La Turbina, después del huracán Irma
Domingo 10 de septiembre de 2017, en la mañana. El huracán Irma comenzaba a alejarse de Cuba, luego de su ensañamiento con casi toda la isla. Y en la primera escampada, sin luz ni agua, casi sin alimentos, sin comunicación de ningún tipo y con los hogares seriamente dañados, las personas salen a la calle. Quieren ver. Quieren saber.
Ciego de Ávila tiene un lugar emblemático que forma parte de su identidad. Es la laguna La Turbina, zona de mitos y leyendas, donde habitan la madre de agua, el güije, la llorona que ahoga niños inocentes como venganza ante el ahogamiento de su propio hijo. En otra época sitio marginal de tolerancia, de citas a escondidas, pertenece hoy al Parque de la Ciudad donde las familias avileñas acuden los fines de semanas. Con restaurantes especializados, cafeterías, pequeños parques de diversiones para niños, muchos árboles, un pintoresco “malecón de agua dulce” que bordea la laguna y curiosas esculturas de chatarra, este resulta quizás el único lugar donde las familias pueden encontrar instantes de esparcimiento en comunión con la naturaleza.
Antes de Irma se encontraba en un proceso inversionista; ahora, los destrozos son evidentes. El restaurante El Flotante no aparece en su sitio, unos rumorean que lo arrastraron hacia la orilla para prevenir mayores daños, otros dicen que la fuerza del viento lo arrancó de su lugar habitual.
El mejor restaurante del parque, La Cueva, quedó sepultado bajo el agua; numerosas instalaciones con los techos caídos. Y la esperada inundación de La Turbina, esta vez no llegó a afectar el centro de la ciudad, aunque sí las zonas bajas del mismo parque.
Aprovechando un asomo de calma, muchos asistimos curiosos a las orillas de nuestro estanque, entonces noto que la vida continúa, que vendrá la etapa de recuperación, intentaremos reconstruir, y más tarde irrumpirá otra tormenta, y así en un ciclo sin fin. Mientras las calles siguen llenas de árboles derribados, postes y cables eléctricos, aquí algunos ya están acostumbrados y se lo toman con calma: “Sin tragiquismo” —me dice un amigo. Comparten la experiencia de la noche anterior, se pasan la botella de ron y oyen reguetón (vaya rima) con la batería que le queda al móvil; algunos, haciendo literal el dicho de que “a mar revuelto, ganancia de pescadores”, intentan pescar y llevar un bocado a la casa, y con ello también entretenerse, hacer pasar las horas y que el tiempo pase pero no pese. Los jóvenes se retratan con una sonrisa que significa “yo estuve cuando Irma y sobreviví”, “yo escuché el sonido aterrador de los vientos y aquí estoy”. Aquí estoy, parece decir también cada muchacho que juega con el agua, y entre los escombros, sin conciencia de que aún hay peligro.
Desde una roca miro alrededor. Todavía el viento bate, las ráfagas me golpean la cara. Veo las mujeres pasar agitadas, buscando a los hijos que se han escapado con ansias de aire libre. Sé que sobre las espaldas de estas mujeres descansa el cuidado de la familia, puertas adentro han hecho posible el escaso alimento para niños, ancianos y enfermos que están a su cuidado. Consiguen que no falte una vela para alumbrarse, ni el agua hervida, y que no se pierda la fe, y hasta la sonrisa. Ellas, atrapadas en el círculo sin fin de la sobrevivencia, no pueden saber de feminismo.
Sé que mañana lunes, con el sol en el cielo, junto con los árboles frutales que el huracán desenraizó en los patios, también saldrá a las calles la pobreza. Pero hoy es domingo, y aquí en lo alto de La Turbina estoy, y siento, y elijo —al menos por este instante— no pensar.
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