Crónica | La vida es un show de burbujas, delirios de una migrante
La teatróloga Ámbar Carralero, madre y migrante, nos comparte uno de sus días, y reflexiona sobre la migración, la multiculturalidad y la resiliencia cubana.
Primer espejismo: La Lengua
La primera amiga que pude hacer cuando llegué a Madrid es chilena-española, de mi aula del Máster en Estudios Interdisciplinares de Género. Ella me hizo el gran regalo de aclararme que, y la cito “aunque en España se habla el Español, no todos hablamos el mismo idioma”. Se refería a lo que se deduce a priori de la frase, nuestro idioma es amplio y cambian las palabras, lo que se nombra de un modo aquí, no es igual en nuestros países de origen. Pero detrás de esa sentencia, hay mucho más que un esperado cambio de usos en las palabras, vocablos y expresiones, la cultura y la comprensión de determinados fenómenos son, también, muy divergentes, aunque tengamos puntos en común.
Cuando cambias de país, quieras o no tienes que aprender y poner en práctica la jerga de ese territorio, porque si no, es como si hablaras alemán o mandarín, no te entienden. Algo similar me ocurrió antes, cuando realicé una emigración interna, de Holguín (provincia al oriente de Cuba) hacia La Habana. Nací en la Capital, pero crecí en Holguín, donde estuve viviendo con mis padres hasta los 23 años, luego “emigré” para estudiar Teatrología en la Universidad de las Artes.
Recuerdo reacciones muy desagradables de “capitalinos”, ante mi acento “de oriental”. Cada vez que abría la boca en una guagua repleta de gente, todos se volteaban a mirarme, dicen que los holguineros cantamos al hablar. Las personas del Oriente de la Isla somos llamados “guajiros“, “orientales” y “palestinos”, estos dos últimos de manera peyorativa y como sinónimo de personas vulgares, ladronas, busca vidas, mayoritariamente de raza negra (con connotaciones racistas). “La gente del campo”, le dicen en la Capital al resto de las personas que viven en otras provincias de Cuba, aunque sean ciudades grandes, aquello de “Cuba es La Habana y, lo demás, área verde”, es una creencia muy arraigada.
Residiendo en España, al escucharme hablar, las personas piensan que soy venezolana o de Islas Canarias. Cuando digo que soy cubana, por lo general, sonríen, tienen buena opinión de los cubanos, alegan que somos trabajadores y estamos preparados profesionalmente. Debo reconocer, sin agrado, que en “la Capital de todos los cubanos” la resistencia al acento oriental es apabullante, la burla y el prejuicio imperan, y si comparo, fue mucho más violenta la adaptación en ese sentido, dentro de mi propio país. En España, me han dicho que sucede algo similar con el acento de las personas andaluzas (me encanta). Al parecer, las divisiones entre Norte y Sur, Occidente y Oriente, seguirán marcando la Historia de la Humanidad (o más bien, de la Des-Humanidad).
De cualquier manera, aunque todavía me cuesta “abrir la boca” en este país, estoy adaptada al bullying explícito e implícito que supone el aprendizaje del “nuevo idioma”, en este caso, el mismo, pero no tan “igual” como en principio pudiera parecer. Respecto al idioma español, que aquí le llaman castellano, debo admitir algo que prefiero de este contexto, y es el empleo de tiempos verbales compuestos y el manejo amplio de sinónimos y antónimos de nuestra lengua, en ese aspecto me he sentido menos rara aquí. ¿Quién lo diría?
Segundo espejismo: La otredad
Recientemente, a nuestra hija le regalaron un artefacto de burbujas y la llevamos al parque en una extraña tarde de sol, en pleno invierno. De manera espontánea, se fue conformando un grupo grande de niños y niñas, de diferentes edades y procedencias étnicas, entre los 2 y 9 años. La niña más grande era la jefa y le daba indicaciones al equipo. Parecían un pelotón “en miniatura”. Acataban eufóricos entre saltos, risas y embestidas de burbujas. Detrás de este grupo multicultural, un poco rezagados, pero participando, se encontraban una abuela de unos ochenta y su nieto de meses de nacido. Nuestra hija, de emoción en emoción, expresaba a viva voz, con ademanes grandilocuentes: “es un regalo que me han hecho y tengo que compartirlo” (un gesto de auto-convencimiento en una edad en la que son especialmente aprensivos con las personas y pertenencias).
De pronto, el artefacto hacedor de burbujas deja de funcionar, y un padre español, con aire apesadumbrado, dictamina: “se le ha acabado el jabón” (nótese la conjugación compuesta). “Dame acá”, le digo a la niña líder, y voy a la fuente, que funciona y tiene agua limpia saliendo de la boca de un león de piedra, le echo agua al envase y lo sacudo varias veces, rodeada de un destacamento de infantes a la expectativa. El padre español está convencido de que mi solución será un fracaso, mi hija me mira con cara anhelante, sacudo y sacudo hasta que el aparato vuelve a funcionar.
Los niños me lo arrebatan y corren felices, el padre español se queda boquiabierto, seguro piensa para sus adentros “Ostias, ¿cómo lo habrá hecho?”. Entre tanto, yo intento recordar todas las veces que nuestras madres fregaron sin detergente en la década de los noventa, y en lo habitual que resulta echarle agua a todo en nuestro país, al detergente, al champú, a la sopa. Se nos hace “agua” la cabeza pensando en cómo solucionar la escasez. A las personas en España no se les hace agua la cabeza con tonterías como no tener pan o papel sanitario, más bien se preocupan por otras cosas, diferencias de “idioma”, supongo. Aquí la cabeza se empieza a diluir con urgencias tales como conseguir y conservar el trabajo, pagar la renta y las cuentas de todo lo que hay, porque realmente “hay de todo” (diríamos en Cuba), pero “todo cuesta” (decimos aquí).
Tercer espejismo: Las expectativas
Las luces de la tarde hacen que el agua de la fuente refulja, al igual que las burbujas que siguen inundando el lugar, acompañadas del sonido constante de los chorros y la algarabía de criaturas que no paran de perseguir las pompas. Para mí, esta fuente en el centro del parque es un gran espectáculo. La contemplo con mis tres décadas de vida (y un poco más) pero también la observa alucinada la niña que fui hace más de veinte años. Esa que creció mirando fuentes sin agua ni luces, fuentes apagadas como estatuas sin vida, con trazos marrones de lo que alguna vez, fue un hilo de agua sucia, fuentes que no eran fuente de nada; el monumento triste de algo defectuoso o inacabado irremediablemente.
Sorolla, el gran pintor de la luz, pudo haber sido quien le diera color a esta tarde. Los árboles del fondo parecen cipreses, pero no estoy segura, creo identificarlos gracias a las pinturas de Van Gogh. Cuando empieza a oscurecer, el artefacto ya no produce burbujas y el frío nos recuerda que estamos en enero, entonces todo se tiñe con luces y sombras contrastantes a lo Caravaggio. Abandonamos el parque, la fuente ahora está iluminada con luces leds de varios colores, aunque le doy la espalda sigo reproduciéndola en mi cabeza. Nuestra hija está preocupada por su aparato de burbujas, le digo que mañana, si hace buen tiempo como hoy, lo rellenaré con detergente y agua para que vuelva a funcionar.
En el camino de regreso a casa viene a mi mente, no sé por qué, El sueño de la razón produce monstruos, el famoso cuadro de Goya, el gran pintor del tenebrismo. Juego a parafrasear el título, mientras alucino con el alumbrado público y sus destellos:
el sueño de la razón,
el sueño del corazón,
monstruos,
el sueño del corazón reproduce monstruos…
Si “El sueño de la razón produce monstruos”, querido Goya, entonces, ―el sueño del corazón los reproduce―, musito.
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