Crónica | Criar en duelo: “Mamá, si quieres llorar, llora”

En esta crónica Lien Real, quien se presenta como madre de dos e imperfecta, muestra otra cara de la crianza de los hijos después de una separación.

| Dosier | Opinión | 07/03/2024
Maternar en duelo. Imagen de una mujer con una nube lagrimeante sobre su cabeza
Ilustración: Laura Vargas

“Mamá, si quieres llorar, llora”, me dijo mi hija aquella noche. Hace meses estaba, sin estar: desconectada, ida, bloqueando un dolor que no quería sentir. Hace seis años, soy su madre. Ella sabe, por mí, que llorar está bien, que las niñas que lloran no son feas (ni los niños, flojos), que como mismo un peine desenreda el pelo, el llanto desenreda emociones. Pero no es lo mismo cuando eres madre. A ellos sí les cuidas y les permites mostrarse emocionales.

Sin embargo, la presión social con la que has cargado toda tu vida, a veces te hace olvidar que tú también cuentas y no lloras hasta que tu hija te da permiso. Eran las cuatro de la madrugada. Una tortícolis me impedía moverme de la cama y mis hijos, uno a cada lado, acariciaban mis brazos y mi pelo con sus manitas pequeñas que, aunque parezca que no, también saben cuidar. El llanto, también por el dolor físico, desenredaba un duelo que hacía tiempo estaba evitando transitar.

Una semana antes, había tomado la decisión de volver a terapia. Fue un lunes que decidí dejar de sentirme culpable y responsabilizarme. “No puedo seguir ausente”, pensé. Fue la sensación de añoranza la que me llevó a agendar esa consulta: extrañar a mis hijos, aún teniéndolos casi todo el tiempo, y querer conectar otra vez con ellos. Un audio de siete minutos, que me envió mi madre dos días antes, también detonó todo esto: “ellos te ven distante y eso les afecta. Yo lo veo desde afuera”. Una y otra vez, como una ola, esa frase inundaba mi cabeza mientras intentaba levantarme de la cama a la que mi cuello se resistía a soltar. Y lloré, lloré y grité de dolor y de rabia.

¿Qué más tengo que soltar? Estoy cansada de eso. Hay mucho que soltar cuando te conviertes en madre. Sueltas a la persona que fuiste, a las amistades que se alejan por tu falta de tiempo (o porque tus hijos existen, ya no sé), a tu tiempo, al descanso, a los baños en calma, a la comida caliente y el masticar lento, a tu trabajo, al silencio y a escuchar tus propios pensamientos, a tus hijos que no son tuyos, sino de ellos mismos.

Yo ya sé cómo es soltar. No quiero más. Y lloro con rabia, mientras me besan con cuidado para que mi cuello no sufra más. No lo saben, claro. No les he dicho qué se esconde en ese llanto. Tampoco que me han salvado de seguir escondiendo lágrimas para que me crean feliz siempre y a cualquier precio. No, yo no quiero ser feliz siempre; mucho menos si el precio es estar sin estar. Yo quiero, sin que la culpa me coma, ser humana.

Ser madre separada no ha sido fácil, claro que no. A veces no sabes dónde poner las emociones que despierta la interacción con la otra parte o cómo poner a los hijos en el centro, o si lo estás haciendo bien, o si debes decirles. Cuando te separas, teniendo hijos, aparece una incertidumbre sobrecogedora. Y sí, la idea del amor romántico ha calado hondo, por mucho que no nos guste. Ya no sabes qué hacer con esas estructuras, con las dinámicas. Estás en un limbo, a veces.

Son las cinco de la madrugada. Ha pasado una hora desde que un dolor en forma de corrientazo atravesó mi espalda. Allí, presa en mi cama, cuando mis hijos decidieron pedir ayuda a otra adulta para levantarme, mirando al techo, con mis oídos llenos de las lágrimas que no supieron llegar a otro lugar, entendí que no hablamos lo suficiente sobre lo terriblemente difícil que es acompañar cuando quien necesita que la acompañen eres tú.

De una madre se espera que renuncie a todo, menos a renunciar como madre. No puedes. El sistema te impide escapar de tus responsabilidades. Si huyes, no comen. Si huyes, no lo estás haciendo bien. Si huyes, para cuidarte, no eres buena madre. Y piensas: ¿seré yo la única que ha pensado en huir por no poder más? ¿Estaré sola en ese pensamiento intrusivo y recurrente?

Quizás no sea yo la única que ha tenido necesidad de salir corriendo a buscar un espacio en el que llorar sin culpas, en el que no tenga que hacer oídos sordos ante los “tienes que hacer un esfuerzo porque ellos te necesitan”. Porque sí, ya sabemos, una madre “lo da todo por sus hijos”. En esa narrativa, que nos obliga a ponernos de últimas, podemos perder la salud mental. Podemos, sí, pero ¿queremos? ¿No es acaso irresponsable cuidar sin cuidarnos? O, como gritan los conservadores ante un matrimonio igualitario: ¿alguien puede, por favor, pensar en los niños?

Transitar un duelo que raya la depresión, sin un espacio seguro, sin políticas públicas para cuidar tu salud mental, mientras crías, sola (porque la soledad de una madre se siente aún estando rodeada de gente, si esa gente no te cuida), a golpe de “resiliencia” (cuando, en realidad, lo que no te quedan son más opciones); es inhumano.

Mamá resuelve. Mamá acompaña. Mamá cuida. Mamá abraza. Mamá reta. Mamá cocina. Mamá mima. Mamá espera. Mamá corre. Mamá lleva. Mamá trae. Mamá aguanta. Mamá perdona. Mamá comprende. Mamá se posterga. Mamá hace malabares para que nada falte. Mamá educa. Mamá siempre está.

Mamá, al parecer, tiene más tareas que vida.

Entonces, ahí estás tú: descubriéndote humana, llorando frente a tus hijos, sin poder respirar por ese dolor sordo; cuando los escuchas decirte que te aman… así, humana y llorosa, desconectada de vez en cuando, irritable. Que no, no es lo ideal. Lo ideal sería que pudieras decirles sin culpas que tu tristeza viene de otro lugar: uno oscuro en el que te asentaste hace meses. Lo ideal sería que pudieras pedir treinta minutos para respirar, porque a las siete de la noche la paciencia ya no es la misma. Lo ideal, para mí, sería que nadie me dijera que no llorara delante de ellos… “para que no se preocupen”.

Pero no puedes. A las madres nos han quitado el derecho a sentir las emociones incómodas. No podemos transitarlas sin sentir culpa. A las madres no se nos permite la rabia, ni la tristeza y, por tanto, el duelo. Las madres, mejor, sonrían sin querer, no importa qué ni cuándo. Sonrían, que tener hijos es una bendición, y tú no tienes nada de qué quejarte si, “mira, qué lindos son y hay gente que no puede tenerlos”. No importa que por bloquear emociones se te revienten las cervicales, o te salga un rash. No importa. Cuídalos, no lo olvides, sonriendo.

La salud mental de quienes cuidamos, es un sitio abandonado al que nadie quiere ir. Nadie quiere saber de él. A nadie le importa. O eso sientes cuando, sin venir a cuento, otra persona asume que estás bien porque tienes hijos maravillosos, o que el amor es lo único que atraviesa los cuidados. Somos nosotras, porque es común y “así se ha hecho de toda la vida", las que, tras una separación, debemos gestionar ese duelo mientras criamos a tiempo completo, en una casa llena de recuerdos y de espacios que antes ocupaba alguien más, pero que ahora están vacíos.

O las que tienen que mudar una vida entera, con los hijos de la mano, a otro espacio que es extraño no sólo para ellos, también para ti. Somos nosotras, entonces, quienes debemos resolver dudas, una y otra vez, hasta que lo fijen: “ya no vivimos en la misma casa, pero te queremos de la misma forma”. Así, en bucle, hasta el cansancio. Somos nosotras quienes tenemos que responder a los miles de “extraño a… ”, “dónde está… ”, “cuándo viene… ”. Y ahí, en cada una de esas respuestas, se te remueve todo y, contrario a avanzar, tu duelo retrocede.

Imagen de ojo de mujer llorando con brazo de bebé consolando.
Ilustración: Laura Vargas

Criar, atravesando un duelo, no es cómodo. Menos aún cuando tus hijos lo viven también. Peor, cuando tenemos que seguir el vínculo con alguien a quien estás sanando o cuando vemos que la otra parte ya no cría como antes. Ni los horarios, ni los juegos, ni las comidas, nada. Todo cambia tras una separación, y tú no puedes hacer más que soltar y aceptar que está fuera de tu control. Porque no puedes, no puedes estar pendiente de lo que pasa cuando no estás tú. Porque te agota llevar la logística de tantas rutinas. Porque, contrario a lo que te han dicho, tus hijos no son tuyos.

Tus hijos ahora tienen que aprender que, así como en la escuela no existen las mismas normas que en casa, el fin de semana (o la frecuencia que se haya establecido) no harán lo mismo que de lunes a viernes. Y duele, claro que duele. Y a veces no quieres soltar. Y te obligas a cuidarlos siempre, tú sola, porque “los hijos son de las madres y una sabe lo que es mejor”. Y te llenas de cargas y de rabia.

Entonces, toca reestructurar el modelo familiar que habías imaginado antes de separarte, porque no elegiste ser madre soltera, sino que la vida y los vínculos te pusieron ahí: con ese peso que sientes en tus hombros cuando cierras la puerta cada noche. Incluso teniendo apoyo familiar y co-parentando, eres tú y tus hijos; los que, por suerte, todavía no entienden de prejuicios ni normas, y te abrazan cuando te ven llorar.

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