Testimonio | Los cielos abiertos

"No hubo penetración, sólo la baba en mi cuello, la blusa del uniforme abierta en el descanso de la escalera de un edificio de la calle H, mis pechos fuera del corpiño, el estupor"...

| Observatorio | 16/04/2023
Niña corriendo en el malecón habanero
Imagen: Alina Sardiñas

A veces lo veo. Su figura pequeña y ágil, las manos huesudas, el rostro alargado. Los ojos no, los ojos no logro recordarlos, en su lugar hay dos cavidades vacías, oscurísimas. Yo tenía dieciséis años cuando intentó violarme ¿o me violó? Nunca lo he tenido muy claro, según el oficial de la estación fue intento de violación. No hubo penetración, sólo la baba en mi cuello, la blusa del uniforme abierta en el descanso de la escalera de un edificio de la calle H, mis pechos fuera del corpiño. Estupor.

Esa mañana salí temprano de la escuela, a mí me encantaba ir al trabajo de mi papá, aparecerme allí y darle la sorpresa. Me gustaba la cara de alegría que ponía cuando yo entraba en su consulta y le decía: «Papi, vine a verte». Y él orgulloso de ese cariño contaba a su paciente: «Ella es mi hija más chiquita».

Ese día él había salido a resolver algún asunto relacionado con la clínica, pero como me aseguraron que volvería dejé la mochila en su consulta y me fui a la glorieta del parque de enfrente a esperarlo.

Cuando el hombre se me acercó estaba distraída mirando un corro de niños dando vueltas mientras cantaban con sus pequeñas voces algo que olvidé.

—Niña, estoy en la obligación de decirte una cosa. Tú tienes un peso sobre la espalda, es un peso que no te va a dejar avanzar en la vida y para que veas que mi santo está claro me está diciendo que ese novio que tienes no te conviene. Yo te puedo ayudar—me dijo.

Estas palabras me han sido leales toda la vida, las recuerdo con claridad, el tiempo no ha movido una coma de lugar.

«Es posible que antes del amor haya conocido el dolor».

Mis ingenuos pocos años abrieron unos ojos de asombro ante la aseveración con la que aquel vidente desconocido hablaba de mi vida, pues efectivamente yo tenía entonces un novio al cual le permití desguazar la primera franja de mi recorrido por el amor. Es posible que antes del amor haya conocido el dolor.

El hombre me empezó a contar historias religiosas que no me interesaban mucho y que yo escuchaba sobre todo por delicadeza y educación. En algún momento deslizó su huesuda mano por el bolsillo de su pantalón ancho y descolorido y me ofreció un saquito atado con un hilo rojo.

—Este resguardo lo tienes que llevar siempre y todo se te va a solucionar, pero le tengo que hacer unos rezos.

Por supuesto, para hacerle unos rezos teníamos que ir a un lugar más tranquilo. Y así fue.

La baba, la blusa abierta, el corpiño, el estupor. Cuando se fue a desabrochar el pantalón y como si de verdad aquel saquito me estuviera protegiendo, o tal vez me protegía el Sagrado Corazón de Jesús que era a quien le rezaba mi abuela, logré hablar con firmeza.

—Aquí no, vamos a mi casa, yo vivo en la esquina de 21 y G y no hay nadie hasta las cinco de la tarde.

«Cuando las manos huesudas se retiraron de la portañuela, yo vi los cielos abiertos».

Yo sé el significado de ver los cielos abiertos. Cuando se te abre el cielo desaparecen las paredes mugrientas de un edificio silencioso, en el entrepiso penumbroso la ventana de cristales rotos deja pasar, de golpe, toda la luz de la mañana. Como si mis palabras hubieran sido el abracadabra que hizo saltar los cerrojos de un pozo. Cuando las manos huesudas se retiraron de la portañuela, yo vi los cielos abiertos.

Con una impavidez que no he vuelto a experimentar me acomodé el corpiño, abroché los botones de mi blusa y bajamos las escaleras. Caminamos hasta la esquina de 21 y H, el hilo de baba se había secado en un punto de mi cuello, estaba tan ocupada intentando salvarme que no había tenido tiempo de ocuparme de él.

Las piernas me temblaban y tenía un grito alojado en la garganta, era un grito sólido, si metía mi mano en la garganta lo podía tocar. Ahí estaba la clínica donde trabajaba mi papá, sólo tenía que cruzar la calle y ya podía liberar a mi cuerpo de la dictadura del miedo. Correr, gritar, pedir ayuda.

Me montaron en la patrulla y el carro empezó a dar vueltas por la zona. Con prisa, pero sin correr el hombre subía por unas escaleras al lado del cine Riviera. Es él, les dije.

Lo esposaron y lo montaron conmigo en la patrulla. En ese momento ocurrió algo que después de treinta y siete años aún no consigo comprender, el miedo se convirtió en pena. Me daba pena haberlo denunciado. El breve trayecto hasta la estación fue un infierno. Estaba confundida y sola…con él.

Cuando llegamos mi papá ya estaba allí.

—¿Ella es la menor del intento de violación? preguntó un oficial que entró en la oficina mientras me tomaban la declaración en la estación de policía de Zapata y C. El hombre me miró adusto, me sentí culpable. Te salvaste en tablitas —me dijo— el individuo portaba un arma blanca y ya estuvo preso por violación y corrupción de menores.

«Como si quisiera borrarme el cuello, como si el pañuelo fuera una goma de borrar capaz de irme desapareciendo, me frotaba cada vez con más violencia. Recuerdo el asco«.

La baba en mi cuello seguía allí, seca. Ya había pasado todo (o al menos eso pensaba) podía ocuparme de ella. Le pedí a mi papá su pañuelo que siempre olía a colonia y me fui al baño. La hediondez del baño era lo que esperaba y por supuesto no había agua. El tanque del inodoro no tenía tapa y yo tenía la esperanza de encontrar, aunque fuera un rastro de agua en aquel desierto de dunas de magnesio. Empecé a frotarme el cuello con la punta del pañuelo, algunas partículas de calcio se habían adherido a él y me arañaban. Como si quisiera borrarme el cuello, como si el pañuelo fuera una goma de borrar capaz de irme desapareciendo, me frotaba cada vez con más violencia. Recuerdo el asco.

Hubo una primera vista y un tiempo después el juicio en el Tribunal Provincial de La Habana. Estábamos sentados en una sala esperando a que nos llamaran cuando una mujer que según creo era más joven que el hombre y cuyos ojos lastimeros sí recuerdo, se nos acercó, me pasó una mano regordeta por la cabeza y me dijo: —Yo soy la esposa. En ese momento mi papá se levantó de un salto y ella nos dijo:

—Por favor, retiren la denuncia, él es un buen hombre y hasta luchó en la clandestinidad, pero está enfermo.

—Pues ahora va a ser luchador en la cárcel —le respondió mi papá.

Le pedí que nos fuéramos, que no quería seguir, que me daba lástima la mujer, que tenía miedo de ver a ese hombre esposado, que quizá no había sido para tanto. Por supuesto, mi padre se negó y me explicó que siempre los familiares en situaciones así intentan dar lástima para persuadir.

Estuvimos esperando horas en aquel juzgado hasta que llegó el momento. Lo veo atravesar la sala, esposado y custodiado. Tenía la cabeza gacha y era más viejo de lo que recordaba. Ya no era ágil. Tal vez le temblaban las piernas como me temblaron a mí la mañana aquella.

He sido capaz de llegar hasta aquí en el relato de esta vivencia, pero ahora tengo que parar y respirar.

Aquí no hay fabulación, el tiempo ha pasado, pero yo recuerdo casi todo lo que ocurrió. Tal vez algunas trazas puedan estar alteradas por el tiempo, pero no es más que polvo encima de algo tal cual fue.

El lugar donde se celebró el juicio era espacioso y tenía esos muebles antiguos de caoba que nunca me han gustado Estaba casi vacío, la voz de la jueza reverberaba y todavía hoy reverbera en mi cabeza. Por un momento pasé de víctima a acusada.

—Cómo es posible que una joven educada en los preceptos de la revolución ande creyendo en supercherías religiosas —lo dijo con aspereza y no estaba siquiera aleccionando. Me estaba señalando.

Cuando estábamos abandonando el lugar donde mi abusador y yo fuimos juzgados empecé a sentir un alivio que casi me levantaba del piso. Le pedí a mi papá que no me dijera cuál había sido la sentencia de aquel hombre. La mía me la traería el tiempo.

Nos montamos en el carro y seguramente papi puso la radio. Seguro regresamos por el malecón y no tengo dudas de que miré el mar y el cielo azul.

Cuando llegamos a la casa y antes de bajarme del carro le dije: «Viste papi, no he llorado».

Mi zona abisal

Esta historia vive en mí, es un organismo que se fue adaptando a su hábitat. No un bosque ni una pradera, más bien dormita en mi zona abisal. Con este organismo respirando en mis profundidades he amado y me han amado, he reído, he sido inmensamente feliz y he llorado muchas infelicidades. Me he adornado el pelo con flores de la calle, he trasnochado. He elegido qué cenicero lanzar en plena ira. Tengo los mejores amigos y amigas, he visto morir delante de mí a una de ellas. Me he ido de Cuba para siempre y he regresado también para siempre. Soy madre.

Ahora, después de tantos años nadé hasta las profundidades para encontrarme cara a cara con ese organismo, al fin y al cabo hemos pasado una vida juntos. Mi cuerpo fue abriendo una brecha de luz mientras me acercaba a mi zona abisal y esa luz lo iluminó para que todo el mundo lo viera…para su vergüenza y para mi terror.

Mi padre murió hace un año. Lo vimos apagarse, perderse en un mundo sólo suyo. Sabíamos que quedaban días, horas. Quise preguntarle cuántos años de condena habían caído sobre aquel hombre que vivía en mí, pero tampoco me atreví. Hoy, después de la publicación del testimonio en Alas Tensas, hablé con mi hermana. Ella y mi mamá también estuvieron el día del juicio, detalle que extrañamente olvidé. 

Por fin supe.

—Mi hermana, una pregunta, ¿tú supiste cuánto tiempo de condena recibió?

—Ocho meses, te culparon mucho por seguirlo al edificio. Mami se enfureció, como es lógico. Los tres fuimos contigo.

Al fin lloré.

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