Anita Malfatti: La “protomártir” del arte moderno brasileño
La obra vanguardista de Anita Malfatti (1889-1964) fue incomprendida, cuando estaba introduciendo el modernismo en las artes plásticas brasileñas.
Hoy, Brasil es uno de los centros culturales más importantes no solo de América, sino del mundo en general. La impresionante apuesta de Lucio Costa y Oscar Niemeyer por una ciudad totalmente nueva para ubicar en ella la capital del país, la Bienal de São Paulo o el Museo de Arte Contemporáneo de Niterói hacen difícil creer el atraso que prevalecía en materia artística en la nación sudamericana hace poco más de una centuria.
En efecto, a inicios del siglo XX Brasil se hallaba sumido en un ambiente muy conservador en términos de producción y recepción del arte. Los grandes núcleos urbanos entraban de a poco en la dinámica industrial moderna. Se acentuaba el nacionalismo e incluso, con el Código Civil de 1916 se reconocieron derechos fundamentales de las mujeres. Sin embargo, el arte continuaba ajeno a los grandes cambios que tenían lugar en Europa. Por el contrario, predominaba una estética que agotaba fórmulas trilladas en donde ni siquiera el impresionismo tenía un espacio amplio para su desarrollo.
El Brasil era, en fin, un reducto provinciano, en el cual el gusto anquilosado de los barones del café y los nuevos ricos de la industria no hacía predecir la inmensa transformación que se avecinaba y que, a la larga, posicionaría al enorme país en el lugar de privilegio artístico que de modo natural le corresponde. La responsable de encender la chispa de ese cambio fue una muchacha: la pintora paulista Anita Malfatti.
El aprendizaje. La herencia alemana
Como muchos otros brasileños de su época, Anita era hija de extranjeros. Su padre era un ingeniero italiano, que falleció cuando ella tenía siete años, y su madre, Betty, una norteamericana profesora de lenguas y arte. Fue ella quien estimuló en la niña el interés por la pintura, y más aún: fue su primera maestra. La futura artista había nacido en 1889. Su familia, si bien no pertenecía a la élite de São Paulo, era lo suficientemente acomodada como para costearle los estudios, primero en el Mackenzie College de la capital del Estado, y luego en el extranjero. Serán precisamente esos viajes los que formarán su estilo, que tanta repercusión habría de tener en la cultura brasileña del siglo XX.
No obstante, la situación económica de la familia no era tan desahogada como para enviar a la joven a París (como era su deseo). Unas amigas suyas, las hermanas Shalders, iban a embarcar rumbo a Alemania para estudiar música. Se decidió que Anita las acompañara, y su tío y padrino Jorge Krug asumió los gastos del viaje. En 1910, las muchachas parten hacia Europa, y el ambiente artístico que encuentran es deslumbrante para ellas. Así lo describe la propia Anita:
En un principio, recibe lecciones de Fritz Burger, un artista que dominaba la técnica impresionista. Sin embargo, será Lovis Corinth el maestro de más decisiva influencia sobre la joven por aquellos años.
Corinth tenía fama de hosco con sus alumnos, pero estableció una relación muy empática con la joven brasileña. Quizás porque el viejo maestro padecía de una secuela motora a causa de un accidente cerebrovascular. Anita, por su parte, había nacido con una atrofia en el brazo derecho. Ello no fue impedimento para que, desde niña, aprendiese a pintar con la mano izquierda. Es muy probable que el padecimiento similar de ambos atenuara para ella la aspereza del severo artista.
En Alemania, Anita también conoció la obra de Vincent Van Gogh y la de los expresionistas locales, que dejarían en la suya una profunda marca. Sin embargo, el enrarecido clima político de Europa, en el que ya se intuía el estallido de un conflicto bélico de enormes dimensiones, la hizo regresar al Brasil en 1913. Venía con varias pinturas hechas, deudoras del nuevo estilo:
A pesar de su entusiasmo, el ambiente del arte en São Paulo es, como se ha dicho, hostil para lo nuevo. Con el objetivo de obtener una beca estatal, monta entre mayo y junio de 1914 una exposición, pero las obras no son del agrado del senador José de Freitas Valle, que las criticó con dureza. Esta persona tenía a su cargo, precisamente, la concesión de la beca. Sin embargo, la amenza de la guerra europea, ya inminente, hizo que el Estado brasileño recortara este tipo de subvenciones. Una vez más, su tío Jorge Kruger se ofreció a financiarle un viaje de estudios, esta vez a los Estados Unidos.
Viaje a los Estados Unidos. Regreso y decepción
No es que para la época la nación norteamericana estuviera muy a la vanguardia en términos de arte, pero sin duda lo estaba mucho más que el Brasil. Anita acudió a clases con distintos maestros, pero no se sintió cómoda con ninguno, puesto que la formación que ofrecían era muy conservadora. Fue a través de un condiscípulo que se vinculó a Homer Boss, uno de los escasos maestros que, en los Estados Unidos, permitía a sus alumnos trabajar con soltura y espontaneidad acordes con la nueva estética. Boss será también para ella medular en su formación.
Una vez más, en 1916, regresó a São Paulo ilusionada por mostrar sus obras. Pero esta vez la decepción fue aún mayor: incluso su tío, quien parecía ser el único que tenía noción del talento de la joven, se mostró escandalizado. “No son pinturas ―dijo―. Son cosas dantescas.” La acusaron, incluso, de tener un trazo “masculino”. Es muy de notar cómo este adjetivo indica, de manera implícita, la brutal discriminación que por motivos de género subyacía en la sociedad brasileña del momento: lo cierto es que las pinturas de Anita eran tan revolucionarias para ese ambiente de escasas luminarias, que el género de la muchacha resultaba, incluso, un agravante.
Malfatti era muy susceptible a las valoraciones ajenas, y la referencia a su obra en tales términos la impactó profundamente. Es comprensible, si se piensa que, como ella misma había dicho, venía del “período maravilloso” de su vida, que se sintiera devastada por las críticas tan agresivas de quienes no tenían siquiera una idea clara de qué era el arte moderno:
La Semana de Arte Moderno de 1922
No obstante, el gran escándalo aún estaba por llegar, y con él, el posicionamiento definitivo de Anita Malfatti en un lugar de privilegio de las artes visuales latinoamericanas.
En 1917, la pintora organizó una nueva exposición. En un comienzo, todo parecía irle muy bien. Incluso, vendió ocho cuadros en los primeros días. Sin embargo, la situación dio un inesperado giro cuando el influyente crítico y escritor Monteiro Lobato publicó en el periódico O Estado de São Paulo un artículo que, con el correr del tiempo se ha conocido como “Paranoia y mistificación”, pero que originalmente llevaba el título de “A propósito de la exposición de Anita Malfatti”.
El impacto de ese texto fue brutal. En él, Monteiro Lobato arremetía contra las obras de la joven, de las cuales llegó a decir que parecían “los dibujos de los internos de un manicomio”. Algunos especialistas indican que el crítico enfocó sus ataques hacia una sección específica de los cincuenta y tres cuadros que componían la exposición, y que luego la artista llamaría Inmigrantes. Con ello señalan que el verdadero objetivo del artículo iba dirigido en contra de la pintura foránea y contra los intelectuales extranjeros que por aquel tiempo comenzaban a percibirse como una amenaza dentro de los círculos ilustrados de São Paulo.
Sea como fuere, el artículo desató una reacción en cadena; otros periódicos publicaron textos similares. Los lienzos adquiridos fueron devueltos, e incluso algunos destruidos a bastonazos. Sin proponérselo, Anita Malfatti se había convertido en una “mártir” de la vanguardia, y ello la vinculó al grupo de jóvenes que abogaban por una transformación radical de la vetusta “alta cultura” brasileña. Los hermanos Oswald y Mario de Andrade, figuras imprescindibles de la vanguardia del país, le dedicaron sendos textos a la obra de la joven.
Ya la chispa del cambio estaba encendida. Y detonó en 1922, cuando, aprovechando los festejos por el centenario de la independencia del Brasil, un grupo de jóvenes intelectuales prepararon un programa de una semana, que significó un terremoto dentro del panorama cultural paulista, brasileño y latinoamericano en general. Este programa, que ha pasado a la historia con el sencillo nombre de Semana de Arte Moderno, fue la introducción directa y consciente de la vanguardia en todos los sectores del arte en el ambiente de São Paulo.
En la Semana de Arte Moderno participaron músicos, poetas, pintores, se realizaron espectáculos, se dictaron conferencias y, desde luego, se generaron escándalos. Fue el inicio de la modernidad en Brasil, y aunque solo duró del 13 al 17 de febrero de aquel año, se ha afirmado que los acontecimientos consiguientes se encadenaron en un largo continuum hasta la inauguración de la ciudad de Brasilia en la década de los sesenta.
Fueron los organizadores de la Semana los que percibieron la significación de Anita Malfatti para el arte brasileño. Así, fue ella la artista escogida para la exposición en el foyer del Teatro Municipal de São Paulo.
Anita se vinculó a este ambiente, y junto a los hermanos de Andrade, Menotti del Picchia y Tarsila do Amaral formó parte del llamado “Grupo de los Cinco”. Tuvo una especial relación de amistad con Mario de Andrade, que se prolongó hasta la muerte del escritor. De igual modo, fue muy cercana con Tarsila do Amaral, la otra gran artista mujer de la vanguardia brasileña.
Vida después de la Semana
En 1923, con una beca del gobierno, Anita viajó a París. Allí coincidió con varios de sus amigos de la Semana y con otro de los grandes pintores brasileños del momento, Emiliano Di Cavalcanti. Regresó a Brasil en 1928, y a partir de esa fecha comenzó a abandonar el expresionismo por una forma más conservadora de pintar. Como no podía ser de otro modo, recibió críticas entonces por no ser “suficientemente vanguardista”.
De cualquier modo, y aunque las pinturas posteriores de Anita Malfatti no alcanzaron la repercusión de sus primeros trabajos, su labor ya estaba hecha. Y más aún: la logró en solitario. Desafió más de una adversidad, entre las cuales una no menor fue la de superar las expectativas que, a causa de su género, se tenían de ella. No se suponía que una jovencita de poco más de veinticinco años pintara de una forma tan “agresiva”. Es muy probable que se esperase de ella un modo de pintar “femenino”, que se adecuara a la “normalidad” patriarcal del Brasil de inicios de siglo y que, en consecuencia, su obra se diluyese en lo ordinario. Pues bien, esa jovencita es la fundadora del arte moderno en Brasil.
También hay que hacer notar que, aunque las más prominentes, Anita y Tarsila do Amaral no fueron las únicas mujeres vinculadas a la vanguardia brasileña. Otras, como la pintora Zina Aita o la pianista Guiomar Novaes son escasamente mencionadas. Aún persiste esa deuda y rezago de machismo, pues los hombres de la Semana sí tienen garantizado su espacio por la historiografía del fenómeno. Como en muchos otros casos, en este, ser mujer ha implicado partir con desventaja. Por eso, el mérito de Anita es aún mayor.
Anita Malfatti falleció en 1964. Ya para entonces, hablar de vanguardia latinoamericana excluyendo al Brasil era un contrasentido. Fue una figura excepcional, y aunque no es para nada una desconocida, aún la valoración y difusión de su obra es insuficiente. Sobradas razones existen para cambiar este estado de cosas.
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