Narrativa cubana | “Mi padre”
“La iglesia había fracasado. Las religiones se habían resignado demasiado rápido y más que conexión, habían levantado un muro entre ambos mundos.”

“Alabaos, espíritus buenos del Señor, yo humilde y atrasada criatura, elevo a vosotros…” fue lo primero que se me ocurrió recitar en voz alta cuando vi lo que estaba sucediendo. Mi padre me estaba llamando para reprocharme por qué no le había escrito más.
Siempre me ha parecido ridículo que la gente se despida de sus seres queridos en las redes. Cada vez que veo el mensaje de “dondequiera que estés” o “a mi madre querida que ya no está”, las mejillas se me calientan. Mientras más cercana es la persona que expresa su dolor, más grande es mi vergüenza.
Yo que no sé dar condolencias en los velorios y que huyo de asistir a un entierro, en las redes no sé qué poner. Todo me suena falso. Los abrazos digitales conmigo no funcionan, me parecen más fríos que los buenos días de la vecina que te tropiezas a diario, que no sabe nada de ti ni le interesas, pero que quiere parecer educada.
¿La gente no se da cuenta que esos mensajes solo se van a almacenar, con buena suerte, en un servidor? Los muertos no tienen teléfono, o al menos eso pensaba hasta anoche, cuando me despertó una cascada de códigos binarios que salía de la pantalla y que llegaba a mis oídos como la voz de mi padre diciéndome: “Amor”.
“¿La Matrix?”, me pregunté e inmediatamente descarté la idea. Mi padre murió. Yo vi el féretro.
Sentí pavor. Los muertos no llaman por teléfono. Los muertos, si existen, están en otro plano de la realidad que no les permite marcar un número, hacer una llamada, decir “Amor”.

Empecé a recitar en alta voz la única oración espirita que recuerdo siempre que estoy en apuros: “elevo a vosotros mi pensamiento y mi corazón para rogaros me guiéis por el camino de la verdad”, y mi padre muerto de la risa, si es posible morir varias veces, trataba de calmarme, trataba que le prestara atención porque según le escuchaba, tenía pocos minutos de comunicación.
“¿Por qué no me has escrito más?”, fue lo primero que le dejé decir sin mi rezo convertido en un grito de terror, “¿Un tipo se esfuerza porque haya un canal con el más allá y tú lo desperdicias?”
El corazón lo tenía a la altura de la garganta y no podía decir una palabra. Mi cabeza andaba a mil tratando de encontrar una explicación lógica.
Los ceros y los unos seguían cayendo y empezaban a desparramarse sobre mi cama. Los ceros rodaban. Los unos caían en picada y algunos terminaban clavados en el tejido de mi edredón, aunque no lo suficiente, porque a cada temblor de mi pierna, seguían su curso.
“Escríbeme, por fa, que te extraño, que eres mi hija aunque no me haya podido despedir”, y sacó la mano de entre los códigos, me rozó el rostro y en el último instante supe que era real, esa mano olía a él, se sentía como la de él.
La gente sabía. Yo no. La gente tenía fe y yo no tanto como para creer que las redes sociales eran el puente o una puerta o una ventana por donde mirar a nuestros seres queridos. La iglesia había fracasado. Las religiones se habían resignado demasiado rápido y más que conexión, habían levantado un muro entre ambos mundos. Sin embargo, la tecnología con un par de cuentas había acabado por conectarnos.
Se cortó la llamada y con el silencio volvió la tranquilidad a mi cuarto. Me quedé dormida con la idea de que a la mañana siguiente le escribiría un post contándole qué ha sido de mi vida los últimos cinco años.

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