Crónica | La universidad cara

“Tres días no son suficientes para entender todo lo que sucede aquí.”

| Escrituras | 19/09/2024
"No es una universidad antigua, pero sus construcciones simulan serlo". Foto: Yanier H. Palao
"No es una universidad antigua, pero sus construcciones simulan serlo". Foto: Yanier H. Palao

Estoy sentado frente a una mesa con mantel negro de vuelos. Estoy en una universidad cara. Hay chicos lindos, hombres y mujeres. Me gustaría ser amigo de alguno de ellos. Yo hubiera encajado perfectamente en la vida de uno de ellos. La matrícula para estudiar aquí es aproximadamente de unos 5000 dólares el semestre. No es una universidad antigua, pero sus construcciones simulan serlo.

El césped está bien cortado. Se mantiene verde y fresca la yerba. Algunos chicos se sientan sobre la yerba, yerba apetecible si yo fuera caballo, si yo fuera vaca. Los chicos también están apetecibles. Fuman, extienden sus piernas, se recuestan unos a otros. Al fondo hay unas sillas plegables como de director de cine, bajo sombrillas verdes que protegen de la lluvia suave.

Un desinterés constante

Lo que me gusta de ellos es el desinterés que tienen cuando miran. Parece que nada los estimula. Compran poco, compran sin el interés de comprar, sin el interés de que los vean adquirir algo. Esta tarde descubrí lo sexy que es vivir sin interés, sin el apuro de llegar. Yo cuento el dinero de las ventas, ya hice para pagar el arriendo del mes. Pinto, hago postales, obras pequeñas sin intención de trascender. Vendo barato porque lo que me interesa es vender.

Los estudiantes, aun teniendo dinero, el de sus padres, compran poco. Llevan zapatos deportivos y botas de colores: azul o rojo vino. Me gusta la chica que luce las uñas de negro y trae los labios pintados de naranja. Su rostro resalta dentro del grupo, ríen. Tres días no son suficientes para entender todo lo que sucede aquí.

Cada una hora y media salen de las aulas. Se vuelven a llenar las sillas plegables debajo de las sombrillas verdes. Es un área privilegiada, un café que extiende sus toldos sobre el jardín. Algunos caminan con los teléfonos en las manos, mirando hacia las pantallas. Caminan seguros, subiendo desniveles. Desempacan galletas, dulces, muerden la suave masa que se desintegra en virutas, que caen en el jersey o en las camisas. Los chicos llevan un desinterés constante. Algunos profesores muestran ese desgano que sin duda es prueba de algunos privilegios.

Hoy, como hace meses, asesinaron a 42 personas: 42 muertos sin sumar los desaparecidos, las violaciones, los secuestros. Escuche la noticia de que en las afueras de la ciudad una familia había lanzado tres niños a un precipicio. El precipicio da a un río poco caudaloso. Los niños tenían edades de entre 5 a 7 años. Trataron de sobrevivir. Hicieron movimientos bruscos en el trayecto a la muerte. Pero esos movimientos lo que provocaron fue que los cuerpecitos rosados se fueran estrellando contra las piedras filosas del desfiladero. Otra vez parece que dejarse caer, sin hacer nada por sobrevivir, es la mejor opción.

Me duele el pulmón izquierdo, quiero pensar que es por mantenerme sentado todo el día en esta feria.

Ser como ellos

Es difícil ver parejas demostrarse amor. Las muestras de cariño empiezan a partir de grupos de a tres. Se sientan en las piernas del chico que trae short y sandalias. Se pasan las manos por las cabezas. Son insolentes al hablar. Se intercambian vasos de café. Sería una buena idea que se vendiera vino, pero está prohibido el consumo de bebidas alcohólicas en la universidad.

En los jardines hay palmas datileras que no dan frutos. Esos árboles necesitan un terreno granuloso, seco y mucho calor para que se desarrollen los frutos. Aquí el terreno es demasiado compacto: tierra pegajosa, fértil. Llueve mucho, hace frío, condiciones nada favorables para los dátiles. Alguna vez probé ese fruto. Lo compré en un supermercado. Venía en una bolsa plástica, con conservantes. Era insípido, tenía un dulzor raro. Compré ese fruto pensando en los jardines de esta universidad, en los jóvenes.

En estos patios nadie ha muerto, o al menos nadie recuerda la muerte de ningún individuo. Los jóvenes se reúnen en grupos. Creo que debe ser por cercanía. Viven en el mismo conjunto residencial, aislados detrás de grandes muros, alambras con electricidad y garitas. Muchos critican sus insolencias, sus posturas abusivas. He visto como dejan caer helado. Luego caminan sobre el helado derretido, creando una capa de melcocha en los pisos. Todo eso para que el encargado de limpieza venga a dejar las baldosas relucientes.

He entrado a los baños de las áreas comunes. He visto cómo los papeles sucios están fuera del cesto de la basura. He visto los inodoros. Los estudiantes adinerados no descargan los baños. Quieren que el que venga detrás sienta, vea su mierda flotar: la mierda joven de seres hermosos, mierda pestilente, como la de todas las personas.

Si alguna manía de limpieza tengo, es la de cagar en inodoros limpios, sin costra, con aguas cristalinas. He tenido que descargar esos baños. He visto la porquería de esos jóvenes que tanto admiro. He visto la desintegración de sus mojones en el agua arremolinada. Tres veces es el número exacto que debo activar el botón de descargue para que el agua a presión se lleve la mierda. Si por casualidad las paredes del inodoro se quedan manchadas, limpio la superficie de porcelana con las yemas de mis dedos. Todo debe quedar limpio, para yo poder cagar.

He querido ser como ellos. Dejé intencionalmente (es decir lo pensé) mi mierda flotando en el inodoro. Quise hacer los que ellos hacen. Al salir, al cerrar la puerta, tuve cargo de conciencia. Regresé rápido y descargué el baño. Comprendí que nunca tuve nadie que limpiara mi porquería. Comprendí que aun queriendo ser como ellos, no puedo. Soy demasiado consciente de mi mierda. Soy el encargado de limpiar lo que ensucio. Por eso mi insistencia en lavar los platos cuando alguno de mis amigos me invita a comer en su casa.

Tienen tiempo

"Ni siquiera tienen porqué graduarse. No están obligados a trabajar". Foto: Yanier H. Palao
"Ni siquiera tienen porqué graduarse. No están obligados a trabajar". Foto: Yanier H. Palao

Algunos de mis conocidos critican esas familias, sus comportamientos, sus residencias, sus adornos, sus gustos. Aseguran que ellos son los culpables de que el país esté en quiebra. Yo no puedo criticarlos, no puedo criticar lo que me gustaría ser.

El estudiante de arquitectura, el que me compró un cuaderno, traía el perfume que siempre he querido comprarme. Sé que es esa fragancia, porque cuando paso cerca del centro comercial, del área de perfumería, entro altanero a la tienda. No saludo a los dependientes, no miro a nadie. Voy directo al estante donde se exhiben los frascos de prueba. Voy a ese mismo aroma. No me distraigo con ninguna otra fragancia. Lo primero que hago es acercar mi nariz a la boquilla del frasco. Luego esparzo un poco de la esencia en la palma de mis manos, las froto por mi rostro, asimilando el olor que me corresponde, porque así lo he decidido. Esta operación la hago una vez al mes.

Recuerdo a los estudiantes de la universidad bebiendo café, sentados en esas sillas plegables, bajo sombrillas verdes. Ellos tienen todo el tiempo. Ni siquiera tienen porqué graduarse. No están obligados a trabajar. Quienes deben a las entidades financieras son sus padres, no ellos. Los buenos estudiantes estudian. Son buenos porque sí. Estudian por el placer del conocimiento. No tienen que llegar a ser alguien en la vida: ya nacieron siéndolo.

Nosotros estamos conformándonos, una conformación que parece no tener fin. Es mucho lo que falta. Ellos, en cambio, tienen tiempo para leer, para amar, para viajar, para ir al gimnasio, para salir de fiestas. Tienen tiempo para llorar, para estar deprimidos, para hacer el ridículo. Por eso, cuando conozco a uno de ellos y veo la esperanza de que podría ser mi amante, hago todo lo posible por enamorarlo, por besarlo hasta la saciedad. No estoy buscando su dinero, ni ningún favor. Me entrego inconscientemente a ellos queriendo decirles: “Son lo más sincero que conozco, porque ustedes no tienen que hacer cosas por caer bien. No tienen que esforzarse en ningún trabajo. Si trabajan es por placer. Ustedes son todo lo que me gustaría ser.”

Trágate las lágrimas

El grupo de estudiantes fluctúa con los días. El encanto mayor que poseen es que, los que quieran, podrán ser eternos estudiantes. Levantarse y pensar solo qué libro leer, o qué museo visitar. Aunque las arrugas aparezcan, podrán usar cremas, tratamientos caros a rayo láser para verse con menos edad. En ellos percibo a esas estrellas de rock que se suicidaron a la edad de 37 años. En ellos veo los rostros de los vampiros, esos chicos poseídos por espíritus malignos que acaban con todo un pueblo. No lo puedo negar: soy feliz al ver esos finales en las películas, soy feliz al constatar que la crueldad es hermosa.

Yo a la edad de ellos no fui joven. Me lo decían, recalcando esa actitud como si fuera un logro. Nunca entendí qué cosa es ser joven, hasta que los conocí a ellos. Veo fotos de mi supuesta juventud: delgado, sociable. Bailaba, salía de fiestas, tenía amantes y novias. Me la pasaba bien.

Sé que podía seducir a muchas personas, todas distintas. Pero al llegar a mi cuarto y mirarme en el espejo no me creía atractivo. Teniendo pruebas de que sí lo era, no me lo creía. Nunca he tenido el suficiente dinero para el proyecto de vida que quiero. Pero sí tuve condiciones para sentirme joven, para sentirme deseado.

Pienso en la inteligencia, en la juventud y la belleza. Todo se agota con el paso del tiempo. Pienso en la familia que lanzó sus tres hijos al precipicio. ¿Qué sintieron al llevarlos hasta el borde, qué sintieron en el momento del empuje?

Sigo mirando a los estudiantes, sentados, con las piernas alzadas en las sillas. Hay algo más que sus familias adineradas. Ellos no tendrán que irse del país, aquí están bien, aunque el tedio es mucho. Pero ya sabemos que una vida cómoda es tediosa. Ellos no emigrarán. No les importa lo que sucede en el contexto nacional. Eso sería un pensamiento demasiado general, demasiado abstracto para una vida que no es nada nacional. Lo interesante es que no les importaría ser de ningún país. Nacieron aquí porque sus madres los parieron aquí, pero igual podrían haber nacido en Oslo, Tokio, Dakar...

Lo nacional tiene una buena carga de súplica, de pena, de lástima, de limitaciones, de frontera: hasta aquí llega el país. Es contradictorio que quienes luchan siempre quieren estirar las fronteras, que la nación sea más justa, que la nación sea más culta, y así la lista es infinita. Pero ellos tienen visas para la unión europea y para los EUA, nada los detiene.

Solo hay que fijarse en los rostros de los que protestan, solo hay que fijarse en esas personas que piden mejoras salariales o reformas. Escribo pensado en esos rostros. Esas miradas se parecen a mi mirada, aunque yo no protesto. No protesté cuando me pegaron en la escuela. No protesté cuando me rompieron el brazo. Le escuché decir a mi padre: “Trágate las lágrimas y no le digas a nadie, a nadie”.

Mirándolo todo, buscando respuestas

"Bajo la tierra, el mar y las montañas, hay montones de cuerpos en descomposición". Foto: Yanier H. Palao
"Bajo la tierra, el mar y las montañas, hay montones de cuerpos en descomposición". Foto: Yanier H. Palao

Estoy frente a los estudiantes. La feria fue solo tres días, pero me los imagino. Pienso en la universidad, en los patios, en los profesores, en las palmas datileras que no dan fruto, pero que se ven esplendidas, saludables… Cualquiera podría decir que son plantas de mucha cosecha.

Casualmente, he empezado a ser amigo de personas que no tienen hijos, ni mascotas, ni plantas, ningún ser vivo está a su cargo. Son hombres y mujeres lindos, inteligentes, con trabajos autogestionados. Viajan, se compran la ropa que quieren, y leen, leen. Conversar con ellos me asusta. Estoy acostumbrado a personas angustiosas, personas que reclaman, insatisfechas.

Recuerdo la risa de algunos estudiantes, sus dientes uniformes, blancos. Por eso ríen sin recelo. Algunos están en el proceso de rectificar los inevitables desvíos de sus incisivos. Pero ríen, ríen a carcajadas. Yo, cuando río, lo pienso. Mi risa parece una mueca. Tengo vacíos oscuros entre la camada de dientes. Así se ven en la foto. Están virados y amarillentos mis dientes. Sin duda, la risa es sinónimo de plenitud.

Si pudiera abrir huecos en la tierra donde se sientan los estudiantes de la universidad, buscaría debajo de las sillas. Creo que debe haber algo enterrado allí, no lo sé exactamente. Un muerto sería algo demasiado común. Todos los que vivimos un tiempo en este país tenemos la certeza de que bajo la tierra, el mar y las montañas, hay montones de cuerpos en descomposición, de restos humanos.

A veces creo que la tierra aquí es tan fértil porque esta abonada con los cuerpos en estado de putrefacción. La línea que delimita los cementerios está clara. Pero sé que todo el país es un cementerio. La pesadumbre lo envuelve a todo, y a eso súmale la interminable lista de desaparecidos y asesinatos.

Pienso en lo enterrado porque inevitable siempre estoy haciendo huecos, siempre estoy cavando. Guardo un billete en el fondo de la gaveta, lo meto entre los calzoncillos. Me entierro, trato de adentrarme muchas veces sin ningún resultado, como cuando camino sin rumbo y muy lento, mirándolo todo, buscando respuestas. Dejo que unos pocos se entierren en mí, soy sincero con ellos. Creo que el placer, el conocimiento, consiste en enterrar y ceder para que algunos puedan depositar en tu interior algo.

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