Arqueología del barrio (nomadismos III)
¿Cuántas cosas colgarían en estas paredes aquellos habitantes que vinieron de la Isla/del ARCHIPIÉLAGO?
Más allá de las marcas
Vivo en una casa con las paredes en blanco, y esto es cabal: no hay en ella esas fotos familiares que apuntan a un destino, o recuerdan el ayer. No hay pinturas del amigo, ni fotografías de un artista conocido, o cualquiera de los tantos ornamentos que pueden encontrarse en otras casas. No hay casi nada que las distinga, o rotule. Como hojas de papel no rasgadas por el lápiz, sus paredes esperan por un signo que les dé alguna pertenencia, o noción de identidad.
Y no es que sus habitantes estemos siguiendo una actitud minimalista, ni que alguno de nosotros tenga un encargo Zen. Más que por opción de vacío, las paredes de esta casa permanecen limpias, por la adelantada sospecha de una huella que las mancharía, al retirar esos objetos de la transitoriedad. Más que por dejadez, permanecen puras, conscientes de lo efímero de la estancia. Conviene que estén disponibles para el próximo ocupante, así no habrá mucho trámite: ¡recoges y te vas!
Más acá del archipiélago
Pero antes, muchos años antes, esta casa conoció el bullicio, y sus paredes fueron estremecidas por la historia. Los espacios amplios (para mis expectativas actuales) hacen olvidar que forma parte de una comunidad: un cuarto, un baño, un ropero enorme para tan poco disfraz, una sala-comedor generosa con un ventanal al jardín de enfrente y una cocinita breve, pero dotada de una estantería donde se puede tener todo en perfecto orden: ¿qué más se puede pedir?
Pero hay más en esta casa: por la cocina se sale a otro jardín, que colinda con el de una guantanamera (guajira) con quien comparto experiencias sobre flores, y hasta me regaló una planta que atrae a las mariposas. En este espacio y en otros semejantes, llegaron a vivir en los primeros meses de 1959 hasta tres familias, después de haber dejado no sin dolor una herencia, un país, una manera de ver el mundo. ¿Cuántas cosas colgarían en estas paredes aquellos habitantes que vinieron de la Isla/del ARCHIPIÉLAGO? ¿Cuánto de ellos mismos, alcanzaron a tomar en la estampida?
Con los pies en la tierra.
En la barriada inmediata, me acostumbré a ver una mujer que insistía en hablarme, y yo era feliz por la familiaridad de su voz, y de sus gestos: puntualmente me llamaba. Eran ella y sus gatos, más una pareja de amigos que dormían bajo un toldo del patio: en las mañanas compartían el café, una rareza que parecía extinguirse, y, en efecto ocurrió. Mi nieta se encantaba con la viejita que le decía cosas amables en la lengua de su abuela. Nosotras nos acercábamos a la propiedad, y ella nos daba sus palabras a cambio de unas cuantas sonrisas, juegos y frases que le eran familiares.
Pero poco a poco se fue apagando su insistencia (yo acudía a mi trabajo, mi nieta a su escuela) cuando un día, al recorrer nuevamente el barrio, noté que no la veía ya. Entonces fue que sobre el césped, pegado al asfalto, me sorprendieron una serie de objetos íntimos, y en el portal donde ella solía sentarse, una persona limpiaba la casa. No eran los amigos que albergaba en el jardín, era alguien a quien no vi antes cuidándola o haciendo una visita; pero allí estaba, dueño de sacar los obstáculos de aquel espacio, para asentarse en él.
No volvería a verla, ni a los amigos que compartían su patio, y su café. Ahora, cuando camino y veo objetos íntimos que de pronto se abren a la mirada ajena; imagino las manos de mi amiga acomodando algo, o doblando cuidadosamente tal vez un pañuelo, reteniendo lo que ya no es más que una señal de haber vivido. Para quienes han pasado más de tres décadas bajo un mismo techo, estar expuesto puede parecer una extraña condición, pero puede ser también una aventura, una plácida renuncia en lo eterno, y lo eterno aquí va más allá de las marcas: que siga, pues, la hoja en blanco.
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Muy hermoso y triste, pensar que la vida se va en un soplo y los objetos que tuvimos en vida nos sobreviven, pero llevan muestro aliento.