Referentes │ Mary Wollstonecraft: “Vindicación de los derechos de la mujer”
“En la medida que la política honesta vaya difundiendo la libertad, la humanidad, incluidas las mujeres, se hará más sabia y virtuosa.”
No exenta de afirmaciones polémicas, Vindicación de los derechos de la mujer (1792) es la obra más conocida de Mary Wollstonecraft y uno de los textos fundacionales del pensamiento feminista. Aquí, la autora argumenta ―contra las ideas imperantes en su época― que la mujer no es por su naturaleza inferior al hombre, que ambos deberían recibir la misma educación, que debería tratárselas como seres racionales, y que el comportamiento frívolo y astuto que caracterizaba a muchas mujeres de entonces no era consecuencia de su condición femenina, sino del rol que la sociedad les concedía y la manera en que se las obligaba a someterse a la voluntad de los hombres.
La defensa que hizo Wollstonecraft de la igualdad entre los sexos, sus fuertes críticas a la feminidad convencional y su propia vida amorosa, que se apartó de las costumbres y normas morales establecidas durante siglos, fueron uno de los ejemplos más influyentes para el despertar de la conciencia femenina y la lucha por la emancipación de las mujeres.
Vindicación de los derechos de la mujer (fragmentos)
Me parece necesario extenderme en estas verdades obvias, ya que las mujeres han sido aisladas, por así decirlo. Y al tiempo que se las ha despojado de las virtudes que visten a la humanidad, se las ha engalanado con gracias artificiales que les permiten ejercer una breve tiranía.
Como el amor ocupa en su pecho el lugar de toda pasión más noble, su única ambición es ser hermosa para suscitar emociones en vez de inspirar respeto. Y este deseo innoble ―igual que el servilismo en las monarquías absolutas― destruye toda fortaleza de carácter. La libertad es la madre de la virtud y si por su misma constitución las mujeres son esclavas y no se les permite respirar el aire vigoroso de la libertad, deben languidecer por siempre y ser consideradas como exóticas y hermosas imperfecciones de la naturaleza.
En cuanto al argumento sobre la sujeción en la que siempre se ha mantenido a nuestro sexo, lo devuelvo al hombre. La mayoría siempre ha sido subyugada por una minoría. Monstruos que apenas han exhibido un rasgo de excelencia humana, han tiranizado a cientos de sus semejantes.
¿Por qué los hombres que descuellan por su talento se han sometido a tal degradación? Por la misma razón que no se reconoce universalmente que los reyes, en su conjunto, han sido siempre inferiores en capacidad y en virtudes al mismo número de hombres tomados de la masa común de la humanidad.
¿No es esto así todavía, no se los trata con un grado de reverencia que insulta a la razón? China no es el único país donde se ha divinizado a un hombre vivo. Los hombres se someten a una fuerza superior para disfrutar con impunidad del placer del momento. Las mujeres solo han hecho lo mismo y, por eso, hasta que se demuestre que es inmoral el cortesano servil que se humilla ante los derechos de nacimiento de otro hombre, no podrá decirse con razón que la mujer es en esencia inferior al hombre por el hecho de que este siempre la haya subyugado.
Hasta ahora la fuerza bruta ha gobernado el mundo, y según los filósofos ―escrupuloso en su empeño de dar al hombre un conocimiento útil sobre esa distinción―, la ciencia política se encuentra en su infancia.
No persistiré en este argumento más allá de establecer una conclusión obvia: en la medida que la política honesta vaya difundiendo la libertad, la humanidad, incluidas las mujeres, se hará más sabia y virtuosa.
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Si la fuerza corporal es con cierta razón la vanagloria de los hombres, ¿por qué las mujeres son tan engreídas como para sentirse orgullosas de un defecto? Rousseau les ha proporcionado una excusa verosímil, que solo se le podía haber ocurrido a un hombre cuya imaginación ha corrido libre y pule las impresiones producidas por unos sentidos exquisitos, que ciertamente tendrían un pretexto para rendirse al apetito natural sin violar una especie de modestia romántica que satisface el orgullo y libertinaje del hombre.
Las mujeres, engañadas por esos sentimientos, a menudo se vanaglorian de su debilidad, obteniendo con astucia poder al representar la debilidad de los hombres. Y pueden vanagloriarse bien de su dominio ilícito porque, como los bajás turcos, tienen más poder real que sus señores. Pero la virtud se sacrifica a las satisfacciones temporales y la vida respetable al triunfo de una hora.
“Hasta que no se eduque a las mujeres de modo más racional, el progreso de la virtud humana y el perfeccionamiento del conocimiento recibirán frenos continuos.”
Las mujeres, como los déspotas, quizá no tengan más poder que el que obtendrían si el mundo, dividido y subdividido en reinos y familias, estuviera gobernado por leyes deducidas del ejercicio de la razón. Pero, para seguir la comparación, en su obtención se degrada su carácter y se esparce la licencia por todo el conjunto de la sociedad. La mayoría se convierte en la peana de unos cuantos.
Así pues, me aventuraré a afirmar que hasta que no se eduque a las mujeres de modo más racional, el progreso de la virtud humana y el perfeccionamiento del conocimiento recibirán frenos continuos. Y si se concede que la mujer no fue creada simplemente para satisfacer el apetito del hombre, o para ser la sirvienta más elevada, que le proporciona sus comidas y atiende su ropa, entonces sería forzoso admitir que el primer cuidado de las madres o padres que se ocupan realmente de la educación de las mujeres debería ser, si no fortalecer el cuerpo, al menos no destruir su constitución por nociones erróneas sobre la belleza y la excelencia femenina. Y no debería permitirse nunca a las jóvenes aceptar la perniciosa idea de que un defecto puede, por cierto proceso químico de razonamiento, convertirse en una excelencia.
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Si se educa a la mujer para la dependencia, es decir, para actuar según la voluntad de otro ser falible, y se la somete al poder ―recto o erróneo― de los hombres, ¿dónde hemos parado? ¿Debe considerarse a las mujeres igual que esos gobernantes inferiores, a quienes se les permite reinar sobre un pequeño dominio y luego se les pide cuentas de su conducta ante un tribunal que es superior en autoridad pero arbitrario?
No sería difícil demostrar que esas voluntades delegadas actuarán como lo hacen los hombres sometidos por miedo, y harán padecer a sus hijos y siervos su opresión tiránica. Puesto que se someten sin razón y no cuentan con reglas fijas por las que ajustar su conducta, serán amables o crueles según les dicte el capricho del momento. Y no debe asombrarnos que a veces, mortificadas por su pesado yugo, encuentren un placer maligno en hacer descansar su carga en hombros más débiles.
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No me remontaré a los anales de la antigüedad para seguir las huellas de la historia de la mujer. Es suficiente con admitir que siempre ha sido una esclava o una déspota y señalar que cada una de estas situaciones retarda por igual el progreso de la razón. Siempre me ha parecido que la gran fuente del vicio y la insensatez femenina es la estrechez mental, y que la misma constitución de los gobiernos civiles ha colocado en el camino de las mujeres obstáculos casi insuperables para impedirles el cultivo del entendimiento. Pero la virtud no puede basarse en otros cimientos. En el camino de los ricos se han arrojado los mismos obstáculos, con las mismas consecuencias.
De forma proverbial, se ha dicho que la necesidad es la madre de la invención. El aforismo podría extenderse a la virtud. Es una adquisición que conlleva el sacrificio del placer. ¿Y quién sacrifica su propio placer cuando se tiene al alcance de la mano, o cuando la adversidad no le ha abierto o fortalecido la mente, o cuando la necesidad no lo ha espoleado a buscar el conocimiento?
Es bueno que la gente tenga que luchar con las preocupaciones de la vida. Eso evita que, por simple indolencia, se entregue a los vicios que la debilitan. Pero si se pone a hombres y mujeres desde su nacimiento en una zona tórrida, con el sol meridiano del placer apuntándolos directamente, ¿cómo pueden reforzar sus mentes para cumplir con las obligaciones de la vida, o incluso para saborear los afectos que los transportan fuera de ellos mismos?
Según el carácter de la sociedad de hoy, el placer es el asunto central en la vida de las mujeres y, mientras continúe siendo así, poco puede esperarse de esos seres débiles. Han heredado la soberanía de la belleza, que a su vez es causa del primer bello defecto de su naturaleza, pues para mantener su poder tienen que renunciar a los derechos naturales que el ejercicio de la razón les habría procurado y elegir ser reinas efímeras, en lugar de trabajar para obtener los sobrios placeres que nacen de la igualdad.
Exaltadas por su inferioridad ―parece una contradicción―, exigen una permanente deferencia como mujeres, aunque la experiencia debía enseñarles que los hombres que se precian de conceder este respeto arbitrario e insolente al sexo femenino son, siempre, los más inclinados a tiranizarlas y a despreciar en ellas la misma debilidad que animan.
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¡Ay!, ¿por qué las mujeres ―escribo con cariñosa solicitud― aceptan recibir un grado de atención y respeto de los hombres tan distinto de la reciprocidad que el dictado de la humanidad y la civilización autorizan entre los hombres? ¿Y por qué no descubren, “cuando están en el apogeo del poder de la belleza”, que las tratan como reinas solo para engañarlas con un falso respeto, hasta que renuncien o no asuman sus prerrogativas naturales?
Confinadas en jaulas como la raza emplumada, no tienen nada que hacer sino acicalarse el plumaje y pasearse de percha en percha. Es cierto que se les proporciona alimento y ropa sin que se esfuercen o tengan que dar vueltas. Pero a cambio entregan salud, libertad y virtud.
¿Dónde se ha encontrado entre la humanidad una mujer con suficiente fuerza mental para renunciar a esos privilegios fortuitos, alguien que se sobreponga a las normas con la dignidad calmada de la razón y se atreva a sentirse orgullosa de las prerrogativas inherentes al hombre? Es vano esperar algo así mientras el poder hereditario de la belleza ahogue los afectos y corte en ella los brotes de la razón.
Así, las pasiones de los hombres han colocado en tronos a las mujeres y hasta que la humanidad se vuelva más juiciosa, no ha de temerse que las mujeres se aprovechen de ese poder que obtienen con el menor esfuerzo y que es el más incontestable. Sonreirán ―sí, sonreirán― aunque se les diga:
En el imperio de la belleza no hay punto medio
y la mujer, sea esclava o reina,
pronto es menospreciada cuando no adorada.1
Pero como la adoración llega primero, no se prevé el menosprecio.
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Como solo se les ha enseñado a agradar, las mujeres siempre están alertas para ello y se esfuerzan con ardor verdadero y heroico por ganar corazones, simplemente para luego renunciar a ellos o desdeñarlos cuando ya la victoria está decidida y es evidente.
Debo descender a las menudencias del tema. Lamento que las mujeres sean sistemáticamente degradadas al recibir las atenciones frívolas que los hombres consideran varonil otorgarles, cuando en realidad lo que hacen es reafirmar de manera insultante su propia hegemonía. No es condescendencia doblegarse ante un inferior. De hecho, estas ceremonias me parecen tan ridículas que casi no logro contener mis músculos cuando veo a un hombre apurarse en levantar un pañuelo con ávida y formal gentileza, o cerrar una puerta, cuando la dama podría haberlo hecho por sí misma con solo moverse un paso o dos.
Un deseo salvaje ha fluido de mi corazón a mi cabeza y no lo reprimiré aunque pueda provocar carcajadas. Quiero sinceramente ver cómo la distinción entre los sexos se confunde en sociedad, menos en los casos donde un verdadero amor anima la conducta. Porque estoy segura de que esa distinción es la base de la debilidad de carácter que se atribuye a la mujer. Es la causa por la cual se niega el entendimiento, mientras se adquieren dotes con cuidadoso esmero. Y la misma causa hace que prefiera la elegancia antes que las virtudes cívicas.
“Confinadas en jaulas como la raza emplumada, no tienen nada que hacer sino acicalarse el plumaje y pasearse de percha en percha. Es cierto que se les proporciona alimento y ropa sin que se esfuercen o tengan que dar vueltas. Pero a cambio entregan salud, libertad y virtud.”
Todo ser humano quiere ser amado y respetado por alguien, y las masas comunes siempre toman el camino más próximo para satisfacer sus deseos. El respeto otorgado a la riqueza y la belleza es el más cierto e inequívoco y, por supuesto, siempre atraerá la mirada vulgar de las mentes comunes.
Las facultades y virtudes resultan totalmente necesarias para hacer notorios a los hombres de clase media, y la consecuencia natural es evidente: la clase media contiene más virtudes y facultades. De este modo, los hombres cuentan al menos con un incentivo para esforzarse con dignidad y ascender mediante el ejercicio de aquellas cualidades que perfeccionan a una criatura racional.
Pero en su conjunto el sexo femenino se encuentra, hasta que su carácter se forma, en las mismas condiciones que los ricos. Nacen ―hablo ahora de un estado de civilización― con ciertos privilegios. Y mientras se les otorguen de modo gratuito esos privilegios, pocos pensarán en hacer más de lo obligado para obtener la estima de un pequeño número de gentes superiores.
¿Cuándo oímos hablar de mujeres que, comenzando en la oscuridad, reclaman con valentía que se las respete por sus grandes facultades o sus invulnerables virtudes? ¿Dónde se encuentra a esas mujeres?
“Que se los mire, atienda y trate con simpatía, complacencia y aprobación es todo cuanto buscan”. ¡Cierto!, dirán tal vez los lectores masculinos. Pero, antes de que saquen conclusiones, debo recordarles que esa frase no se escribió para describir a las mujeres, sino a los ricos.
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1 Versos de Anna Barbauld (1743-1825), escritora habitual de la editorial de J. Johnson y colaboradora de la Analytical Review, especialmente en temas de educación.
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