Narrativa cubana | Renée Méndez-Capote: “Un asesino”
Este cuento de Renée Méndez-Capote es una semblanza de la marginalidad en la Cuba de su juventud que dialoga sin dificultad con el presente.
El muchachito tenía quince años raquíticos y malolientes, ojeras, enturbiadas por malsanas curiosidades, manos ardorosas de fiebre, sensualidad precoz encabritada siempre; era malicioso, un poco cobarde, producto genuino del callejeo y el abandono.
¿Casa? Un solar donde vivían buenas y malas gentes. ¿Madre? Luchadora, absolutamente incapaz para guiar al hijo, pero una fiera para quererlo. ¿Padre? Quién sabe...
La madre era cocinera. No trabajaba donde hubiera que dormir en la colocación “para no tener que meter a su niño en un asilo”. Venía todas las noches a las diez, rendida del día de trabajo y la larga caminata, agotada por el calor del fogón, a dormir junto a su hijo.
Hasta los seis años lo cuidaron las vecinas, cuando podían; todas trabajaban y tenían hijos que atender. Más bien eran diez o doce muchachos, sueltos de toda tutela, que se cuidaban entre ellos. De vez en cuando, porque un grande le había metido la cabeza debajo de la pila a un chiquito, o porque se fajaban y la fajazón duraba más de lo regular, una madre gritaba desde la cocina o desde la batea:
—¡Gallina! ¡Deja al chiquito! ¿Quieres que te haga yo lo mismo? ¡Abusadores! ¡Siempre abusando de los más chiquitos! ¡Y tú, gallina, pégale también! ¡Sinvergüenzas!
A eso se reducían el cuidado y la enseñanza.
Y en el patio lleno de basura, de cajones, de palos, de latas y de sol, abandonado, pero sintiendo de vez en cuando el calor de un beso y unos abrazos maternales, durmiendo junto a su madre en la colombina estrecha, pasaron sus primeros seis años. Fueron los mejores.
Después, de los seis a los diez años, la escuela cuando podía, y cuando quería, y en las horas libres el pillaje; meterse en las bodegas y en los puestos de los chinos a robar chucherías, colgarse detrás de los tranvías en marcha, colarse en los juegos de pelota y en los cines, espiar a las mujeres detrás de las persianas y en las azoteas, en los callejones, de lugares solitarios... aprender la vida en sus formas más bajas, profanar sus misterios cuando aún no podía acercárseles, aprender a insultar a la madre cuando todavía no sabía estimarla. Toda la gama de vicios que se aprenden precozmente en las calles.
Ahora, a los quince años, asesino.
Y total, por nada; una pelea de tantas. Él quedó debajo. Le pegaron, lo humillaron, lo insultaron, le llamaron marica, le mentaron la madre, como siempre. Pero entre todos había uno más fuerte, más sano, más robusto. Hacia aquel fue su ira. Sacó la navaja que, como todos, llevaba escondida, y se la clavó en el vientre una, dos, tres, cuatro… no sé cuántas veces, ante los ojos horrorizados de los compañeros.
Con la ropa destrozada, los pelos revueltos, la cara llorosa, las manos teñidas de sangre y el cuerpecito endeble aún estremecido por las sacudidas que daba la víctima en agonía, se paró delante de todos, de los otros vendedores de billetes y periódicos, y de los muchos curiosos que habían acudido, y les gritó:
—¡Ahora llámenme marica! ¡Ahora miéntenme la madre! ¡Ahora! ¡Ahora!
Después se desmayó sobre el moribundo que aún se retorcía.
Un policía los cogió a los dos, los metió en un coche y los llevó a la casa de socorros. En el coche iban echados uno sobre otro; confundidos en una ola de sangre; parecían abrazados el muerto y el matador.
Desde entonces la madre recorre las calles sucia y hambrienta, incapaz de ponerse a trabajar. Y el hijo en un reformatorio. Si fuera un lugar más sanatorio que cárcel, tal vez todavía podría sacarse algo bueno de él... Pero en esta pseudorrepública, los reformatorios no reforman a nadie, porque son almacenes de delincuentes juveniles, y de ellos se sale graduado en el hampa.
¡Los pobres, señor, los pobres!
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Este cuento de Renée Méndez-Capote, tomado de su libro El remolino y otros relatos (1982), es una semblanza de la vida en los barrios marginales de Cuba durante la primera mitad del siglo XX. La situación que en él se describe no resulta, sin embargo, extraña para muchos cubanos en la actualidad. Una de las funciones del arte, sobre todo de aquel que se aboca a la crítica social, es iluminar las contradicciones profundas de una sociedad, problemas que trascienden una época y devienen endémicos. Como en un ciclo que se repite, la pobreza, la marginalidad y la violencia, son parte de esos problemas que, lejos de desaparecer, persisten. De ahí que relatos como este de Méndez-Capote logren, a pesar de los años, dialogar sin dificultad con el presente.
La anunciación, concebida alrededor de 1964, es una de las obras más divulgadas de Antonia Eiriz. Desde joven, Eiriz se vinculó al expresionismo abstracto, pero su pintura evolucionó hacia un estilo figurativo novedoso donde las formas, a menudo grotescas, eran un duro reflejo de la realidad cubana a mediados del siglo XX. Incomprendida y censurada, a fines de los sesenta Eiriz renunció al arte; sin embargo, su obra sigue interpelando al público con la misma fuerza que en su momento tuvo.
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