Mientras recuerdo al secretario del Partido
“El espejo me devuelve una imagen más gastada de lo que imaginaba. Me toco el rostro y las ojeras se han convertido en surcos. Tengo que dormir más. Ellos no son familia mía, ni los muertos ni el asesino ni el mismísimo secretario del Partido”.
El cuerpo lo encontramos como lo ves. Las manos sobre las teclas y la cabeza desprendida entre el mecanismo—precisé en cuanto vi la cara del oficial de guardia. Descubrir un piano de cola en esta ciudad, en medio de la modernidad que algunos advierten, era ya un acontecimiento, pero un cuerpo mutilado sobrepasaba los límites de la imaginación ciudadana.
El ostracismo nos ha llevado a la nada. A la estación no llegan muchos casos. Alguna riña tumultuaria durante las fiestas que nos permite el gobierno, un marido celoso que da caza a un amante, una mujer suicida que huye de la familia, un niño extraviado por descuido. Por eso la cara de horror del oficial de guardia.
Aunque se pidió la mayor discreción, siempre hay algún curioso que usa su poder para llegar hasta nosotros. Pareciera contagioso. Los ves y luego no te desprendes de ellos. Apenas cierras los ojos y tu cabeza los reproduce como si se te hubieran pegado a los párpados. Si hubiese tenido las condiciones, tendría para mí, en una instantánea, los ojos desorbitados y el vómito, acompañado, a veces, por el llanto de algunos de los hombres más fuertes de la estación. Pero nunca se sabía cuándo llegaban.
Era suficiente humillación para ellos que a mí me fuera asignado el caso de lo único importante que pasaba en la última década. Hacía mucho que en la Isla no había balseros o trifulcas contra el gobierno. He llegado a pensar que tanta responsabilidad era pura venganza porque yo les arruino la fiesta. Llevo quince años en la competencia. Ellos saben que algunas mujeres de la estación terminan en mi cama pidiendo que las escuche.
Descarté la idea de la venganza para no estropear mi autoestima. De todas formas éramos un equipo. Soy fuerte y los peritos me necesitan. Puedo pensar cuando la cosa se pone caliente. Yo calculo y ellos lo saben. Me necesitan porque por muy expertos que parecen no tienen ni siquiera la escuela de Agatha Christie. Desde hace mucho solo se dedican al robo con fuerza o a la conversación de pasillo.
El jefe me lo dijo, que iba a ser una tarea difícil, él había visto las fotos. Las mismas que vi yo, y que me prepararon para no salir corriendo en cuanto entré a la habitación. Estaban seguros. No sería un único asesinato, por eso debía leer con minuciosidad el informe y ver las fotos, aunque lo mejor hubiera sido ir a la escena del crimen, oler, ver algún detalle que se le escapara al lente.
Una bañera vacía, las manos a los lados, los pies extendidos y la cabeza desgarrada sobre las rodillas. Lo peor era la piel. Parecía que había perdido la conexión con el cuerpo, solo el cuello la sostenía como un vestido viejo, un trapajo, una sábana.
Enseguida pregunté por los técnicos que habían atendido el primer caso. Iba a ser imposible que hablara con ellos. Estaban incomunicados. No eran confiables. El Comité del Partido había decidido que fuera yo.
Y yo fiel al Partido no puedo decirle que no. Si el Partido dice, yo obedezco. Soy militante y no se espera de mí otra reacción.
En la primera reunión se me pidió discreción absoluta. Yo era un miembro confiable al que le había sido asignada esta tarea. De mi discreción dependía que la imagen del Partido quedara sin manchas porque en una sociedad como la nuestra estas cosas no suceden, ni hay asesinos en serie, ni la gente se anda matando como animales, nosotros formamos hombres para un futuro sin vicios ni corrupción.
Al siguiente hallazgo me llamaron a la casa. El timbre rebotó entre las paredes vacías.
No me asusté, pero la sensación de soledad se intensificó y ya no era mi apartamento sin muebles ni adornos, sin Elízabeth, sino la certeza de que el camino sería largo.
Yo que siempre soñé con dejar de cuidar el césped y convertirme en detective de películas, con los conocimientos que dan las horas delante de la televisión. Ahora, el ADN y el perfil psicológico me dejaban en el desamparo una vez que tenía la oportunidad.
El cuerpo lo habían descubierto por la fetidez. Los vecinos se asombraron de no verlo en tres días y llamaron a la policía. Era un hombre joven y acostumbraba a dejar la llave bajo la maceta. Pero la llave no estaba. Alguien se la había llevado o simplemente, él no había salido en días.
Los comenzamos a llamar la Gente Cirios. Demasiado poético, demasiado religioso. Eso al Partido no le va a gustar. De vez en cuando se me sale la poesía. A Elizabeth le hubiese gustado.
Las líneas de corte en el cuello no eran consistentes con ningún objeto conocido, los párpados semicerrados, los labios contraídos y una expresión de esfuerzo en el rostro. Según el forense, la decapitación había sido con las víctimas vivas.
El equipo llegó puntual. Cosa rara. Las muestras al laboratorio y el mismo desconcierto. Cero violencia. Cero huellas. Cero secreciones. La única evidencia que se encontraba estaba relacionada directamente con la víctima.
Los Cirios no guardaban una célula en común. ¿Cómo precisar cuál sería el paso siguiente del asesino? ¿Cómo lograba el asesino salir de la escena sin dejar huellas? ¿Cuál era el móvil? El resto, eran más preguntas sin respuestas.
La reunión del Partido se extendió más de lo que deseaba. Me lo cuestionaron. Yo lo sabía. Estoy a punto de perder el carné si no encuentro al desgraciado que está haciendo esto. Mira que nuestra revolución no entiende de este tipo de cosas. Y el enemigo acechando allá afuera, con las ganas que tiene de desacreditarnos. Y a este desgraciado se le ocurre matar. En vez de estar trabajando en el campo o liberando energía en la construcción.
La prensa comenzaba a alarmarse. Algún vecino había hecho el comentario en el mercado y alguien que lo había escuchado tenía un amigo periodista y este confirmó la información en la estación donde no hay nada oculto. Llegó a las planas de algún periódico extranjero. El País, La Nación, y por supuesto, El Nuevo Herald, llevaban a pie juntillas los decesos.
Otro muerto más. Otro más. Otro más.
La sexta vez que timbró el teléfono de la casa, deseé que me cayera el techo encima, que las sábanas me absorbieran, que las patas de la cama cobraran vida y salieran corriendo donde el sonido no nos alcanzara. Pero tuve que levantar el auricular y responder. Sí, no se preocupe compañero, no dormía. Estaba a punto de salir para allá. Comprendo, pero aún no tenemos nada… que el Partido… entiendo… estaba a punto de salir.
No era un caso, pero pedían resultados y no tenía respuesta. Así no se puede investigar ni escribir ni pensar. El Partido, el Comité y el mismísimo diablo preguntando, pidiendo informes aún sin tener resultados. Todos creen saberlo todo. Tan dispuestos a meter las narices, presionar.
A las paredes de mi cuarto, blancas, sin adornos, a no ser por el reloj de pared que me otorgaron por buen policía, le habían salido miradas. La frustración me aplastaba. Solo habían transcurrido dos meses y me parecía una eternidad.
El Partido. El Partido. Siempre firme para el Partido. No quiero ir. No quiero salir de mi cama, de mi casa. Las ganas de abandonarlo todo son más fuertes de lo que pensaba. Pero el Partido no me permite correr sin mirar para atrás.
Imagino cómo me dice: ―Compañera, confiamos en usted, pero la situación es delicada. Necesitamos que usted dé el paso al frente y acabe con esta historia. Ya nos llamaron de más arriba y usted sabe lo que eso significa. El comandante en persona está interesado en el tema. Tenga cuidado no lo saquen del caso. Eso puede ser peligroso para su futuro como policía. Mire que la calle está mala y dónde va a encontrar trabajo.
El espejo me devuelve una imagen más gastada de lo que imaginaba. Me toco el rostro y las ojeras se han convertido en surcos. Tengo que dormir más. Ellos no son familia mía, ni los muertos ni el asesino ni mi jefe ni el mismísimo secretario del Partido. Que se jodan. Yo no tengo familia.
La ridiculez me asalta. Me río del Secretario. Me río. Caigo sobre la cama y decido que vivo en un mundo profundamente ridículo donde la gente busca pretextos para construirse una excusa.
Sigo riendo. Quiero parar. Me río. El Partido. Uno, dos, tres. El Partido. Canto una conga. Bailo.
Necesito compartir mis observaciones. Decirle a alguien que me estoy riendo del Partido, del secretario del Partido con su mostacho, con su camisa a cuadros, planchada, calzada con su pantalón a la cintura. Qué ridículo. Qué lejano, qué anacrónico. Entonces me acuerdo de Elizabeth. Antes de irse también buscó pretextos. Usó los más ridículos que encontró. Me duele el rostro y logro contenerme. Ella me corta la inspiración.
Pienso en la última vez que estuve en aquella oficina con ventana de cristal y el Secretario general me hablaba de los logros de la revolución y su concepto y eso de no mentir jamás. Había ideado una mentirilla piadosa para quitármelos de encima y pensar en Elizabeth.
Voy para la oficina. Llego y me esperan mi jefe y el secretario del Partido de la Estación. Me piden respuestas y no los miro. Tengo miedo de reírme en sus caras. Corroborar que se ve tan ridículo como me lo recordé. Reviso la oficina. Disimulo. Debo contenerme. Evoco la imagen de Elizabeth. Intento mirarlo y en cuanto lo hago, me ataca la risa. El secretario me mira. Me aguanto la barriga porque me duele de tanta risa.
Intento controlarme. Cambio la vista y comienzo a pensar en Elizabeth para olvidarme del Partido y su complejo.
Deambulo por el lugar tocándolo todo mientras pienso en vacío Elizabeth cualquiera gente refrigerador vida horror incluso anda alcanza por tanta allá ahogo recorrer loco afuera el mundo información la separación estoy la Cirios del ceremonia porque dinero tengo el me un tipo con el gustaría la víctima no ser salir secreta país soy puede uno tengo no me para me antes de lo mismo me pasaría la policía.
Mierda.
Ellos me miran, se miran. Mi jefe llama y al rato siento la sirena de la ambulancia.
Quiero gritar, pero la risa me ha atrapado. Mierda. Mierda. Mierda. Mierda. Mierda. Mierda. Mierda. Mierda. Mierda. Mierda. Mierda. Mierda. Mierda. Mierda. Mierda. Mierda. Mierda. Mierda. Mierda. Mierda. Mierda. Mierda. Mierda. Mierda.- Pienso.
No me salen las palabras.
Despierto. Me siento en calma. Estoy en una sala de hospital. Pasa una enfermera y le digo que me devuelva mi ropa, que ya me siento bien. Llamó al doctor. Me inyectan. Despierto sin noción de lo que está pasando. Salgo al patio. El sol. Reparo en los demás. Qué hago aquí entre esta gente. Qué hago, por qué no me creen, Dios mío, sálvame. No creo en Dios. Creo en el Partido. Creo en el Partido.
Ahora recuerdo. Estaba investigando sobre unos asesinatos. Nunca encontré al asesino. ¿Y los asesinados? ¿Creían en Dios o en el Partido?
Las líneas de corte en el cuello no eran consistentes con ningún objeto conocido, los párpados semicerrados, los labios contraídos y una expresión de esfuerzo en el rostro.
Las manos a los lados del cuerpo, los pies extendidos y la cabeza desgarrada sobre las rodillas. La piel sostenida por el cuello como un vestido viejo, un trapajo, una sábana.
Hablo varias veces con el doctorcillo que me atiende. Me escucha y me explica lentamente que no tengo de qué preocuparme, que este es un sitio especial para casos especiales. Pasan los días. Seguro que del Partido le han ordenado que no me deje ir. Sé demasiadas cosas aunque nadie me creería.
El encierro me sienta mal. Salgo al patio solo para buscar una hendija por dónde escaparme. Los huecos de la cerca están cubiertos con alambres. El espacio es amplio y la salida distante. Sé que la noche sería oportuna, pero la noche es mi enemiga. Las pastillas me hacen dormir y no hay manera que pueda escapar. No quiero rozar con nadie.
El cielo se oscurece, pero todavía no es de noche. Lo sé porque no me han dado las pastillas. No nos han encerrado. No corro al baño. No corro a la cama. Tengo ganas de volar.
Hago el intento y mi cuerpo se aferra al suelo. Miro a mi alrededor y comprendo. No soy la única. Los otros también intentan volar.
La cabeza, insiste desprenderse del resto del cuerpo. Lucho. Siento que la piel llega al límite. Me calmo. Otro arrebato. Respiro y esta vez quiero pensar en Elizabeth para que me salve. No hay resultados. La piel está a punto de ceder. Otro arrebato. Grito y no salen las enfermeras. Respiro. Me calmo. Trato de mirar hacia dentro y qué extraño. Estoy en el hospital, pero veo al secretario del Partido en su oficina, como si nada ocurriera. Se acerca. Parece que me va a ayudar, pero cierra su ventana de cristal desde donde lo observa todo y no hace nada. Sonríe. Me doy cuenta de mi reflejo. Y sé de qué se ríe el secretario del Partido. Me cuelgan el pecho, los brazos, la piel del cuello quiere ceder. Mi cabeza quiere rodar. Ahora comprendo. Respiro e intento calmarme.
De la antología Isla en Negro (Editorial Abril, 2014)
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