Enheduanna: la primera voz de la historia
Hace 4000 años, una mujer grabó en una tablilla de barro su reclamo de justicia y creó algo totalmente inusitado. Su nombre era Enheduanna.

En los albores de la civilización, cuando la escritura apenas comenzaba a registrar los primeros mitos de la humanidad, las hazañas de los reyes guerreros y las transacciones comerciales, una mujer creó algo totalmente inusitado: la literatura personal. Su nombre era Enheduanna, y hace más de cuatro milenios se convirtió en la primera persona de la historia en firmar sus escritos, estableciendo así la autoría literaria tal como la conocemos hoy. No fue solo una sacerdotisa, sino una mujer que habló de sus propias experiencias y retó al destino en un mundo dominado por la fuerza física y la violencia.
Entre ríos, ciudades y dioses
En el siglo XXIII a.n.e., Mesopotamia vivía una época de grandes transformaciones políticas y sociales. Durante más de mil años el fértil valle entre los ríos Tigris y Éufrates había visto nacer las primeras ciudades-estado, cada cual con sus dioses, sus estructuras sociales y su manera de construir.
La vida en aquellas ciudades se organizaba en torno al templo y el palacio real, las dos instituciones que regulaban todos los aspectos de la sociedad, desde la agricultura hasta el comercio; pues los templos no eran solo centros religiosos, sino verdaderos complejos económicos que almacenaban los alimentos, administraban los campos de cultivo y los talleres donde se fabricaba casi todo lo necesario.
Era una época violenta, de conquistas y rapiña. Muchas pequeñas ciudades luchaban entre sí por la tierra y el agua, y gran parte de los recursos se destinaban a la fortificación de las murallas y al mantenimiento de la capacidad combativa. Pero también eran los comienzos de un sistema de normas que buscaban el equilibrio y la cohesión necesarios para que la sociedad prosperara. Ur, la ciudad donde nació Enheduanna, era una de las más grandes. Su zigurat dedicado a Nanna, el dios luna, se alzaba como vértice de una amplísima red de rutas comerciales que llegaban hasta el mar.
La unificación del imperio acadio

En medio de las constantes guerras, el padre de Enheduanna, Sargón de Acadia, había conseguido unificar toda la cuenca de Mesopotamia bajo su mando, fundando lo que hoy se conoce como el imperio acadio. Pero Sargón sabía que, para que su reino no cayera, debía apoyarse en algo más que la fuerza de su ejército. Por eso, promovió la convivencia entre las etnias, estableció un gobierno único para todas las ciudades, y adoptó políticas que garantizaron la unidad cultural y lingüística de su naciente imperio.
Su impacto civilizatorio fue enorme, como enormes fueron también sus desafíos. Integrar dos tradiciones tan distintas era un reto que amenazaba destruir su reino. Los sumerios, tras siglos de vivir en enclaves urbanos, tenían sus costumbres, su lengua y sus dioses; mientras que los acadios, pueblos nómadas, habían adoptado la escritura sumeria pero mantenían su identidad. Para lograr integrarlos, Sargón vio en su hija una pieza esencial, algo que la convirtió sin querer en protagonista de una historia que aún perdura.
La mujer en la sociedad mesopotámica
La posición de las mujeres entonces variaba según su clase social. En general, lo que se esperaba de ellas era que se casaran, tuvieran hijos, los criaran y cuidaran de su casa y de la familia de su esposo. Sin embargo, las mujeres de élite podían ejercer un poder considerable, sobre todo a través de la religión. Las naditu eran sacerdotisas, vivían y trabajaban en el templo, aunque conservaban sus bienes y tenían derecho a hacer negocios, tanto en beneficio propio como en interés de la ciudad.
“Lo que se esperaba de las mujeres era que se casaran, tuvieran hijos, los criaran y cuidaran de su casa.”
En Ur, donde se adoraba al dios luna, ser suma sacerdotisa era la posición más alta que una mujer podía ocupar. No era un nombramiento ceremonial: implicaba administrar riquezas, supervisar a cientos de trabajadores y ejercer una autoridad que trascendía las divisiones políticas y culturales. Fue ese precisamente el puesto que Sargón le dio a su hija, junto con la responsabilidad de emplear su inteligencia y su rango para la conseguir la unidad del imperio, tarea que la joven Enheduanna cumplió a riesgo de su vida.
Poeta y sacerdotisa
Enheduanna era apenas una adolescente, la menor de cinco hermanos, cuando su padre la nombró suma sacerdotisa del templo de Nanna. Entre sus funciones estaban mantener un registro del lugar que ocupaban las estrellas en el cielo, el cambio de las estaciones y el clima, supervisar los períodos de siembra y cosecha, gestionar las fincas del templo, los almacenes, la producción de harina y pan, e incluso las tabernas. Su autoridad religiosa iba más allá del territorio gobernado por Sargón, y su sabiduría era imprescindible para mantener la paz, tanto entre las ciudades del imperio como con los pueblos vecinos.
No era una tarea fácil, y la joven sacerdotisa la asumió con determinación. De la historia de su ciudad, de su fe y sus amargas experiencias como mujer, dejó testimonio en sus poemas. Su desgarradora “Exaltación de Inanna”, escrita a la diosa del amor y de la guerra en un momento de crisis, cuando la ciudad y hasta su propia vida cayeron en manos enemigas y el antiguo dios Nanna, protector del imperio, dejó de atender sus plegarias, fue un texto tan revolucionario que cambió para siempre la manera en que entendemos la literatura.
“Reina de todos los poderes, / despierta cual clara luz, / mujer infalible vestida de brillo”, escribió entonces: “Soy Enheduanna, la que una vez se sentó gloriosa y triunfal en tu templo”. Aquellos versos y los siguientes, escritos con el dolor y la entereza de una mujer que había sido despojada de su dignidad y agredida sexualmente, son ―hasta donde se sabe― la primera expresión autobiográfica de la literatura: la primera vez que alguien escribió desde su condición individual, para dirigirse a sus dioses con una intimidad también sin precedentes.
“Enheduanna escribió con el dolor y la entereza de una mujer que había sido despojada de su dignidad.”
El hecho ocurrió durante el reinado de su hermano Rimush. El pueblo sumerio, encabezado por el rebelde Lugal-Ane, se había alzado contra el poder acadio e invadido Ur, saqueando el templo y matando a sus fieles. En su poema, Enheduanna cuenta cómo Lugal-Ane la golpeó y humilló públicamente, y cuando ella se negó a reconocerlo como rey y esposo, la expulsó de la ciudad.
En el exilio, Enheduanna escribió otros himnos a Inanna, elogiándola por encima de los demás dioses y pidiendo la destrucción del hombre que la había mancillado. Tras largos combates, finalmente su sobrino Naram Sin logró recuperar el control del imperio y ella regresó al templo, donde volvió a ocupar su cargo como suma sacerdotisa, ahora más admirada y temida que antes por “el poder de su palabra”, que había inclinado a su favor la voluntad de los dioses.
Entre lo íntimo y lo universal

La fama de Enheduanna no se limitó a su época. Sus textos fueron copiados y vueltos a copiar durante más de quinientos años después de su muerte, convirtiéndose en obras canónicas de la tradición mesopotámica. Esta capacidad de perdurar demuestra el efecto que provocó en sus lectores, escribas y sacerdotes también, la fusión de lo personal con lo sagrado.
Hasta entonces la literatura había sido fundamentalmente anónima y colectiva. Pero en un momento de especial gravedad, la voz de una mujer ultrajada, sola frente a un poder que amenazaba destruirla si no se sometía, se distinguió del coro y cambió para siempre la forma en que nos relacionamos con la escritura y la expresión de nuestras experiencias.
Hace más de 4000 años, en las riberas del Éufrates, Enheduanna grabó en una tablilla de barro su reclamo de justicia. Desde aquel día la literatura es, en esencia, un diálogo entre lo íntimo y lo universal, entre lo sagrado y lo público.
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