Narrativa francesa │ Marguerite Duras: “El tren de Burdeos”
La obra de Marguerite Duras parte de su propia vida para explorar temas como el amor, el deseo, la búsqueda de sentido y la trasgresión de las normas.
Una vez tuve dieciséis años. A esa edad todavía tenía aspecto de niña. Fue al volver de Saigón, después del amante chino, en un tren nocturno, el tren de Burdeos, hacia 1930.
Yo estaba allí con mi familia, mis dos hermanos y mi madre. Creo que había dos o tres personas más en el vagón de tercera clase con ocho asientos, y también había un hombre joven frente a mí que me miraba. Debía de tener treinta años. Debía de ser verano. Yo siempre llevaba estos vestidos claros de las colonias y los pies desnudos en unas sandalias. No tenía sueño.
Este hombre me hacía preguntas sobre mi familia, y yo le contaba cómo se vivía en las colonias, las lluvias, el calor, las verandas, la diferencia con Francia, las caminatas por los bosques, y el bachillerato que iba a pasar aquel año, cosas así, de conversación habitual en un tren, cuando uno desembucha toda su historia y la de su familia. Y luego, de golpe, nos dimos cuenta de que todo el mundo dormía.
Mi madre y mis hermanos se habían dormido muy deprisa tras salir de Burdeos. Yo hablaba bajo para no despertarlos. Si me hubieran oído contar las historias de la familia, me habrían prohibido hacerlo con gritos, amenazas y chillidos.
Hablar así bajo, con el hombre a solas, había adormecido a los otros tres o cuatro pasajeros del vagón. Con lo cual este hombre y yo éramos los únicos que quedábamos despiertos, y de ese modo empezó todo en el mismo momento, exacta y brutalmente de una sola mirada.
En aquella época, no se decía nada de estas cosas, sobre todo en tales circunstancias. De repente, no pudimos hablarnos más. No pudimos, tampoco, mirarnos más, nos quedamos sin fuerzas, fulminados.
Fui yo la que dije que debíamos dormir para no estar demasiado cansados a la mañana siguiente, al llegar a París. Él estaba junto a la puerta, apagó la luz. Entre él y yo había un asiento vacío. Me estiré sobre la banqueta, doblé las piernas y cerré los ojos. Oí que abrían la puerta, salió y volvió con una manta de tren que extendió encima de mí.
Abrí los ojos para sonreírle y darle las gracias. Él dijo: “Por la noche, en los trenes, apagan la calefacción y de madrugada hace frío”.
Me quedé dormida.
Me desperté por su mano dulce y cálida sobre mis piernas. Las estiraba muy lentamente y trataba de subir hacia mi cuerpo.
Abrí los ojos apenas. Vi que miraba a la gente del vagón, que la vigilaba, que tenía miedo. En un movimiento muy lento, avancé mi cuerpo hacia él. Puse mis pies contra él. Se los di. Él los cogió.
Con los ojos cerrados seguía todos sus movimientos. Al principio eran lentos, luego empezaron a ser cada vez más retardados, contenidos hasta el final, el abandono al goce, tan difícil de soportar como si hubiera gritado.
Hubo un largo momento en que no ocurrió nada, salvo el ruido del tren. Se puso a ir más deprisa y el ruido se hizo ensordecedor. Luego, de nuevo, resultó soportable.
Su mano llegó sobre mí. Era salvaje, estaba todavía caliente, tenía miedo. La guardé en la mía. Luego la solté, y la dejé hacer. El ruido del tren volvió. La mano se retiró, se quedó lejos de mí durante un largo rato, ya no me acuerdo, debí caer dormida.
Volvió.
Acaricia el cuerpo entero y luego acaricia los senos, el vientre, las caderas, en una especie de humor, de dulzura a veces exasperada por el deseo que vuelve. Se detiene a saltos. Está sobre el sexo, temblorosa, dispuesta a morder, ardiente de nuevo.
Y luego se va. Razona, sienta la cabeza, se pone amable para decir adiós a la niña. Alrededor de la mano, el ruido del tren. Alrededor del tren, la noche. El silencio de los pasillos en el ruido del tren. Las paradas que despiertan.
Bajó durante la noche. En París, cuando abrí los ojos, su asiento estaba vacío.
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La obra de Marguerite Duras arraiga en sus propias experiencias vitales para desde ellas explorar obsesivamente temas como el amor, el deseo, la búsqueda de sentido en un contexto social opresivo, y la trasgresión de las normas. Sus personajes femeninos, contradictorios y nada convencionales, asumen en su afán por realizarse riesgos que con frecuencia los llevan a la locura y el rechazo. Pero hay en ellos, no obstante lo trágico de sus vidas, una fuerza interior y una actitud desafiante frente a la sociedad que los hacen ―como dijera Julia Kristeva― “a la vez cautivantes y mortíferos”, como el retrato de un mundo en crisis.
Provocadora y sugerente, Duras ha despertado tanto la admiración del público general como el interés de la crítica por su habilidad para desnudar aristas complejas de la sexualidad y la psicología femenina, y se ha convertido en objeto de estudio para el pensamiento feminista contemporáneo.
Acompaña este cuento de Marguerite Duras una obra de la pintora francesa Nathalie Picoulet. Nacida en Amiens en 1968, Picoulet ha hecho de la mujer el centro de su trabajo. Sus retratos al pastel, herederos del realismo clásico, captan no solo el aspecto físico de sus modelos, sino especialmente la sutileza de sus emociones. En 2005 Nathalie Picoulet fue reconocida como Maestra por la Sociedad de Pastelistas de Francia y en 2018 recibió el primer premio en el Salón Art Capital de París.
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