El Circo
«“¿Cómo llegaste al circo, a este circo?”, le pregunta Elizabeth y aunque se sabe parte de la historia, quiere que La lagarta se lo repita»
(Fragmento de una novela policíaca en proceso)
“¿Cómo empezó el proceso de lagartización?”, Elizabeth cree que es un buen comienzo para una entrevista.
“Yo no tengo conciencia del proceso”, respondió La Lagarta, “un día me miré al espejo y ya estaba ahí, casi verde porque las cortinas de mi cuarto lo eran también”
Para Elizabeth no era suficiente, ella quería más porque de alguna manera intuía que había más, por eso arremetió con otro par de preguntas.
“¿tienes alguna sintomatología que indique que te estás transformando?”, fue la primera.
“no sé si sentirme fría cuando todo el mundo tiene calor a mi alrededor, se puede decir que es un síntoma”, respondió La lagarta después de pensarlo bien.
“¿la piel te cambia según las circunstancias como al resto de los reptiles?”, fue la segunda pregunta y sintió que quizás se le había ido la mano con las analogías. La lagarta le había confesado a Elizabeth, en un momento de intimidad, que le tenía pánico a los reptiles.
La primera vez Elizabeth la vio entre el público, La lagarta estaba sola, sentada en las gradas, con miedo a que la aplastaran. Elizabeth no vio mejor oportunidad y empujó, pellizcó, escupió, mintió hasta sentarse justo a su lado y presentarse.
“Hola, me llamo Elizabeth y soy, digamos que la promotora de este circo”, dijo y La lagarta la miró sin quitarse las gafas de sol, “es que me gustaría que formaras parte del espectáculo”, Elizabeth no supo qué más decir porque el cristal plateado de las gafas no dejaba ver lo que pensaba la otra.
“si el proceso viene años dándose en mí, no he tenido conciencia, hasta ahora que tú lo notas. Lo que sí te puedo decir es que soy única en mi especie”, y aunque La lagarta asegura no notar los cambios, parece que los disfruta, “ser única te hace vanidosa, y no es que no lo fuera antes, es que ahora lo disfruto, antes me miraba al espejo y me notaba demasiados defectos, recuerdo que tenía la piel muy seca, que las orejas era demasiado puntiagudas, en fin, no estaba satisfecha conmigo misma. Pero ahora es distinto”, y La lagarta parecía volar cuando hablaba del ahora, “me miro en el espejo y noto que puedo hacer lo que quiera con esta cola larga que me ha salido, las curvas en la punta me dan cierta sensualidad difícil de igualar. Mi cola me ha obligado a pintarme más los ojos para desviar la atención. O sea, que si antes tenía estos mismos ojos, nadie lo notaba porque no los delineaba como lo hago ahora para que la gente me mire a la cara y mi cola no cause ningún tipo de envidia.”
“¿Cómo llegaste al circo, a este circo?”, le pregunta Elizabeth y aunque se sabe parte de la historia, quiere que La lagarta se lo repita, quiere dejarlo grabado como parte de la entrevista que La lagarta no sabe que Elizabeth está haciéndole.
“ese día estaba muy asustada, como no suelo estarlo”, respondió la entrevistada, “había descubierto una lagartija muerta en el patio de la casa, tenía la garganta abierta, estaba llena de hormigas cuando la descubrí y me llené de terror”; como siempre que hacía el cuento La lagarta bajaba el tono con miedo a que alguien la escuchara, las frases se le entrecortaban y había que esperar entre silencio y silencio a que recobrara el hilo en que se le convertía la voz.
“no era la primera lagartija que veía en esas condiciones, pero sí era la primera vez que me sentía amenazada cuando veía una”, continuó después de la primera pausa.
“¿Y quién crees que la haya matado?”, Elizabeth se hizo la desentendida, “¿de quién sospechaste?”
“primero pensé que había sido el chiguagua de la vecina del fondo”, dijo La lagarta y miró a Elizabeth extrañada de que le preguntara lo que ya le había contado en más de una ocasión, pero esa historia la atrapa y una vez que empieza tiene que contarla y revivirla.
“Yo vivo en un solar, tú sabes, y el perro del fondo tiene la costumbre, desde que apareció, de ladrarme por cualquier rendija que encuentre, a veces es en la entrada, otras por el patio”, otra pausa y Elizabeth espera.
“Lo que me hizo cambiar de idea fue el análisis que hice luego del primer impacto, del susto, de la mala impresión que me dio ver a una lagartija degollada prácticamente”, una pausa más larga, “por suerte, la grabadora graba según le lleguen las vibraciones vocales”, se dijo para sí misma Elizabeth.
“Luego me dije, “no, ese no puede ser Jairo”, que es como se llama el perro del fondo. Jairo estaba jugando con el cadáver, “esa debe ser la Jabá”, pensó en el otro único ser, según ella, capaz de cometer un asesinato.
“Déjame decirte una vez más, quién es esa Javá y cómo apareció en mi vida”, comenzó a hablar como si fuera la primera vez que hablara del tema.
“ella es del barrio. Lo sé porque nos vemos cada vez que paso por frente a su casa”, cuenta La lagarta, “al principio solo vi señales. La basura regada, unos pelos negros en la fregadero, una cola que se aleja antes de poder espantarla, un maullido, una maceta rota y un cactus sin tierra en el suelo. Hasta un día que se me enfrentó”
“¿no le estarás dando demasiada importancia a esa Javá, como si pudiera tener más poder sobre ti del que realmente tiene?”, le increpa Elizabeth porque sabe que la conversación se puede poner demasiado seria.
“No, para nada”, y La lagarta se contradice con la expresión de los ojos, “ella reina por la noche en un territorio que no es suyo, que es mío. Desde la noche en que se enfrentó supe que no debíamos rivalizar, aunque creo que este asesinato, si fue ella, está cambiando las reglas del juego. Una de las dos sobra. Y tengo miedo.”
“¿y has hecho algo para expulsarla de lo que tu llamas tu territorio?”, vuelve al ataque Elizabeth, pero son interrumpidas, aunque la productora del circo había dado la orden de que nadie la molestara porque estaría en su camerino ocupada.
“Ocupadísima”, había sido la palabra exacta que había gritado en medio de la arena junto a un “que nadie me moleste” y parecía que no había quedado claro. No bastaba con haberle exigido su privacidad en donde todos pudieran verla, escucharla. Así que fue a su puerta del camerino predispuesta.
“Anda mierda esto, que se esté quemando el circo, por lo menos”, se iba diciendo en la fracción de segundo que le costaba ir de su mesa de trabajo a la puerta del vagón, “que se haya muerto alguien, si no, tú verás lo que se va a armar”, y con la mano aún en el pomo de la puerta, trató de respirar profundo no fuera a ser que quien tocara fuera Payaso y tuviera que tragarse su ira sin agua, de sopetón, como una espina que se atrabanca en la glotis y no sube ni baja por mucho esfuerzo que se haga.
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