Arte │ Berthe Morisot y el desafío de ser una mujer artista

Berthe Morisot dignificó la experiencia femenina y la maternidad con una autenticidad que ningún pintor masculino había logrado.

| Referentes | Vidas | 23/08/2025
Édouard Manet: "Berthe Morisot con un ramo de violetas" (1872), detalle.
Édouard Manet: "Berthe Morisot con un ramo de violetas" (1872), detalle.

A mediados del siglo XIX, París era una ciudad llena de contradicciones y en plena transformación. Mientras el barón Haussmann se lanzaba a modernizar la urbe, rediseñando las calles con amplios bulevares, canalizando las aguas y destruyendo de paso la antigua arquitectura, y la burguesía disfrutaba de una prosperidad sin precedentes, el mundo del arte permanecía atado a reglas inflexibles. La Academia de Bellas Artes francesa controlaba con mano férrea el panorama artístico. Los llamados “temas nobles” ―mitología, historia antigua, escenas religiosas― dominaban los salones oficiales, mientras que los paisajes, las escenas de la vida cotidiana y especialmente la representación de los espacios domésticos se consideraban géneros menores. La técnica debía ser impecable, los contornos precisos, los colores aplicados en capas perfectamente graduadas. Cualquier desviación de estas normas significaba el ostracismo y la burla unánime para el pintor: la osadía no era bienvenida en el mundo del arte.

Para las mujeres, las restricciones eran aún más severas. La sociedad francesa del Segundo Imperio había definido su lugar con precisión quirúrgica: ser esposas devotas, madres abnegadas y ornamentos elegantes en los salones. Una mujer decente no podía pintar estudios anatómicos con modelos desnudos, ni hacerlo del natural al aire libre, ni imaginar siquiera la posibilidad de vivir de su arte como lo hacían los hombres. La pintura era, en el mejor de los casos, un talento que añadía cierto realce a la virtud sumisa de las señoritas bien educadas.

Pero algo estaba cambiando en el aire parisino. Una nueva generación de artistas, hartos de las imposiciones académicas, comenzó a experimentar con la luz, los colores puros y los temas de la vida moderna. Querían pintar la ciudad que veían: los cafés bulliciosos, los jardines públicos, las estaciones de tren, la vida tal como se vivía en las calles y en los hogares. Este impulso renovador daría nacimiento al impresionismo, el movimiento artístico más revolucionario del siglo XIX.

En ese contexto de cambios y resistencias con frecuencia explosivos, Berthe Morisot emergió como una personalidad doblemente revolucionaria: no solo se atrevió a desafiar las convenciones artísticas de su época, sino que además rompió las barreras que le imponían a su género el papel subordinado de esposa y madre. Su historia es la de una mujer que logró convertirse en protagonista de su propio destino cuando la sociedad apenas le permitía ser espectadora.

En una época en la que las mujeres apenas podían soñar con una carrera artística profesional, Berthe Morisot destacó por su talento, convirtiéndose en una de las figuras más relevantes del movimiento impresionista.

Una infancia privilegiada

Berthe Marie Pauline Morisot nació el 14 de enero de 1841 en Bourges. Su padre era prefecto y su madre provenía de una familia con conexiones artísticas. A diferencia de muchas niñas de su época, Berthe y sus hermanas recibieron una educación esmerada que incluía lecciones de pintura, algo común para las señoritas de buena familia. Pero lo que comenzó como un simple añadido a su formación como mujer burguesa, pronto reveló un talento excepcional.

Junto a su hermana Edma, Berthe estudió con el paisajista Camille Corot, quien reconoció inmediatamente su potencial. “Dado el talento natural de sus hijas, mi instrucción no las convertirá en simples pintoras de salón, sino en auténticas artistas”, le dijo Corot a la madre de las hermanas: “¿Se da usted cuenta de lo que esto puede significar? Será revolucionario, e incluso diría que catastrófico en un entorno burgués y elitista como el suyo. ¿Está segura de que no llegará a lamentar el día en el que permitió que el arte entrara en su casa, hoy un hogar respetable y apacible?”

Ser mujer y artista en el siglo XIX

El camino hacia el reconocimiento artístico estaba plagado de barreras institucionales y sociales para las mujeres. Berthe no podía ingresar a la prestigiosa École des Beaux-Arts de París, que permanecía cerrada a las mujeres hasta 1897. Tampoco podía pintar directamente del natural en espacios públicos sin causar escándalo, ni frecuentar los cafés donde los artistas masculinos intercambiaban ideas y forjaban contactos profesionales.

Estas limitaciones la obligaron a desarrollar su propio lenguaje desde los espacios que le eran permitidos: su hogar, los jardines, los salones familiares. Pero lejos de limitarla, esta circunstancia contribuyó a forjar su estilo único, caracterizado por una intimidad y una sensibilidad que revolucionarían la pintura de su tiempo.

La presión social era constante. Cuando Berthe decidió dedicarse profesionalmente al arte, muchos la vieron como una excéntrica. El matrimonio y la maternidad eran entonces incompatibles con una carrera profesional seria, menos aún con en el arte. Sin embargo, ella logró equilibrar ambos mundos cuando en 1874 se casó con Eugène, hermano del famoso pintor Édouard Manet, quien se convirtió en su principal apoyo y admirador.

Berthe Morisot y el impresionismo

Berthe Morisot: "La cuna" (1841).
Berthe Morisot: "La cuna" (1841).

La relación de Berthe Morisot con el círculo impresionista comenzó a través de su amistad con Manet, a quien había conocido en 1868 mientras copiaba obras en el Louvre. Esta amistad transformaría no solo su vida personal sino también la imagen que la sociedad tenía sobre el papel de la mujer. Manet quedó fascinado por la inteligencia y el talento de la joven pintora, convirtiéndola en su modelo para obras emblemáticas como El balcón (1868) y Berthe Morisot con un ramo de violetas (1872).

La influencia fue mutua. Mientras Manet le enseñó técnicas innovadoras y la introdujo en el círculo de los futuros impresionistas, Berthe, a su vez, influyó en su evolución hacia una paleta más clara y una pincelada más libre. “Ella ha logrado resolver problemas que nosotros ni siquiera nos hemos planteado”, confesaría él, reconociendo la sensibilidad y el trabajo de la que luego sería su cuñada.

A través de Manet, Berthe conoció a figuras como Renoir, Pissarro y Degas. Este último, que al inicio era muy escéptico respecto a las capacidades artísticas femeninas, pronto se convirtió en uno de sus mayores admiradores: “No hay mujer que dibuje como Madame Morisot”, declaró, un reconocimiento extraordinario si se tiene en cuenta que Degas era un perfeccionista en cuestiones de técnica pictórica.

El crítico Gustave Geffroy escribió sobre ella: “Nadie representa el impresionismo con honor más puro que Berthe Morisot”. Paul Valéry la describiría años después como “la más grande dama pintora que haya existido”, y reconociendo que la etiqueta de “dama pintora” podía limitar la comprensión real de su genio, añadió: “Fue simplemente una de las grandes pintoras de su tiempo”.

La crítica conservadora, sin embargo, a menudo minimizó su trabajo. Algunos críticos de la época la describían como “una aficionada talentosa” o comentaban condescendientes sobre su “encantadora feminidad”, en lugar de analizar seriamente su renovadora visión del arte.

Una técnica revolucionaria

Una de las características que distinguían a Berthe Morisot era su capacidad para ver en lo espontáneo y fugaz de una escena cotidiana el peso emotivo que la hacía relevante. Su pincelada suelta y llena de fuerza expresiva, sus colores luminosos y su composición aparentemente informal desafiaban casi sin proponérselo las rígidas normas académicas. Mientras los pintores tradicionales buscaban la perfección técnica y los contornos definidos, Morisot abrazó la imperfección como una forma de expresar la vida en movimiento.

Sus retratos de mujeres y niños son muestras una psicología profunda y una humanidad que trascendía las representaciones idealizadas típicas del arte de su época. La cuna (1872), una de sus obras más revolucionarias, presentó la maternidad desde un ángulo completamente nuevo. En lugar de pintar a una madonna idealizada, Morisot pintó a su hermana Edma velando el sueño de su bebé con una mezcla de ternura, fatiga y preocupación que entonces era impensable. La técnica suelta, los blancos nacarados y la intimidad doméstica de la escena escandalizaron a un público habituado a las maternidades grandilocuentes del arte religioso.

Cuando La cuna se expuso en la primera muestra impresionista de 1874, las reacciones fueron encontradas. Mientras los críticos más conservadores consideraron la obra “inacabada” y “demasiado familiar”, otros reconocieron su audacia. Edmond Duranty, por ejemplo, elogió su “verdad sin afectación” y su capacidad para mostrar “la poesía de la vida ordinaria”.

Dos años más tarde, Berthe volvería a golpear los estereotipos artísticos y de género con otra obra igualmente revolucionaria: Ante el espejo (1876), donde exploraba el tema de la identidad femenina con una modernidad sorprendente. La obra muestra a una mujer joven observando su reflejo mientras se arregla el cabello, pero lo que podría haber sido un tema trivial se convierte en una audaz crítica sobre la construcción de la feminidad. La pincelada libre y los reflejos fragmentados resaltan lo complejo de la autocontemplación femenina, convirtiendo un momento íntimo en toda una declaración artística sobre la experiencia de ser mujer.

Morisot fue una de las pocas mujeres en exponer en las históricas exhibiciones impresionistas entre 1874 y 1886. Participó en siete de las ocho exposiciones del grupo, convirtiéndose en una voz fundamental del movimiento. Su presencia no era simbólica: sus obras se vendían y eran elogiadas por los críticos más progresistas de la época.

Cuando en 1878 nació su hija Julie, Berthe demostró que la maternidad no tenía por qué significar el fin de una carrera artística. Al contrario, esta nueva experiencia enriqueció su obra con una perspectiva renovadora sobre la infancia, la educación y la vida doméstica. Sus pinturas de Julie elevaron temas considerados menores a la categoría de gran arte.

En obras como El baño (1885) o las múltiples representaciones de Julie leyendo, jugando o simplemente siendo niña, Morisot dignificó la experiencia femenina y maternal con una autenticidad que ningún pintor masculino había logrado. No romantizó la maternidad, sino que la presentó con todas sus contradicciones: tierna pero agotadora, transformadora y a la vez atada a prácticas y saberes ancestrales, y cargada siempre de una honda inquietud por el destino propio y de los hijos.

El camino de la libertad

Berthe Morisot (1841-1895), pintora impresionista francesa.
Berthe Morisot (1841-1895), pintora impresionista francesa.

La muerte prematura de Berthe Morisot en 1895, a los 54 años, no logró eclipsar su impacto revolucionario en el arte. Pero su legado va mucho más allá de la pintura para afirmar, con su propia vida, que las mujeres podían ser profesionales exitosas sin sacrificar su identidad femenina.

Para las nuevas generaciones de mujeres artistas, Morisot representa la prueba viviente de que el talento no tiene género y puede echar por tierra los prejuicios más recios. Su ejemplo inspiró a pintoras como Mary Cassatt y Marie Bracquemond, y su influencia puede rastrearse hasta las artistas contemporáneas que continúan explorando temas de identidad, maternidad y experiencia femenina.

Pero más allá del mundo del arte, su vida ofrece lecciones valiosas para cualquier mujer que busque su autonomía. Cada vez que una madre trabaja sin sentir culpa por sus ambiciones, y cada vez que mujer decide desempeñarse como profesional a pesar de las expectativas sociales, está siguiendo el camino que Berthe Morisot y otras como ella ayudaron a abrir hace más de un siglo. Su obra aportó una luz muy personal al arte, pero también iluminó un futuro en el que las mujeres podrían ser, al mismo tiempo, artistas, madres, profesionales y, sobre todo, ellas mismas.


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