieron sus escritos, que se reconoció la profundidad de sus ideas.
Hoy, cuando la inteligencia artificial transforma todos los aspectos de nuestras vidas, las intuiciones de Ada Lovelace cobran nueva relevancia. Su comprensión de que cualquier información simbólica podía procesarse a través de operaciones lógicas, como mismo se procesan los números, prefiguró lo que hacen los ordenadores actuales. Y su visión de la programación como actividad creativa es una realidad que cada diseñador de software comprende íntimamente.
Para las mujeres en el campo de la ciencia y la tecnología (STEM), Ada fue más que una pionera: encarna la posibilidad de participar en pie de igualdad con los hombres en cualquier área del saber. Su enfoque holístico, que integró el rigor matemático con la intuición artística, es, además, imprescindible en esta era de estudios interdisciplinarios, cuando la especialización se vuelve a veces un obstáculo.
El lenguaje de programación Ada, desarrollado en los años 1970 por el Departamento de Defensa estadounidense, lleva su nombre como una forma de homenajear su legado, que trasciende cualquier tecnología específica: Ada Lovelace nos enseñó a ver las máquinas no como autómatas, sino como extensiones de la creatividad humana.
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