Arte │ Yayoi Kusama: cuando la obsesión se convierte en arte
“Yayoi Kusama ha hecho un camino único como creadora, un camino que, a pesar de su singularidad, conecta con los demás y cambia su relación con el mundo.”

Yayoi Kusama es una de las artistas más reconocidas, enigmáticas y cotizadas del siglo XXI. Su nombre se asocia a superficies cubiertas por un patrón circular repetido hasta el infinito, y al uso de contrastes fuertes, colores vibrantes y estructuras que desdibujan la forma del espacio, borrando sus fronteras. Calabazas, flores, cuerpos humanos, muebles, ropa, habitaciones, parques... todo se integra en sus obras, que se extienden más allá de los límites del objeto artístico para convertirse en entornos inmersivos. En ellos, los espectadores se ven envueltos por esa extraña “realidad” que la artista construye, hasta que ellos mismos se convierten en parte de la obra y desaparecen dentro de ella.
Ese “desaparecer” es precisamente una de las obsesiones de Kusama. Los espejos infinitos, el camuflaje y la mimesis, tanto como el círculo como figura recurrente e integradora, son elementos centrales de su lenguaje, a través de los cuales la artista resalta el doloroso estar del individuo en medio de un mundo de ilusiones reales, su miedo a perderse y su visión del arte como una vía de sanación ante la angustia existencial.
El arte como refugio y obliteración

Nacida en 1929 en Matsumoto, Japón, la infancia de Kusama estuvo marcada por el trauma de la Segunda Guerra Mundial, un ambiente familiar opresivo y una salud mental frágil. Desde pequeña experimentó alucinaciones visuales donde los patrones, especialmente los puntos y las redes, se multiplicaban hasta cubrir todo a su alrededor. Esto, que para muchos sería una fuente de sufrimiento e incapacidad, la niña lo convirtió en un motor creativo: empezó a pintar sus visiones y, poco a poco, el arte se volvió para ella una especie de refugio, una manera de procesar el miedo y la ansiedad que el mundo le provocaba. Aquellos motivos repetidos que llenaban su campo visual, los círculos y las redes infinitas, se volvieron sellos distintivos de su obra.
Su adolescencia no fue fácil. Cuando comprendió que el futuro de una joven como ella era casarse en un matrimonio arreglado y renunciar a su propia independencia, entró en crisis. Su madre botó sus pinceles y acuarelas intentando reformarla, pero Kusama decidió escapar: se fue a la ciudad de Kyoto, donde estudió el arte tradicional del nihonga. Pero la rigidez de ese estilo no satisfacía sus aspiraciones y el carácter conservador del mundo artístico japonés se le tornaba asfixiante.
Abrirse camino en Nueva York

Fascinada con la pintura de Georgia O'Keeffe, Kusama le escribió una carta: “Solo he dado mi primer paso en la larga y difícil senda de ser una pintora. ¿Sería usted tan amable de mostrarme el camino?”, le preguntó. Para su sorpresa, O’Keeffe le contestó: “En este país es difícil para un artista ganarse la vida”, le advirtió, y a pesar de eso, la animó a viajar y darse a conocer.
En 1957, luego de una breve estancia en Francia, la joven Kusama se mudó a Estados Unidos. Tenía 27 años y casi no hablaba inglés. Vivió en Seattle un tiempo antes de establecerse en Nueva York, donde su trabajo encontró un eco en artistas como Andy Warhol y Donald Judd. Sus piezas en esa etapa eran enormes lienzos cubiertos por miles de pequeñas marcas repetidas, en las que se reflejaba ya su obsesión por la infinitud y la anulación del yo.
Pero Kusama no se limitó al espacio bidimensional de la pintura. Exploró también la escultura, el performance y las instalaciones, empleando su cuerpo y su entorno como medios. Para ella el arte no se trata simplemente de una forma de expresión, sino también y sobre todo de una filosofía de vida. Su enfoque, que luego definiría como “obliteración”, buscaba disolver el ego y la individualidad en lo universal. Así, al cubrir los objetos, los espacios e incluso a sí misma con un motivo recurrente ―casi siempre círculos, pero a veces también flores, puntos y líneas curvas―, sus obras borran los límites, provocando que el artista, el espectador se fundan en la propia obra y pierdan la noción de sí mismos.
El artista como un sanador

Después de una década de éxito y agotamiento en Nueva York, Kusama regresó a Japón en 1973. Los problemas de salud mental que desde niña la aquejaban no se habían aliviado. La ansiedad y la obsesión la dominaban. La muerte de su padre y sus propios miedos la habían sumido en una depresión profunda. Pensaba en el suicidio como su única salida. Por eso, decidió internarse en un hospital psiquiátrico, donde siguió trabajado hasta el día de hoy. “Hago mis obras para sobrevivir al dolor, al deseo de muerte”, explicó en una entrevista. Este esfuerzo por reconciliar su experiencia vital y su arte, sin renunciar a aquella visión que la distingue es, sin duda, uno de los aspectos más impresionantes de su vida.
Ver el proceso creativo como una vía para exorcizar sus demonios y transformar su patología en belleza, reconocer que desde su propia condición podía aportar mucho a un mundo lleno de tensiones, donde el individuo vive fragmentado y con frecuencia perdido entre ilusiones, manejado por fuerzas que lo empujan, siempre de prisa, fuera de su equilibrio, ha sido un impulso para Yayoi Kusama en su carrera y la ha convertido en una de las artistas visuales más célebres de las últimas décadas.
Su trabajo, que al inicio se consideró marginal y extraño, ahora se exhibe en los museos más importantes del mundo, y sus exposiciones baten récords de asistencia. Desde la incomprensión a la fascinación global, desde la solitaria sensación de estar desintegrándose en un espacio abigarrado de figuras que otros no veían hasta el reconocimiento internacional de la validez estética y conceptual de su mirada, Kusama ha hecho un camino único como creadora, un camino que, a pesar de su singularidad, logra conectar con las personas y transformar su relación con el mundo.
Su proceso de curación a través del arte va más allá de sí misma para contribuir a la curación de la sociedad. A los 96 años, tras un largo y difícil trayecto en el que no siempre halló apoyo, pero al cual no podía renunciar sin morir, Kusama sigue defendiendo la idea de que el artista es un sanador. Su vida y su propia obra han sido fuente de inspiración para más de una generación de creadores.
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