Referentes │ Amelia Valcárcel: “El feminismo”

“El feminismo es uno de los pilares más fuertes de una democracia, y una democracia cuando funciona es feminista.”

María Tello sujetando su cartel de "Viva el feminismo" en 1936.
María Tello sujetando su cartel de "Viva el feminismo" en 1936.

Feminismo es aquella tradición política de la modernidad, igualitaria y democrática, que mantiene que ningún individuo de la especie humana debe de ser excluido de cualquier bien y de ningún derecho a causa de su sexo, sea este sexo masculino, femenino, epiceno, poco demostrable o mediopensionista. Feminismo es pensar normativamente como si el sexo no existiera.

Por tanto, el feminismo no es lo contrario del machismo, sino que es muy otra cosa: una de las tradiciones políticas fuertes igualitarias de la modernidad, probablemente la más difícil además, puesto que se opone a la jerarquía más ancestral de todas. Incluso cuando todas las jerarquías se ponen en cuestión ―y momentos de acracia han existido algunos a lo largo de la historia política―, la jerarquía entre los varones y las mujeres se ha mantenido. Pero, puesto que el feminismo se opone al uso del sexo como medida, se opone a los abusos en función del sexo: no es lo contrario del machismo, pero es absolutamente contrario al machismo. Sin embargo, su verdadero quid es la propia jerarquía sexual, no algunas de sus indeseables consecuencias.

El que las mujeres deban estar sometidas a los varones ha sido difícil de cuestionar. Se pudieron poner en cuestión algunas de las consecuencias, pero oponerse de modo concreto a la jerarquía en sí, declararla ilegítima, preguntarse su porqué y su hasta cuándo, no fue posible hasta que a su vez no se produjo el adecuado contexto de ideas.

Democracia y feminismo

Hace falta haber llegado al siglo XVII y que se esté presentando en el panorama una noción como la nueva de individuo que se plantea en la filosofía política barroca: el individuo que es abstracto y carece de cualquier determinación. Solo entonces cabe decir que tales individuos abstractos deben de existir en la legislación, también encarnados en las prácticas morales, en los cuerpos civiles, en las costumbres... Esto es el fundamento de la democracia y el feminismo, el individuo abstracto de la filosofía política liberal. Ese individuo que es esencialmente libre y que, por serlo, es igual a todos los demás individuos.

El feminismo como tal es uno de los pilares más fuertes de una democracia, y una democracia cuando funciona es feminista, y cuando no lo es, se le puede reprochar. No puede mantenerse sorda ante la acusación de que está ejerciendo una discriminación deliberada sobre tal punto o en tal parte.

Sin embargo, si un pensamiento o movimiento se opone a una de las dominaciones menos puesta en cuestión y más ancestrales, es fácil suponer que no va a ser recibido con albricias y aplausos. La filosofía política del primer liberalismo lockeano convivía con la esclavitud, con tensiones, naturalmente, pero con ajustes también: los individuos libres e iguales, más o menos, son... los amos. Para los demás la teoría no es conveniente. Del mismo modo, la individualidad, la libertad y la igualdad no rezan para las mujeres, ni siquiera para las afortunadas madres, hijas y esposas de los privilegiados.

Ningún sistema de dominación disfruta con ser puesto en trance de abrogarse, ni los que lo mantienen se alegran de que por fin se ilegalice. Los amos de una situación, y a veces también los que la padecen, no suelen congratularse de que se la ponga en peligro. No sucede que ante la luz de la clara razón exclamen: “¡Que gozo sentimos al ver que no nos creéis ni superiores, ni excelentes, ni sabios, ni siquiera maravillosos... gozo solo paralelo a que nos pongáis ante el reto de creer que no hemos tenido razón en manteneros siempre en una posición inferior y humillada!” Y tampoco ocurre que, encantados de saberlo, cambien magnánimamente de usos.

Quien parece poner en peligro un orden no obtiene de ello palmas y alfombras rojas. Demócratas y feministas tuvieron críticos y enemigos virulentos. Pero el feminismo, dado que ponía en cuestión algo considerado privado, la sumisión sexual y doméstica, fue atacado por los moralistas e ignorado, aparentemente, por la política. Obvio es decir que no todos los demócratas eran feministas, aunque sí todas y todos los feministas eran demócratas.

El feminismo, que es un hijo no querido del racionalismo y la Ilustración, quiso siempre convertir en público, en objeto de leyes y acuerdos, lo que sus enemigos querían a toda costa que no saliera de la esfera privada. Se le acusó de corromper las costumbres porque, en efecto, quería abolir bastantes leyes y usos que las refrendaban. Se enfrentó al fundamentalismo religioso, adalid profundo de la tradición, a la soberbia del Estado y a la hipocresía de la sociedad. Denunció como miserias cosas que otros consideraban sacras. Se amparó para ello, exclusivamente, en la fuerza del buen sentido. Y aún lo hace, sin haber dejado de recibir sobre sí, desde sus inicios hace tres siglos, constantes andanadas y oleadas de vejaciones, violencia e insultos.

Poulain de la Barre

Portada del libro "De la igualdad de los sexos" (1673), de Poulain de la Barre.
Portada del libro "De la igualdad de los sexos" (1673), de Poulain de la Barre.

Poulain de la Barre, en el siglo XVII, el primer feminista, discípulo de Descartes, clérigo católico que abandonó el catolicismo, se pasó al calvinismo y fijó su residencia en Ginebra, donde permaneció gran parte de su vida y donde murió. Poulain de la Barre afirmó que el feminismo era “una apelación al buen sentido de la humanidad”. Escribió dos obras que fueron extraordinariamente importantes y editadas en su momento, el último momento del barroco, De la igualdad de los dos sexos y De la educación de las damas.

Cuando Poulain de la Barre intenta definir en qué consiste ser mujer, lejos de fijarse en características supuestamente esenciales de lo femenino, define a las mujeres como una situación. Lo que define a las mujeres es que “las mujeres están colocadas en una minoría de edad perpetua”. Esto es lo que marca su lugar en el mundo. Tal situación le parece profundamente injusta y el resultado de una serie de malas prácticas, desde siempre heredadas, y simplemente repetidas, que deben ser interrumpidas, porque contravienen al orden de la inteligencia y la sensatez. Está sacando esto de Descartes, de lo que realmente Descartes no dijo pero que el sistema cartesiano sí deja decir. Es bastante importante darse cuenta de que Poulain de la Barre es un cartesiano, un racionalista al que la tradición, que puede ser un error repetido, no impresiona.

Sin el contexto cartesiano no es pensable la posibilidad del feminismo. Descartes ha afirmado en el Discurso del Método que la inteligencia es “lo que está mejor repartido” y De la Barre transforma esta afirmación en que existe la igualdad de los ingenios porque el espíritu no tiene sexo.

Cuando Descartes apela al bon sens, supone que para seguirle no se necesita ser un sabio, sino que solo hay que aplicarlo. Cuando afirma que escribe de tal manera para que lo lean incluso las mujeres, se entiende que no quiere practicar en especial la misoginia, sino que quiere decir que si las mujeres no están dotadas de lo que su mundo llama ciencia, están suficientemente dotadas de bon sens como para poder seguir un discurso racional, ese que él hace, el que se dirige al bon sens.

Poulain de la Barre traduce el cartesianismo a términos morales y políticos: dada la esencial igualdad humana, tan solo la costumbre, una costumbre torpe, puede haber hecho que dos existencias de todo punto similares estén tan separadas, y solo el interés torpe es responsable de que además una esté subordinada a la otra de modo completo. Esa subordinación es injusta porque hace imposible que brille lo que es la verdad del asunto: la igualdad. Solo puede ser interesada: solo el interés de los varones en mantenerla hace que pueda ser perpetuada.

Es muy notable leer este primer texto fundador del feminismo porque encontramos también en él modismos epocales: vindicaciones imposibles de asumir por los tiempos al lado de resabios del orden anterior. Afirma, por ejemplo, que no ve por qué las mujeres no puedan ser ―imaginemos esto en el siglo XVII― generalas y mariscalas de campo, pero recomienda que solo las mujeres se ocupen de la enseñanza de las otras mujeres para preservar su honestidad, es más, que lo hagan las religiosas, puesto que entran muy tempranamente al claustro y nada dice de que tal entrada involuntaria es vergonzosa.

Si bien Poulain de la Barre es un entendimiento fino que intenta siempre no caer en contradicciones, estas se producen. Pero no siempre. En un mundo que todavía no comparte la idea de que las mujeres sean enseñadas a leer, hace modulaciones bastante sutiles.

En un trozo delicioso de La educación de las damas, que es una conversación entre unas damas y unos caballeros a propósito de la igualdad de los ingenios y de cómo en efecto podemos calcular que si las mujeres fueran habilitadas para asistir a los mismos colegios o lugares del saber, universidades, etc., a las que los varones van, sus cualidades naturales, siendo exactamente las mismas que los otros en cuanto a su capacidad, se desarrollarían para poder admitir cualquier oficio o condición, los caballeros están ya en el propio diálogo tan henchidos de amabilidad y tan concesivos que afirman que “de este modo podríais ser tan sabias como nosotros”, a lo que las damas dicen: “iguales ya lo somos”, sabias podrían serlo las mujeres si la necedad masculina no les retirara los medios para hacerse con esa característica humana.

Feminismo y género

Isabel Oliver: "Cosmética" (1971).
Isabel Oliver: "Cosmética" (1971).

¿Hay alguna diferencia significativa, algún tipo de sesgo diferente, entre lo que es feminismo y lo que podríamos suponer que es “un punto de vista de género”? Si alguien, por ejemplo, estudiara los comportamientos por relación a la división de tareas en Moana en razón del sexo, Mead, por ejemplo, eso ¿qué sería?, ¿no sería simplemente antropología?

Desde el momento en que la antropología nace como disciplina en el siglo XIX a la vez que nacen las descripciones ya pormenorizadas de las especies, antropología y evolucionismo mezclados sumamente, diversidad del mundo animal correlatando con diversidad del mundo humano, asistimos a la emergencia de un nuevo discurso, un nuevo paradigma.

La antropología como un saber de la diferencia se inicia en el XIX y a finales del mismo siglo encontramos antropólogos de primera magnitud, de los cuales casi ninguno desdeña estudiar (justamente más bien les divierte por si existe un diferencial notable) la diferencia de reparto de tareas y funciones entre varones y mujeres en las diversas culturas que son objeto de estudio.

La diferencia en el reparto del espacio, la diferencia en los usos del tiempo, la diferencia en el lenguaje, la diferencia de jerarquía atribuida a las producciones según quien las haga, etc... Todo ello se convierte en parte del estudio normal de la antropología. Cuando Margaret Mead estudia en qué consiste ser adolescente en Samoa nos cuenta también esto. Conocer esas diferencias es parte del punto de vista normalizado de la antropología cultural.

¿Dónde está eso que se denomina “género” y que sea distinto de este estudio? Todos los trabajos de antropología cuentan con ello como una parte importante. Incluso los estudios de antropología de los setenta y los ochenta del siglo XX, cuando afirman que “el punto de vista antropológico” no debe ser limitado a los pueblos “así llamados primitivos” y emprenden la antropología de las sociedades urbanas complejas, relatan estas diferencias y muchas más.

La antropología reclama como parte de su campo no solo la cultura material, los sistemas de caza, recolección, danzas y ritos, sino el conjunto completo de la cultura, sistemas de parentesco, producciones, intercambios comerciales e intercambios rituales, sistema de señalación en el cuerpo de la jerarquía, marcas del cuerpo en varones y mujeres diferenciables, matrimonios, etc... Los estudios de antropología de campo tienen siempre la pretensión de exhaustividad: dar el mapa completo de lo que sucede en el lugar seleccionado.

En ese sentido, si la perspectiva llamada “de género” incluyera exclusivamente ver en qué relación se encuentran los sexos en un momento dado en una cultura dada, este sería un punto de vista más parcial que aquel que incluyera eso y todo lo demás. Sería “el género” un sesgo singular, parcial, de una investigación.

Los términos gender y género

Gender es un anglicismo introducido en el castellano, que la gente se resiste a utilizar.1 No hay una traducción de gender y realmente nuestro término género no se corresponde con gender, sino que tiene un uso distinto. Hay pues un debate abierto en el uso exclusivamente terminológico. Pero no se limita a él. Puede existir este debate de si el castellano admite o no o la traslación de gender y, por mi parte, mantengo que cabe hacerla porque ello depende mucho de otros factores extralingüísticos.

Pero no es ese debate el que me resulta significativo. Voy a la cosa en sí: ¿cuál es la diferencia entre women studies, gender studies, feminist studies? Para no alimentar equívocos, adelanto que me importa por lo general poco saber si las romanas cosían con la mano izquierda o con la derecha, o si una vez que realizaban las tortas frumentales las llevaban a Vesta o si, en especiales circunstancias, las llevaban también a Venus. Toda esta erudición, que existe, me parece encantadora, pero, por lo común, impertinente. Solo la tengo por digna de consideración si entre esos datos y rasgos encuentro algo que sea determinante, alguna relación, algo que propicie un significado más general.

Si un rasgo, que parece a primera vista episódico, resultare que no es casual, porque se corresponde con tal modo de acción y busca tal fin o interés, entonces cambio completamente mi disposición. Y en los gender studies la mezcla ocurre. En ellos muchas veces también el esencialismo tiene su plaza. Y debo también honradamente adelantar que el discurso esencialista me aburre soberanamente.

A fin de poner el alma sobre la mesa, debo confesar que ni siquiera estoy convencida de que exista una cosa llamada el alma femenina, dotada de una tópica distinta del alma en general, ya exista el alma general o exista solamente el alma masculina suplantándola. Y menos aún creo que esa tópica se exprese de una forma tal y tan propia que debamos participar en desentrañarla mediante análisis especiales que solo a ella le convienen.

El rollo discursivo esencialista ya lo escuché en mi infancia tanto tiempo que, encontrarlo ahora vestido de otra manera, no me hace gracia. Estoy desgraciadamente prisionera de la universalidad, y de mis prisiones cortísimas no me puedo liberar. A veces nos pasan cosas así. No solo que se me explique en qué consiste la esencia femenina no me dice absolutamente nada, sino que agravo mi culpa: entre Miguel de Cervantes y Virginia Woolf, si tuviera que elegir, me gusta más Miguel de Cervantes. Supongo que estoy perdida.

Por tales limitaciones, todo lo que en los gender y hasta en los women studies tenga que ver con llamar “sesgo de género” a rasgos epocales y prácticas que la antropología sabe estudiar mejor, o con ceñirse exclusivamente a “la conciencia femenina”, no me parece adecuado como objeto de estudio.

Ahora bien, pudiera ser que, porque precisamente el feminismo ha tenido fuertes enemigos, hubiera tenido que trasvestirse y tomar otros nombres para ser aceptado. Encuentro que bastantes investigaciones “de género” son en realidad filosofía política, social y moral feminista. La palabra prohibida u objeto de rechazo no aparece, pero sí se presenta la panoplia completa de análisis y conceptos que el feminismo ha utilizado y utiliza. En ese caso, debo entender las circunstancias de su ocultación.

Y aún existe otro caso, menos estudiado y reflexionado todavía, que justifica ampliamente muchos de esos trabajos y hasta un cierto esencialismo: a lo largo del proceso de paridad la conciencia de un “nosotras” surge como un agregado necesario de la acción y los logros conseguidos. Este precipitado toma diversas formas, pero cierto esencialismo lo acompaña siempre. Y ese también debe ser admitido y analizado. Pero, pese a todo esto, el universalismo, mantengo, es el fundamento esencial del feminismo.

Un orden excluyente

Juana Francés: "Silencio" (1953).
Juana Francés: "Silencio" (1953).

Puede existir un universalismo excluyente. Es más, ha existido. Una democracia que se entienda como tal, pero que excluya completamente al sexo femenino de cualquier posición de autoridad, prestigio o poder. ¿En qué consiste la lucha del Sufragismo durante un siglo? A medida que la democracia va dando sus primeros pasos durante el siglo XIX demuestra que es absolutamente excluyente.

¿Cuál es el argumento sufragista? Que no hay principio de equidad e imparcialidad, de igualdad modulada como universalidad, puesto que no se puede excluir a nadie en razón de su sexo de todo aquello a lo que como ser humano tenga derecho. Las mujeres son, somos, humanos.

¿Cuál es la respuesta del orden excluyente? El gran conglomerado argumentativo y explicativo que conocemos como misoginia romántica: “¿Quién os ha dicho a las mujeres que sois seres humanos? No lo sois. Estáis a medio camino entre la naturaleza y la humanidad. Sois otra cosa, inferior o superior a lo meramente humano, pero, en todo caso, otra cosa. Que seáis seres humanos normalizables es una falsa concepción que os equivoca: varones y mujeres no son iguales, sino, por diferentes, complementarios. La ley o la costumbre no pueden ni deben mermar esa complementariedad, para mantener la cual es muy útil que no votéis y que os esté prohibido el acceso a las instituciones educativas medias y superiores”.

Estamos hablando de un orden excluyente que ha producido efectos, no de una broma. Los segmentos completos de cultura y de alta cultura, beligerantes, no son ninguna broma. ¿Cómo la palabra “feminista” va a tener buen crédito? Ha sido denostada tanto por el tradicionalismo como por la democracia excluyente.

Ya el siglo XVIII, tras la grande y extensa polémica feminista que lo recorre, contra las diversas vindicaciones feministas, sigue por el contrario la doctrina de Rousseau: la democracia ha de existir, pero ha de ser democracia excluyente. El siglo XIX opone al feminismo sufragista el renovado argumento rousseauniano: que las mujeres no pertenecen al orden político, humano, pertenecen al orden natural, por tanto no hay por qué extender hacia ellas derechos que no tienen con qué mantener.

En el feminismo de nuestro siglo acabante, el XX, una vez alcanzadas por el sufragismo las dos grandes reivindicaciones que hacen que podamos estar aquí hoy, el voto y el derecho a la educación (sin las cuales cada una estaríamos en nuestra casa haciendo género), el feminismo de los setenta se plantea otros objetivos: la reforma de toda ley discriminatoria, la propiedad completa sobre el propio cuerpo como la primera y principal propiedad individual ―mi cuerpo es mío―, contraconcepción, aborto, cambio en las formas de matrimonio y familia, nuevas relaciones morales, acceso a todas las profesiones y poderes... en fin, abolición del patriarcado.

El escamoteo de la memoria

Ahora preguntémonos: ¿tiene eso que caer bien? A las mismas personas del sexo femenino, algunas, que están encantadas con lo adquirido, puede no gustarles en absoluto el método de la adquisición... o quizá hasta lo desconocen.

¿Se puede estar dando un escamoteo de la historia? ¿Puede ocurrir que, en el caso de las mujeres como colectivo, estemos también sufriendo una ablación de la memoria? Supongamos que sí, que de alguna forma o alguienes, mediante acciones sistemáticas, impidan la genealogía del “nosotras”, del nosotras legítimo; impidan que nos reconozcamos en otras anteriores como herederas de sus ideas, de sus posiciones o de sus fines; impidan que les demos el honor debido. Supongamos que el orden patriarcal, como una de sus estrategias, invisibilice.

Cuando estudiamos todavía hoy Historia en el Bachillerato aprendemos cosas sobre el movimiento obrero (las Internacionales, la Comuna), aprendemos nombres (Marx, Engels, Bakunin, etc.), ¿dónde aprendemos la historia del sufragismo? Estudiamos el Siglo de las Luces, la libertad, el planteamiento por fin del “atrévete a saber”, la lucha contra la superstición y la intolerancia, la gloria de la razón... y de nuevo nombres, Hume, Rousseau, Voltaire... ¿dónde están el feminismo, sus debates y sus nombres, Mary Wollstonecrafl, Olimpia de Gouges y Condorcet? No suelen estar. ¿Hay o no hay escamoteo de la memoria?

Tengo la impresión de que hay temas que, si no se aprenden normalizadamente en la edad escolar, no logran grabar su propio surco: somos seres también de costumbres intelectuales. Aprendemos a ordenar las formas y modos de lo pertinente. Ciertos asuntos son objeto de discusión después, porque ya no han sido a su tiempo objeto de debate ordenado.

¿Es opinable si estuvo bien conseguir el voto de las mujeres? Ese hecho ya no es objeto de debate. Sin embargo, la misma persona que considera de sentido común esa victoria, “hombre, ¿cómo no vamos a votar?”, puede decir que eso del feminismo está mal, está superado, es excesivo... como si le faltara un eslabón, uno muy fuerte. Me temo que esto seguirá siendo todavía relativamente común hasta que al menos no se estabilicen en los propios textos los contenidos mínimos consensuados.

No debe transformarse en objeto de charlas desaforadas lo que tiene que ser objeto de simple aprendizaje. Dicho de otra forma, solo podremos afinar en ciertas cosas cuando otras más fundamentales y fuertes estén aseguradas.

El universalismo

Niki de Saint Phalle: "El baile" (1993).
Niki de Saint Phalle: "El baile" (1993).

De nuevo digo que corre una especie demasiado trivial que conviene deshacer: que el feminismo es cosa de ahora. Tiene, por el contrario, una fecha de origen con partida de nacimiento escrita, la filosofía barroca. Antes, pura y simplemente, no ha habido feminismo. Hubo, a veces, quejas, pero no feminismo, porque el feminismo es una articulación teórica política moderna.

Debemos trazar nítidamente los márgenes entre feminismo y discurso a propósito de las mujeres, pues son dos cosas. Hablar de mujeres, o hablar de lo que son las mujeres, o de lo que han sido, o de lo que deberían ser, es algo que se puede hacer perfectamente sin tener asumido el punto de vista del feminismo.

El feminismo es una articulación teórica singular que tiene su condición de posibilidad en la filosofía barroca y que a partir de ahí tiene tres grandes oleadas de desarrollo señaladas: el feminismo ilustrado, cuya obra principal y de cabecera es la Vindicación de Wollstonecraft; el feminismo sufragista, del que citaría como clásica la obra de Stuart Mill, La esclavitud de las mujeres (sin ocultar lo que en ella hay de Harriet Taylor) y también La biblia de las mujeres, organizada por Elizabeth Cady Stanton; y el feminismo tercera etapa, el feminismo de los setenta que tiene como obras principales La política sexual de Millet, la Dialéctica del sexo de Firestone, y el enorme precedente de El segundo sexo de Simone de Beauvoir. Es una tradición bastante estable. Reposa sobre el universalismo y se nutre del arsenal conceptual de la modernidad. En resumen afirma que las mujeres son hombres.

“Anthropos” son todos y cada uno de los seres humanos. Designa a los dos sexos, igual que lo hace “hombre” en castellano. Todos somos hombres. Los españoles pertenecemos a un dominio idiomático que distingue perfectamente entre varón y mujer, lo que no sucede en francés, en italiano, en alemán, en inglés... y en otras lenguas que solapan plenamente el nombre de la especie con el nombre del macho de la especie.

Una mujer puede a todo titulo decir “Yo soy un hombre”, con independencia de que el uso consagre también en nuestra lengua el solapamiento, y esta afirmación resulte para algunos confusa. Con la misma propiedad idiomática, en la propia ontología que el idioma forma, una mujer puede dejar de afirmar de sí misma “Yo soy un hombre”, pero lo es. Siempre se puede precisar que oponer “los hombres” y “las mujeres” es un uso impropio; es correcto “los varones” y “las mujeres”, porque hombres somos todos. Y en latín ocurre exactamente lo mismo con “homo”, “mulier” y “vir”. Sin embargo el problema no es idiomático.

Género, androcentrismo y poder

Cuando Lévi-Strauss estudia a los yanomamis y escribe “aquel día todo el pueblo se marchó por la mañana, cogieron las canoas y subieron río arriba. Nos quedamos completamente solos con las mujeres y los niños”, nos dice en qué cree. Cree que “todo el pueblo” son los varones; la otra mitad del pueblo, la que se había quedado, era como si no se hubiera quedado porque no es significativa. Esto es el falso universalismo, por poner un ejemplo trivial, pero de uso continuado en la lengua corriente.

Tales frecuentes solapamientos indican que el universalismo aún existe con sesgo de género. Eso que llamo ahora género y que, en efecto, es un barbarismo (que probablemente se acabará importando), es la forma corriente del androcentrismo. Nuestra cultura es androcéntrica, de modo que relaciona primariamente con el varón todo lo que es propio del común de la especie, del mismo modo que dota de excelencia a lo que sea peculiar por viril.

“Género” no en sí mismo diferente de lo que Hegel llamó Sittlichkeit en La Fenomenologfa del Espíritu, sin cambiarlo en nada pertinente. Lo que afirma Hegel es que es un acaso el nacer varón o mujer, un acaso del orden de la naturaleza, pero que la dimorfia en la especie humana está siempre significada: pertenecer a uno de los sexos hace que un individuo esté bajo una normativa específica, la de uno o la de otro, pues no hay normativa intermedia; por lo tanto, el sexo es una dimensión ética, no un hecho natural.

Ejemplifica esto Hegel con un comentario de la Antígona de Sófocles. La tragedia muestra, en su análisis, no solo la relación entre los sexos, el género, en la Grecia clásica, sino también los límites de la misma forma de conciencia griega. Pues bien, otro tanto sucede con las pretensiones del concepto de género cuando es manejado por la teoría feminista.

El género es un eje explicativo que no se limita a constatar las diferencias que la jerarquía sexual introduce en las relaciones de sujeto a sujeto, ni en aquellas de cada sujeto con su colectivo de referencia, sino que se extiende también a las relaciones genéricas en ellas mismas y al mundo que conforman. Porque una cosa es la jerarquía entre los sexos y otra cosa es el poder. Los separamos solo analíticamente porque en grandes tramos son lo mismo.

La paridad en los poderes

Manifestación por la igualdad de las mujeres el 26 de agosto de 1970 en Nueva York.
Manifestación por la igualdad de las mujeres el 26 de agosto de 1970 en Nueva York.

En principio no hemos de suponer que la naturaleza del poder cambie según quien lo detente. Si la naturaleza del poder fuera homogénea, como pensó Maquiavelo, siempre igual en todos los tiempos, igual resultaría que el príncipe se llamara Juan que Juana. Por esta hipótesis imaginamos que la naturaleza del poder es tal que no depende de quien lo detente. Imaginemos que hay otra distinta: que la jerarquía siempre connote masculinamente. Que las pocas Juanas habidas hayan debido ser Juanes o tener que lamentarlo si no lo supieron hacer.

En nuestro mundo, el acceso de una cantidad significativa de mujeres a puestos de relevancia en el poder político público, ¿cambia significativamente el poder? Los feminismos dan a esta cuestión diferentes respuestas y, en vista de ello, yo prefiero esta otra pregunta: la presencia significativa de mujeres en puestos de relieve, ¿cambia significativamente la jerarquía sexual? En otros términos: ¿es el género un eje explicativo que justo aparece cuando está a punto de desaparecer? Y ¿cómo lo hará, por anulación de características o por proliferación paródica?

Son cuestiones estas que el feminismo postmoderno se plantea en la actualidad para las que no hay respuestas unánimes. En todo caso pienso que, cuando esa presencia femenina en el poder sea numéricamente más significativa que ahora, sin duda alguna tendrá incidencia en la compleja y total estructura genérica. Sin embargo, y por el momento, no es tan significativa. Estoy convencida de que lo será en los próximos veinte años y por una razón muy simple: el sobreexceso de cualificación femenina. En la actualidad, en nuestro tipo social y político (sociedades industriales avanzadas con democracias estables y coberturas mínimas amplias), considerada la ratio por sexos, el colectivo completo de las mujeres menores de cincuenta años tiene mayor formación que el colectivo homólogo de varones.

En esas condiciones seguir manteniendo la exclusión es complicado. Nunca imposible, solo complicado. Y no solo por las organizadas presiones de las afectadas, sino porque, cualesquiera que sean, se apoyan en el fundamento mismo de este orden nuestro, de nuevo el universalismo. ¿Por qué? Porque la democracia es una meritocracia y no se puede desfundamentar ella misma por la sistemática práctica del desprecio de sexo.

Pero una cosa es que esto sea “casi” de sentido común y otra que nadie padezca mientras eso resuelva. La presencia femenina en el poder es todavía muy escasa y esos ámbitos son resistentes y hasta resistenciales. Si en este momento hay determinado acceso a puestos de toma de decisión en el poder político público, pequeño, ¿qué sucede en el poder económico?, ¿y en el saber y la autoridad?, ¿y en la creatividad?

Se ponen grandes esperanzas en el poder público y generalmente con razón. El poder político en particular es, dentro de nuestros poderes, el que está más sujeto a controles. Es, además y en general, un poder bastante apetecido pues, aun sujeto a controles, siempre hay bastantes descontrolados que creen que en su caso sabrán sorteados. Es un poder, por así decir, abierto a la ambición corriente. Es legítimo y, sin embargo, permite a algunos favorecer sus propios fines mientras lo sirven. Algunos, por ejemplo, llevan ideas y proyectos en la cabeza cuando acceden al poder político, esto es, fines... Otros calculan cómo forrarse, forrarse un poco más...; a veces incluso piensan en cómo forrarse más todavía.

Esa posibilidad de cumplir fines propios hace que sea el político un poder muy apetecido, en ocasiones, por algún tipo de gente, no precisamente devota del bien común, ni de las normas de cortesía. Esto viene a que si alguien tiene poder político público en un escenario en el que todavía la depredación está bien vista, la especie femenina cae al primer envite, aunque sea depredadora. Etología pura: el individuo peor se queda con el centro del aparato a la menor señal de que la veda se abre...

Solo cuando una democracia es muy sólida, está consolidada y guarda controles morales fuertes por parte de la sociedad civil sobre aquellos que ejercen los cargos públicos ―y esto pudiera estar conectado también con un sistema económico menos depredador―, entonces adviene el orden que permite que los mansos hereden la tierra, pues la propia idea de democracia no es otra cosa.

No hay que ser pesimista irredenta para calcular que falta todavía un buen trecho. De modo que al feminismo le interesa promover la paridad en los poderes, comenzando por el público, para cambiar lo indeseable de la misma jerarquía sexual y, en el camino, se tropieza con la democracia imperfecta. ¿Qué hacer?

Exigir y obtener la paridad en cualquier caso. Si bien la capacidad de corromper que puede tener un depredador es muy grande, y pese a que la mujer depredadora existe, la paridad mejora por lo general la decencia de lo público. Por lo común una depredadora en política casi siempre forma parte de una familia carismática que lleva depredando bastante tiempo y a ella le viene por genealogía directa. Otras redes con similares aficiones no suelen gustar de la presencia de mujeres por cooptación.

Lo privado y lo público

Las finanzas no están sometidas al mismo orden de lo público. Si un banco, por ejemplo, obtiene beneficios desmedidos, o pone a otro banco en estado de no competir, solo hay que tener en cuenta la legislación económica. Mientras no la contravenga, está operando con su dinero, es completamente libre de hacerlo. Sin embargo, el Estado está operando con el nuestro. El dinero con el que opera el Estado es público, es de todos, luego la depredación no puede ser admisible. Los criterios por los cuales se gasta y en qué se gasta el dinero tienen que ser públicos y dispuestos para ser conocidos públicamente y públicamente defendibles. El orden de exigencia es distinto.

Esto es un problema para la paridad. Puedo quejarme de que en la gran banca las mujeres no pintan nada, pero, de alguna manera, tengo que callarme. Puedo indignarme por razones generales, pero se me dirá que aquel es un ámbito privado. Donde tengo absoluta legitimidad para la protesta es siempre en lo público, si lo público no es imparcial, porque tiene el deber de serlo. Ahora bien, cuando lo público sea perfectamente imparcial, entonces cabe demandar a un sector distinto que cambie sus usos.

La paridad tiene que arrancar y conseguir su fuerza de lo público. Si no puedo ir a la economía privada en una disposición que no es la suya, para lo público sí somos todos jueces. Lo somos además por el fundamento mismo del sistema político, porque la ciudadanía consiste en esa capacidad.

Está pues comprometido el feminismo con alentar la publicidad de lo todavía privado, en los ámbitos económicos, sin ninguna duda. Y debe hacerlo tomando pie de sus conquistas en los ámbitos públicos por excelencia, los políticos. Su fundamento en el universalismo se lo permite y se lo exige.

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1 Cristina Alberdi, por ejemplo, lo utilizó en la expresión “violencia del género” en El País, y varias cartas y tribunas, incluida la del defensor del lector del diario, lo pusieron en solfa: ¿qué es eso del género, aparte de un barbarismo?, ¿qué rayos significa?, ¿será la violencia de los varones sobre las mujeres?, y ¿de qué género?, ¿de género violento? Lo cierto es que el significado de gender no coincide con lo que se quiere decir en castellano con género.

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