No eran las tres de la tarde ni se llamaban Lola. Violencia de género entre silencios y olvidos
No eran las tres de la tarde…
Cuando era pequeña mi madre, mi abuela, también mis tías y hasta las vecinas cantaban una canción, después supe que era muy popular en Cuba, el autor no sé quién es y nunca me ha interesado, pero todas estas mujeres la cantaban: “Eran las tres de la tarde / cuando mataron a Lola / y dicen los que la vieron que agonizando decía / yo quiero ver a ese hombre / que me ha quitado la vida…” Algo así era lo que cantaban mis cercanas mujeres de la familia y el barrio.
Años después comprendí que el relato de esa canción ha sido siempre la realidad en mi país, a pesar de las políticas públicas a favor de las mujeres a partir de 1959. Increíblemente me llegaban los sucesos de los feminicidios como un chisme o una novela, tomados en cuenta por las mujeres y por los hombres; las primeras, desde una posición según fuera su relación con el marido, amante o conocido, muchas veces por su formación patriarcal, le daban la razón al agresor de manera indirecta; los segundos, siendo comprensivos con el victimario, se volvían cómplices de feminicidio. Tales hechos nunca los he visto reflejados en revistas, periódicos o noticias televisivas.
…ni se llamaban Lola…
Hace casi un año mi hermana me llamó por teléfono y me dijo: “El novio de M. de toda la vida desde muy jóvenes, la mató, le dio nueve puñaladas y se entregó a la policía”. Este caso me era muy cercano, pues se trataba de una muchacha vinculada a mi familia, muy joven, en la flor de la vida como se suele decir. En otra ocasión mi esposo me trajo una triste noticia: “Mataron a una instructora de teatro de la Casa de la Cultura”. La joven había sido acosada incesantemente por su exmarido, y el colofón de la historia fue que esa mañana la persiguió por toda la ciudad y le dio muerte con un cuchillo.
Hace poco llegó un amigo a mi casa y me dijo: “Algo sucedió en la esquina, hay un charco de sangre, deben de haber matado a alguien”. Yo le contesté, incrédula: “Sí, al puerquito para la venduta”, pues en mi pintoresco barrio esa es la esquina de los vendedores de carne asada. Por la tarde mi amigo volvió, a sacarme de dudas: “Fue que trataron de matar a la muchacha de la casa de esa esquina, el marido le dio once puñaladas, pero aún está viva”.
Son casos que me han llegado, entre otros muchos. El feminicidio y la violencia son cotidianos. Todos llevan y traen estas historias vividas o contadas por otros, aunque los múltiples silencios que rodean a las víctimas es la condición que más duele. Ellas sufrieron esta tragedia por causas estructurales, construidas por la propia sociedad, y no se merecen el mutismo cómplice.
En charlas o conversatorios como parte de mi proyecto contra la violencia y a favor de los discursos feministas, siempre hago referencia a la canción de Lola, y confieso que ya no la canto, pues sé que es parte de la cultura androcéntrica que ha primado siempre en nuestro país, aunque reconozco que refleja las historias de muchas mujeres violentadas. Ellas, que no se llamaban Lola, ni las mataron a las tres de la tarde, siguen en la memoria y el dolor de sus familiares; para las estadísticas oficiales, fuera de eso, nunca existieron.
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