Referentes │ Shulamith Firestone: “El freudismo: un feminismo descarriado” (Primera parte)
“Tanto el freudismo como el feminismo surgieron como reacción contra uno de los períodos más puritanos de la civilización: la Era Victoriana.”
Si tuviéramos que apuntar hacia una corriente de pensamiento como la más característica de América en este siglo, bien cabría señalar la obra de Freud y las ciencias de ella derivadas. Nadie es inmune a su concepción de la vida humana; unos reciben dicha influencia de modo directo, estudiándola como disciplina académica (“psicología”); otros a través de la terapéutica personal —experiencia cultural corriente para los niños de clase media—; los más, a través de la impregnación de la cultura popular.
La nueva terminología ha invadido el habla cotidiana. El hombre medio piensa sobre sí mismo en términos de “perturbación emocional”, “neurosis” o “psicopatías”. Comprueba su “ello” a diario en busca de una “pulsión de muerte” y su “ego” en busca de alguna “debilidad”. Quienes le rechazan, son “egocéntricos”. Da por sentada la posesión de un “complejo de castración”, la “represión” de un deseo de acostarse con su madre, el haber experimentado o estar experimentando aún la “rivalidad fraterna”, el hecho de que las mujeres “envidien” su pene. Probablemente, verá en cada plátano o salchicha un “símbolo fálico”. Sus discusiones matrimoniales y procedimientos judiciales de divorcio operan de acuerdo con estas terminologías psicoanalíticas. Casi nunca sabe a ciencia cierta su significado, pero por lo menos está seguro de que su psiquiatra sí lo sabe.
El pequeño vienés de gafas y perilla, dormitando en su sillón, es uno de los estereotipos del (tenso) humor moderno. Llevaría bastante tiempo contabilizar el número de historietas gráficas referentes al psicoanálisis. Solo con respecto al diván, hemos creado ya toda una nueva simbología.
El freudismo se ha convertido —con sus confesionarios y sus actos de reparación, sus prosélitos y conversos, con todos los millones invertidos en su mantenimiento— en la Religión de nuestra época. Nuestros ataques incluyen siempre una leve desazón, porque ¿quién posee la seguridad de que en el día del juicio definitivo la razón no estará de su parte? ¿Quién posee el convencimiento de estar todo lo sano que debería? ¿Quién desarrolla toda su potencialidad? ¿Quién no está asustado de sus propios instintos? ¿Quién no odia a su padre y a su madre? ¿Quién no rivaliza con su hermano? ¿Qué muchacha no ha deseado alguna vez ser muchacho? Y para aquellos espíritus recios que persisten en su escepticismo, queda siempre la temible palabra: resistencia. Estos son los enfermos más graves, como su obstinación pone de manifiesto.
La reacción no se ha hecho esperar y ha sido encarnizada. Se han escrito libros y han brillado personalidades dedicadas exclusivamente al estudio de las contradicciones en las obras de Freud. Algunos se han hecho famosos profundizando exclusivamente en una pequeña parcela de su obra (por ejemplo, refutando el deseo de muerte o la envidia del pene) y otros, más audaces o más ambiciosos, han atacado los absurdos del conjunto global.
“El freudismo es tan censurado y a la vez tan imposible de repudiar porque Freud captó el problema crucial de la vida moderna: la sexualidad.”
No hay más que asistir a cualquier cocktail party para oír toda clase de teorías críticas. Algunos intelectuales llegan hasta relacionar la extinción de la comunidad intelectual americana con la importación del psicoanálisis. En contraposición a la religiosidad del freudismo, se ha fundado toda una escuela empírica behaviorista (a pesar de que la psicología experimental arrastra sus propios prejuicios). Poco a poco se ha ido deshojando todo el pensamiento freudiano y sus dogmas fundamentales han ido cayendo uno a uno hasta no quedar nada sobre lo que centrar los ataques.
Pero no muere. Se ha demostrado que la terapia psicoanalítica es ineficaz, que las ideas de Freud sobre la sexualidad femenina están equivocadas (cf. Masters y Johnson, acerca del mito del doble orgasmo) y, con todo, sus viejos conceptos siguen en boga. Los médicos siguen valiéndose de ellos. Es más, al final de cada nueva crítica se entona —entre sentimientos de culpabilidad— un himno de alabanza al Gran Padre iniciador de todo este proceso. Nadie se siente con fuerzas para acabar con él.
No creo que se deba únicamente a falta de valor para admitir, después de tantos años, la desnudez del emperador. Tampoco creo que el motivo sea siempre el temor a destruir la propia fuente de ingresos. Estoy convencida de que la mayor parte de las veces la misma integridad que les hace poner todo el sistema en entredicho, es la les impide destruirlo del todo. Su “conciencia” les dice “intuitivamente” que no se atreverán a descargar el golpe definitivo.
La razón estriba en que, aunque las teorías freudianas no sean verificables empíricamente, aunque la aplicación del freudismo a la práctica clínica haya llevado a verdaderos absurdos y ya en 1913 se observara que el propio psicoanálisis se identifica con la enfermedad que pretende curar —creando una neurosis sustitutiva de la precedente (todos hemos observado que cuantos se encuentran bajo tratamiento terapéutico se muestran más preocupados por sí mismos que en ningún otro período anterior y que han pasado a un estado de neurosis “perceptiva” rebosante de “regresiones”, “transferencias” amorosas y torturados soliloquios)—, no podemos evitar pensar que hay algo cierto en el fondo de todo este asunto. Y, aunque al preguntar repentinamente a quienes se encuentran bajo tratamiento terapéutico si este les ayuda o si merece la pena someterse a él, se encuentran totalmente confundidos, no por ello podemos permitimos el lujo de despreciarlo olímpicamente.
Freud conquistó la fantasía de todo un continente y de toda una civilización por una razón muy sólida. Aunque pueda parecer inconsistente, ilógico o “anticuado”, sus seguidores —con toda su lógica cautelosa, sus experimentos y sus revisiones— no tienen nada comparable que decir. El freudismo es tan censurado y a la vez tan imposible de repudiar porque Freud captó el problema crucial de la vida moderna: la sexualidad.
Comunidad de raíces entre freudismo y feminismo
1) Freudismo y feminismo han brotado del mismo suelo
No es casualidad que Freud iniciara su obra en el clímax del primer movimiento feminista. En la actualidad seguimos menospreciando la importancia de las ideas feministas de aquella época.
Las conversaciones a media voz acerca de la naturaleza del hombre y de la mujer, y de la posibilidad de la reproducción artificial (niños en probetas de cristal), recogidas por D. H. Lawrence en su Lady Chatterley’s Lover, no eran puramente imaginarias. El sexismo era el tema más candente del día. Lo único que hizo Lawrence fue captarlo y añadir sus propias opiniones. El sexismo selló también casi toda la obra de G. B. Shaw. La Nora de Ibsen en Casa de muñecas no era ningún ser anormal.
Estas discusiones estaban destrozando muchos matrimonios en la vida real. La nauseabunda descripción que Henry James nos da de las mujeres feministas en The Bostonians y las más comprensivas de Virginia Woolf en The Years y Night and Day, están arrancadas de la vida real. El mundo de la cultura reflejaba las actitudes y preocupaciones dominantes.
El feminismo fue un tema literario importante porque en aquellos momentos era un problema vital. Los escritores reflejaron aquello que veían, describieron el medio cultural en que respiraban. Pues bien, en este medio hervía la preocupación por las reivindicaciones feministas. La cuestión de la emancipación de la mujer afectaba a cada una de ellas, tanto si tomaba parte activa en la defensa de dichas reivindicaciones como si luchaba desesperadamente contra ellas.
“Tanto el freudismo como el feminismo surgieron como reacción contra uno de los períodos más puritanos de la civilización; pero Freud se limitó a ser un diagnosticador de aquello que el feminismo se propone curar.”
Las viejas películas de la época muestran la creciente solidaridad de las mujeres, reflejan su impredecible línea de comportamiento y su examen aterrorizador y a menudo desastroso de los papeles jugados por cada sexo. Nadie quedó inmune a las violentas consecuencias del estallido. Y esto no fue algo privativo del hemisferio occidental: Rusia experimentaba por esta época con la abolición de la familia.
Con el cambio de siglo, en el pensamiento político y social, lo mismo que en la cultura literaria y artística, pululaba un tremendo fermento de ideas con respecto a la sexualidad, al matrimonio, a la familia y a la función de la mujer. El freudismo fue solo uno de los productos culturales de tal fermentación.
Tanto el freudismo como el feminismo surgieron como reacción contra uno de los períodos más puritanos de la civilización —la Era Victoriana—, caracterizado por su énfasis sobre la institución familiar y, en consecuencia, por su represión y opresión sexual exageradas. Ambos movimientos fueron un toque de atención; pero Freud se limitó a ser un diagnosticador de aquello que el feminismo se propone curar.
2) Freudismo y Feminismo están hechos del mismo material
El gran éxito de Freud fue el redescubrimiento de la sexualidad. Freud entendió la sexualidad como la fuerza vital básica; el modo en que dicha libido se estructuraba en el niño, determinaba la psicología del individuo (quien, a su vez, recreaba en sí mismo la de la especie histórica). Descubrió que, para adaptarse a la civilización actual, el ser sexuado debe pasar por un proceso de represión durante la infancia. Todos los individuos sufren dicho proceso, pero unos lo sobrellevan con menos éxito que otros, produciéndose entonces en ellos una inadaptación de gravedad mayor (psicosis) o menor (neurosis), que a menudo basta para incapacitar totalmente al individuo.
La solución propuesta por Freud tiene menos envergadura y, de hecho, ha producido verdaderos estragos. En ella se supone que el paciente, por medio de un proceso que le permite desenterrar las represiones frustrantes, reconocerlas conscientemente y examinarlas a plena luz, será capaz de aceptar o de rechazar conscientemente —en vez de reprimir subconscientemente— los deseos perturbadores del ello.
Este proceso terapéutico se emprende con la ayuda de un psicoanalista por medio de la “transferencia”, según la cual el psicoanalista actúa en sustitución de la figura autoritaria original que se encuentra en las raíces de la neurosis represiva. Al igual que la curación religiosa o la hipnosis (que Freud estudió y cuya influencia recibió), la “transferencia” actúa por implicación emocional más que por puro razonamiento. El paciente “se enamora” de su analista; al “proyectar” el problema sobre la superficie —supuestamente intacta— de la relación terapéutica, lo arranca de sí para conseguir su curación. Lo que pasa es que este mecanismo no resuelve nada.1
Freud, en la tradición de la ciencia “pura”, examinó las estructuras psicológicas sin poner atención al hecho de que estas existían en un contexto social. Si tenemos en cuenta su propia estructura psíquica y sus prejuicios culturales —era un mezquino tirano de la vieja escuela, para quien ciertas verdades sexuales podían resultar excesivamente costosas—, difícilmente se podía esperar que incluyera un examen de esta especie en su quehacer vital. (Wilhelm Reich fue uno de los pocos en seguir esta senda). Añadamos a ello que, al igual que Marx no pudo prever el advenimiento de la cibernética, Freud no tuvo el conocimiento decisivo de la posibilidad tecnológica que nosotros tenemos.
El Complejo de Edipo
Tanto en el caso de que podamos censurar a Freud como persona, como en el caso de que sea imposible hacerlo, en su omisión de un examen de la sociedad misma tenemos la causa responsable de la confusión surgida en las ciencias derivadas de su teoría. Agobiados por los problemas insuperables que la puesta en práctica de una contradicción de base suponía —la resolución de un problema dentro del mismo medio que lo había creado—, sus seguidores empezaron a atacar uno tras otro todos los elementos de su teoría, hasta dejarla en mantillas.
¿Había algún elemento aprovechable en tales ideas? Reexaminemos de nuevo algunas de ellas, esta vez desde un punto de vista feminista radical. Estoy convencida de que Freud hablaba sobre algo real, aunque sus ideas, tomadas al pie de la letra, llevaron al absurdo —su genio era más poético que científico y, por tanto, sus ideas resultan más valiosas como metáforas que como verdades literales.
Desde esta perspectiva, examinemos en primer lugar el Complejo de Edipo —piedra angular de la teoría freudiana—,2 que afirma que el niño varón desea poseer sexualmente a su madre y matar a su padre, y que el miedo a ser castrado por este le obliga a reprimir tal deseo. El mismo Freud afirmó en su último libro:
Me atrevo a afirmar que, aunque el psicoanálisis no pudiera alardear de más logros que del descubrimiento del Complejo de Edipo, este solo bastaría para permitirle ser contado entre las más preciadas conquistas de la humanidad en estos últimos tiempos.
Comparemos esta afirmación con la de Andrew Salter en The Case Against Psychoanalysis:
Ni los más entusiastas seguidores de Freud pueden evitar sentirse confundidos por las contradicciones implicadas en el Complejo de Edipo. El Diccionario Psiquiátrico dice a propósito: “El futuro del Complejo de Edipo no se comprende con mucha claridad”. En mi opinión, podemos hablar con toda seguridad acerca de dichas perspectivas futuras. El destino del Complejo de Edipo será el mismo que el de la alquimia, la frenología y la quiromancia. El destino del Complejo de Edipo será el olvido.
Para Salter, dicho complejo está plagado de las contradicciones comunes a toda teoría que presume que el contexto social —causa del complejo— es inmutable:
La teoría de Freud acerca de la desaparición “normal” del Complejo de Edipo, adolece de inconsistencia crítica en su lógica interna. Si aceptamos la afirmación de que la desaparición del Complejo de Edipo se consigue a través del miedo a la castración, ¿no parece que damos por sentado que la normalidad se adquiere como resultado del miedo y la represión ejercidos sobre el niño? Y, ¿acaso la adquisición de la salud mental por medio de la represión no está en flagrante contradicción con las más elementales doctrinas freudianas? (La cursiva es mía).
Por mi parte, yo sugiero que el único modo de comprender el Complejo de Edipo en toda su lógica, es en términos de poder. Debemos recordar que Freud observó este complejo como elemento común a todos los individuos que se desarrollan en el seno de la familia nuclear de una sociedad patriarcal —forma de organización social que intensifica los peores efectos de las desigualdades inherentes a la propia familia biológica. Existen algunas pruebas que llevan a demostrar la disminución de los efectos del Complejo de Edipo en aquellas sociedades en que el hombre dispone de menos poder y que el debilitamiento del patriarcalismo conlleva gran número de cambios culturales atribuibles quizás a dicha relajación.
“En la familia-tipo el hombre es quien aporta el sustento y por ello los demás miembros crean un vínculo de dependencia para con él. Establece además un pacto implícito por el que accede a mantener a su mujer a cambio de sus servicios.”
Echemos una mirada a esta familia nuclear patriarcal, en cuyo seno aparece con rasgos tan definidos el Complejo de Edipo. En la familia-tipo de esta especie el hombre es quien aporta el sustento y por ello los demás miembros crean un vínculo de dependencia para con él. Establece además un pacto implícito por el que accede a mantener a su mujer a cambio de sus servicios: cuidado de la casa, sexo y reproducción. Los hijos que ella le da, son aún más dependientes, si cabe. Legalmente son propiedad del padre (una de las primeras campañas del primer Movimiento por los Derechos de las Mujeres atacó las disposiciones que privaban a la mujer, en caso de divorcio, de la custodia de los hijos), cuyo deber es alimentarlos y educarlos —”moldearlos” a fin de que puedan ocupar su puesto en la sociedad en que él vive, cualquiera que ella sea. A cambio, espera aquella perpetuación de bienes y apellido que tantas veces confundimos con la inmortalidad. Sus derechos sobre los hijos son completos. Estos no pueden escapar a su posesión hasta su mayoría de edad y para entonces el moldeado psicológico ha sido ya realizado; en otras palabras, están preparados para re-iniciar todo el proceso.
Es importante recordar que las versiones más recientes de la familia nuclear pueden haber desfigurado este tipo de relación esencial hasta el punto de hacerlo irreconocible, pero siguen reproduciendo el mismo triángulo de dependencias: padre, madre, hijo.
Aunque la mujer haya recibido una educación equivalente (a veces olvidamos las arduas conquistas del Movimiento por los Derechos de las Mujeres: en tiempos de Freud las mujeres no recibían educación ni encontraban trabajo), pocas veces le resulta posible —dada la desigualdad de la demanda— ganar tanto dinero como el marido (y ¡pobre matrimonio aquel en que esto suceda!). Pero, aunque así fuera, en cuanto empieza a engendrar hijos y a hacerse cargo de ellos, se encuentra otra vez totalmente incapacitada. Conceder la total independencia a la mujer y a los hijos supondría eliminar no solo la familia nuclear patriarcal, sino también la misma familia biológica.
Amor y temor
Este es, pues, el clima opresivo en que se desarrolla el niño. Desde los primeros momentos es extremadamente sensible a esta jerarquía de poderes. Sabe perfectamente que en todos los aspectos —física, económica y emocionalmente— depende completamente y, por tanto, está a la total disposición de sus progenitores, quienesquiera que estos sean. De entre los dos, sin embargo, él siempre preferirá a su madre. Existe un vínculo de opresión que lo liga a ella; él sufre la opresión de ambos progenitores y ella sufre, por lo menos, la de uno. El padre, en la medida de la comprensión infantil, posee el control. (“¡Aguarda a que tu padre llegue de la oficina!, ¡verás la paliza que te espera!”). El niño percibe entonces la posición de su madre como intermedia entre la autoridad y la impotencia. Si esta comete alguna injusticia, él puede acudir a su padre; pero si este le pega una paliza, poco podrá hacer aquella más que ofrecerle té y simpatía. Si su madre es sensible a la injusticia, utilizará quizás sus tácticas y lágrimas para ahorrarle algunos golpes. Pero también el niño es maestro en esto de las tácticas y las lágrimas a esta edad y sabe que las lágrimas no tienen punto de comparación con la fuerza física. Además, su eficacia es limitada y está en función de muchas variables (“un mal día en la oficina”, etc.). En cambio, la fuerza física o la simple amenaza de su utilización es un factor incontrovertible.
En la familia tradicional existe una polaridad paterna: se espera de la madre que ame abnegadamente al hijo, incondicionalmente incluso, mientras que el padre, por otro lado, raramente asume un interés activo por él —desde luego, no en el aspecto de sus cuidados íntimos— y, más tarde, cuando el hijo ha crecido ya, su amor es condicionado —está en función de los logros y éxitos obtenidos.
Dice Erich Fromm en su libro El arte de amar:
Hemos hablado ya acerca del amor materno. El amor materno es, por su propia naturaleza, incondicional. La madre ama al recién nacido porque es su hijo, no porque este haya cumplido ningún requisito ni haya respondido a ninguna esperanza concreta… La relación para con el padre es de signo bastante diverso. La madre es el hogar de donde derivamos, la naturaleza, el suelo, el océano; el padre no representa ningún hogar natural de dicha especie. Durante los primeros años de la vida del niño pocos vínculos existen entre ambos y su importancia es para el hijo mucho menor que la de la madre en estas primeras etapas. Pero, aunque no represente al mundo natural, el padre sí representa el otro polo de la existencia humana: el mundo intelectual, de los logros humanos, de la ley y el orden, de la disciplina, de los viajes y la aventura. El padre es quien enseña al niño, quien le muestra el camino hacia el mundo exterior… El amor paterno es un amor condicionado. Su máxima es: “Yo te amo porque respondes a lo que espero de ti, porque cumples con tu deber, porque te pareces a mí”… En esta transición de un apego de polaridad materna a otro de polaridad paterna, y en su eventual síntesis, se fundamenta la base de la salud mental y de la adquisición de la madurez.
Si estas palabras no hubieran sido ciertas en el momento en que se escribieron, lo serían ahora. El libro de Fromm sobre el amor ha sido traducido a diecisiete idiomas y se han vendido, según se dice en la contraportada, un millón y medio de ejemplares solo en lengua inglesa. Más adelante me ocuparé con mayor detalle de la naturaleza del amor tal como esta última cita expone y la clase de daños que este ideal produce tanto en la madre como en el hijo. Por ahora me centraré únicamente en la relación que esta polaridad tradicional guarda para con el Complejo de Edipo.
“Hay elementos de la teoría freudiana que se comprenden en toda su amplitud, cuando se los examina en términos de poder, es decir, en términos políticos.”
A diferencia de otros, Freud no menospreció los procesos interiores del niño hasta la edad de seis años. Si las necesidades básicas del pequeño son satisfechas por su madre, si es vestido, alimentado y acariciado por ella, si por ella es amado de manera “incondicional”, frente al amor “condicionado” del padre —al que raras veces ve y aún entonces solo para recibir el castigo o la “aprobación masculina”— y si, además, intuye que él y su madre se encuentran unidos frente a un padre más poderoso, al que deben agradar y apaciguar, entonces sí resulta cierto que todo varón normal se identifica en primer lugar con la hembra de la especie.
Con referencia al deseo que siente por la madre, también habrá que admitir su veracidad. Ahora bien, es absurdo llegar a las conclusiones a que una interpretación literal de Freud puede conducirnos. Es imposible que el niño piense en unirse sexualmente a su madre. Lo más probable es que el niño sea incapaz siquiera de imaginar cómo debería arreglárselas para un acto de esta clase. Tampoco se encuentra suficientemente desarrollado físicamente para sentir necesidad de una distensión orgásmica. Sería más correcto concebir dicha necesidad sexual en forma más generalizada y negativa; es decir, solo posteriormente y debido a la estructuración de la familia en torno al tabú del incesto, se separará la respuesta sexual de otros tipos de respuestas físicas y emocionales. Al principio, todas ellas forman una unidad integrada.
¿Qué sucede a los seis años, cuando repentinamente empieza a esperarse del niño que empiece a “comportarse como es debido”, a actuar como un hombrecito? Por todas partes se oyen las expresiones “identificación masculina” o “imagen del padre”. Los bonitos juguetes del año anterior desaparecen. Se le induce a empezar la práctica del baseball. Se multiplican los camiones y los trenes eléctricos. Si llora, se le llama “niñita”; si corre hacia su madre, “perrito faldero”. De improviso, su padre asume un interés activo hacia él (“lo estáis echando a perder”).
El niño teme a su padre, y no le faltan motivos. Sabe que, entre sus dos progenitores, su madre está mucho más cerca de él. La mayor parte de las veces ha podido constatar que su padre hace a su madre desgraciada, que la hace llorar, que no le dirige excesivamente la palabra, que discute mucho con ella, que la lastima (esta es la razón por la que, si ha tenido ocasión de observar sus relaciones sexuales, las interpretará sobre la base de los datos que ha ido almacenando y creerá que el padre está atacando a la madre).
Sin embargo, sin previo aviso se espera de él que se identifique con este extraño brutal. ¡Desde luego que no lo hará! Se resiste. Empieza a soñar con seres que le aterrorizan. Hasta de su propia sombra se asusta. Cuando va a la peluquería, llora. Está convencido de que su padre le cortará el pene, porque no se comporta como el “hombrecito” que debería ser.
Esta es su “difícil fase transitoria”. ¿Qué es lo que al fin convence al niño normal para que invierta su identificación? Fromm lo formula maravillosamente:
Es cierto que el padre no representa el mundo natural, pero representa el otro polo de la existencia humana: el mundo intelectual, de los logros humanos, de la ley y el orden, de la disciplina, de los viajes y la aventura. El padre es quien enseña al niño, quien le muestra el camino hacia el mundo exterior…
Pues bien, este algo que vence sus resistencias, es la oferta del mundo condicionada a su crecimiento. Se le pide una transición del estado de impotencia —niños y mujeres— al estado de poder potencial —hijo (extensión del ego) de su padre. Los niños no suelen ser tontos. Su intención no es la de encadenarse al estilo de vida limitado y mísero de las mujeres. Les interesan estos viajes y aventuras. Pero se trata de una tarea ardua, porque en el fondo desprecian a su padre y a todo su poder. Sus simpatías están con su madre. Pero ¿qué pueden hacer? “Reprimen” el profundo apego emocional que sienten hacia su madre, “reprimen” el deseo de matar a su padre e ingresan en el honorable estado de la virilidad.
No es de extrañar que esta transición deje tras sí un residuo emocional, un “complejo”. El niño varón, para poder salvar su propia piel, ha abandonado y traicionado a su madre, alistándose en las filas de su opresor. Se siente culpable. Sus emociones ante las mujeres como clase se resienten de ello. La mayor parte de los hombres han salido triunfantes de esta transición a un estado de poder sobre los demás; otros, en cambio, siguen atascados en el intento.
Hay otros elementos de la teoría freudiana que se comprenden en toda su amplitud, cuando se los examina en términos de poder, es decir, en términos políticos; el feminismo, como antídoto, elimina la parcialidad sexual que produjo la distorsión inicial.
_____________________________
1 R. P. Knight, en su estudio “Evaluation of the Results of Psychoanalytic Therapy”, aparecido en American Journal of Psychiatry (1941), descubrió que el psicoanálisis era un fracaso completo en el 56.7% de los pacientes por él estudiados, y que solo en un 43.3% había tenido éxito. De ello resulta que el psicoanálisis había tenido más fracasos que éxitos. En otro estudio, aparecido en 1952, Eysenck mostraba un índice de mejoría en los pacientes que habían sido tratados por medio del psicoanálisis, que alcanzaba a un 44%; en los pacientes sometidos a psicoterapia, un índice de mejoría del 64%; y en aquellos que no habían recibido ningún tratamiento, un índice de mejoría del 72%. Otros estudios (Barron y Leary, 1955; Bergin, 1963; Cartwright y Vogel, 1960; Truaux 1963; Powers y Witmer, 1951), confirman estos resultados negativos.
2 Si hago referencia al niño varón antes que a la hembra, es porque Freud —y toda nuestra cultura— lo colocan siempre en primer lugar. Hasta para poder criticar a Freud con propiedad, nos veremos obligadas a seguir el orden de prioridades establecido por él en su obra. Además, como el mismo Freud comprendió, el Complejo de Edipo tenía mucha mayor trascendencia cultural que el de Electra; también yo intentaré demostrar que es mucho más perjudicial psicológicamente, aunque no sea más que por el hecho de que, en una cultura dominada por el sexo masculino, el daño infligido a la psique masculina tiene consecuencias de mayor alcance. (N. del A.)
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