Explicativo | “Manspreading”: cuando el espacio no es neutro

El “manspreading” es una expresión corporal de jerarquía. Quien se expande asume que su comodidad es prioritaria y que serán otras las que se ajusten.

| Observatorio | 23/12/2025
Manspreading.
Manspreading.

¿Qué es el manspreading y por qué no va de anatomía?

El manspreading es la práctica ―cotidiana y en apariencia inocente― de ocupar más espacio del necesario, normalmente en el transporte público o en espacios compartidos, abriendo las piernas o expandiendo el cuerpo sin tener en cuenta a quien está al lado. Viene del inglés man (hombre) y spreading (abrirse, expandirse) y es una de las microviolencias más cotidianas que enfrentan principalmente las mujeres en la vida diaria. Se suele despachar con una excusa rápida, la anatomía masculina. Pero esa explicación no se sostiene. El manspreading no va de cuerpos, va de poder.

Si fuera solo una cuestión biológica, todos los hombres se sentarían igual en cualquier contexto y todas las mujeres ocuparían siempre menos espacio. Y no es así. Lo que cambia no es el cuerpo, es el permiso social. Desde pequeños, a muchos hombres se les enseña, explícita o implícitamente que el espacio les pertenece, que pueden extenderse, relajarse, invadir sin pedir disculpas. A muchas mujeres, en cambio, se les educa en lo contrario. Recoger el cuerpo, cruzar las piernas, no molestar, adaptarse.

El manspreading es entonces una expresión corporal de jerarquía. Quien se expande asume que su comodidad es prioritaria y que serán otros ―otras― quienes se ajusten. No necesita negociar el espacio, porque da por hecho que le corresponde. Esa naturalización del privilegio es lo que lo convierte en un gesto político, aunque se ejerza sin conciencia.

¿Por qué el espacio público no se reparte de forma neutra?

Históricamente el espacio público fue territorio masculino. La calle, la política, el trabajo, la palabra. A las mujeres se las vinculó al ámbito privado y doméstico y, cuando empezaron a ocupar lo público, lo hicieron bajo condiciones: con cuidado, con vigilancia, con miedo. Esa herencia no desaparece de un día para otro; se filtra en los cuerpos, en los gestos, en cómo nos movemos y nos sentamos.

Por eso algunos cuerpos se sienten autorizados a expandirse y otros aprenden a recogerse. No es casualidad, es socialización. El espacio público está atravesado por relaciones de poder visibles e invisibles. Para mujeres, personas racializadas o disidencias sexo-genéricas, ocuparlo implica gestionar riesgos, como miradas, comentarios, invasiones y otras violencias. Esa carga condiciona cómo se usa el espacio. No se ocupa igual un asiento, una acera o una plaza cuando tu cuerpo es leído como disponible, vulnerable o cuestionable.

Hablar de neutralidad borra estas diferencias y convierte la desigualdad en algo “natural”. Pero el espacio público es un campo de disputa cotidiana. Se negocia con el cuerpo el acceso o el derrumbe de los privilegios. Entender que no es neutro es el primer paso para preguntarnos quién ocupa, quién cede y por qué, para empezar a repartirlo de otra manera.

El cuerpo masculino como norma y los otros cuerpos como excepción

El cuerpo masculino funciona como la norma silenciosa desde la que se mide todo lo demás. No porque sea mayoritario, sino porque históricamente ha sido el cuerpo que define el diseño, las reglas y las expectativas del espacio público. Los otros cuerpos ―femeninos, racializados, trans, discapacitados, envejecidos― aparecen como variaciones, ajustes o directamente molestias.

Basta mirar a nuestro alrededor. Los asientos del transporte, la distancia entre filas, la altura de los mostradores, la seguridad urbana, incluso la temperatura de oficinas y edificios públicos, están pensados para un cuerpo concreto: masculino, adulto, sin discapacidad, productivo. Cuando un cuerpo no encaja ahí, el problema no es el diseño, es el cuerpo. Y ese desplazamiento de responsabilidad es clave.

Esta lógica no es solo física, es simbólica. Cuando un cuerpo es norma, su experiencia se vuelve universal. Cuando es excepción, su incomodidad se invisibiliza. Por eso el manspreading se trivializa, porque el malestar que genera recae sobre cuerpos cuya experiencia no se considera prioritaria.

Cómo se normaliza y por qué cuesta tanto señalarlo

Al estar tan integrado en lo cotidiano, el manspreading deja de verse como un problema y pasa a leerse como paisaje. No se nombra, no se corrige, no se discute. Una de las claves de esa normalización es la banalización. Se presenta como una manía, una postura cómoda, una exageración feminista o directamente un chiste. Cuando algo se ridiculiza, se le quita peso político y se invalida a quien lo señala. El foco ya no está en la incomodidad que genera, sino en la supuesta hipersensibilidad de quien se queja.

También es difícil señalarlo porque hacerlo tiene coste social. Decirle a alguien que está invadiendo tu espacio implica exponerte a una reacción, que puede ser molestia, burla, agresividad o condescendencia. En el transporte público o en la calle, muchas mujeres y disidencias sexo-genéricas optan por encogerse, moverse o aguantar antes que arriesgarse a un conflicto. No por pasividad, sino como una forma de gestión del riesgo.

Cuesta, además, denunciar el manspreading porque parece algo menor. Y ahí está la trampa. Lo pequeño, cuando es constante y desigual, se convierte en estructural. No es una postura, es un mensaje silencioso sobre quién puede expandirse y quién debe adaptarse. Nombrarlo incomoda porque cuestiona una jerarquía que muchos prefieren no ver.

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