Cáscara de nuez
(A Eliseo Diego en su centenario, este juego con su libro En otro reino frágil, este imaginar acompañada. De mi poemario Los inciertos umbrales.)
Pudiera explicarte que la vida es un circo,
y he pagado mi entrada y la tuya,
y ya podemos sentarnos tranquilamente
en nuestra dejadez, cómodos.
Mirar cómo se hunden en el vacío del aplauso los fuegos,
aclamar cuando se humilla al tigre y al león
y se hace estallar la tristeza del payaso.
Pero hay una cuerda tambaleante, hijo.
Un equilibrista. Puedes quitar la carpa
y contemplar el silencio de las esferas
que se abraza a los guijarros.
Y cuando pases y repruebes, no te calles,
que el universo en ti mire a tus ojos.
Hoy he robado unos momentos a la abrumadora cotidianidad, me he escondido entre los plátanos y las enredaderas del patio de la casa materna y sobre una piedra tatuada por el tiempo, me he puesto a leer un libro de un inquieto color verde, se titula “Mi otro reino”. El nombre del autor y su apellido conforman un laberinto fónico intraducible. La letra e primero, luego la i, abundantes, saltan de la escritura y se dispersan con panderetas y salterios, como dos grillos, por las más tiernas hojas del plátano. Este escritor, cuyo origen desconozco, transmite tal contención en la amargura de su destino que no puede menos que apretarme en lo más íntimo. Sus versos fluyen bajo una densa capa de asfalto y rascacielos, pero logran atravesar la compungida podredumbre de la ciudad en que habita y llegar a mí, una mujer insignificante, frágil como ese otro reino que lo sostiene.
Me estremezco mientras leo palabras que pueden resultar comunes: quién podría decir dónde comienza ya el crepúsculo y acaba la locura. Me va hablando de una loca que ha encontrado en el ómnibus, una loca que canta a una muñeca hecha de trapos, hecha de toda la inocencia mancillada, de todo el pudor obligado a la inmundicia. Una muñeca con dos ojos enormes y siempre abiertos. Par de soles recién nacidos que se aprietan en el oscuro cristal del ómnibus, en la sucia mejilla de la loca para no ver esa otra mugre, apisonada con lascivia en el duro espacio que la ronda.
Yo como el poeta experimento el rumor incómodo que deja el desamparo de esta imagen, la perturbadora soledad de la loca y la muñeca: un cuchillo en nuestras pretendidas virtudes. Yo como él me oculto en el candor que me sitia la costumbre de estar en mí sin más a mano salva. El abismo que apretamos en nuestras gargantas crece más que los dos túneles de silencio que nos separan de la loca y su muñeca. Como el poeta también me apresuro a bajarme del ómnibus y me adentro profunda, convulsamente en el párpado astillado, vacío de mi noche, protegiéndome.
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